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Argentina, la masacre de Trelew: “Un dolor clavado en la memoria”

Argentina, la masacre de Trelew: “Un dolor clavado en la memoria”
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17 de septiembre de 2022

“El mismo día 15 de agosto, al enterarnos de la fuga, dieciséis abogados viajamos a Rawson. Fuimos, entre otros, Raúl Radizani Goñi, Rodolfo Mattarollo, Carlos González Garland, Rodolfo Ortega Peña y Pedro Galín. No pudimos tomar el avión porque los pasajes estaban reservados para el gobierno. Alquilamos dos remises para que nos llevaran. Nos pararon en todos los puestos policiales desde Bahía Blanca. Cuando llegamos la muerte se respiraba en el ambiente, estaba muy pesado. En seguida nos hospedamos en el mismo hotel que el juez Jorge Quiroga, quien intervenía en los hechos e integraba la Cámara Federal conocida como el Camarón, algunos de cuyos jueces tenían denuncias entre otros, de presenciar las torturas a los detenidos y tomarles declaración en esas condiciones. Pero él se negó a vernos. Esa misma madrugada presentamos un habeas corpus tirándoselo por debajo de la puerta de su habitación.

El 16 de agosto Rawson era como un territorio ocupado. Tampoco pudimos entrar a la base naval Almirante Zar. Se nos unieron Mario Amaya e Hipólito Solar Yrigoyen, radicales y abogados del lugar. No pudimos trabajar. Tuve el presentimiento de que la muerte rondaba sobre los prisioneros. Mario Amaya es detenido; intentamos realizar una conferencia de prensa en su estudio de Trelew pero media hora antes de la hora convenida lo volaron de un bombazo.

Regresamos a Buenos Aires con la certeza de que debíamos denunciar lo que después, trágicamente, sucedería. La situación de los presos en Chile, además, era muy difícil, así que nos dividimos las tareas. Ortega Peña permaneció en Buenos Aires para ocuparse de las defensas; Jorge Yampar, que años después será asesor del ministro del Interior Julio Mera Figueroa durante la presidencia de Carlos Menem, le envía un telegrama al ministro del Interior de Lanusse, Arturo Mor Roig, diciéndole que ante el peligro que corrían las vidas de los prisioneros en la base de la Marina, lo responsabilizaba de lo que pudiera pasarles. Un telegrama histórico, porque no es que la muerte fue casual sino que se advirtió que se mataría a los prisioneros. Vuela de otro bombazo, en Buenos Aires, la gremial de abogados donde Ortega Peña debía dar una conferencia de prensa.

En la mañana del 22 de agosto partimos hacia Chile Mario Amaya, Gustavo Roca y yo. El que nunca supo por qué venía y después se arrepintió toda su vida fue Andrés López Acoto, del Partido Socialista. Los abogados del Partido Comunista argentino se negaron a ir.

En Ezeiza nos enteramos, pero muy confusamente, de lo que estaba pasando en Trelew. Recién en Chile, mientras íbamos en un taxi al Palacio de La Moneda, supimos de la masacre de los prisioneros, y los nombres de los muertos. Nosotros llegábamos para ir a ver a unos prisioneros y, en cambio, más que en defensores nos convertimos en portadores de la noticia del asesinato de la mujer de Santucho y de la compañera de Vaca Narvaja. Al resto de los fugados debíamos comunicarles el asesinato de sus mejores amigos.

Antes de verlos, marchamos a dejar nuestros equipajes en un hotel, hondamente preocupados por la situación y por tener que darles noticias tan tremendas. Cuando bajamos al hall del hotel nos estaba esperando un personaje singular, que en esos años estaba por la Argentina: Raymond Molinier, conocido en la IV Internacional como ‘Marcos’, hijo de un banquero francés que un buen día se había llevado los dineros de su padre y se había incorporado al trotskismo. Molinier llegó a ser secretario de Trotsky y estaba casado con la alemana Elizabeth Kesselman, con quien vivía en Monte Grande. Ella fue asesinada por las FFAA en 1976.

El viejo, que toda su vida fue un gran conspirador, acercándose con disimulo nos dice: “ustedes están sentados sobre un polvorín, es algo muy peligroso lo que hacen. Por eso me alojé en una habitación al lado de la de ustedes. Cualquier cosa me llaman. Pero necesito urgentemente una entrevista con Robi (Santucho).”

Partimos para la cárcel Gustavo Roca y yo. Encontramos a los presos hechos casi una jauría. Aparte de que les resultaba difícil entender que los tuvieran presos dado el régimen socialista, estaban exasperados porque les habían sacado la radio y porque alguien les había dicho algo de lo que había sucedido.

Estaban en un gran salón del primer piso, con rejas en las ventanas y una larga mesa. Algunos estaban parados. Me acuerdo de que Robi estaba sentado a la cabecera de esa mesa. Yo les digo que había habido una masacre de presos y termino diciendo los nombres de los muertos. Ahí cada uno reaccionó de manera diferente. Los más impulsivos, como Fernández Palmeiro o Gorriarán gritaban, maldecían. Robi puso sus brazos cruzados sobre la mesa, apoyó la cara y quedó así por más de dos horas. No pronunció una sola palabra. Quedó como petrificado mientras a su alrededor los gritos llenaban el cuarto. Fue una escena desgarradora y aún hoy no sé qué fue más conmovedor: si el llanto y los gritos o el silencio petrificado de Santucho.

A partir de ese momento iniciamos una delicada gestión en dos direcciones: por un lado los cubanos, y por otro el gobierno de Allende. Luego de dos días, en la mañana del 25 de agosto, la secretaria de Allende nos llamó a Roca y a mí para invitarnos a almorzar. Cuando llegamos a La Moneda nos sorprendimos porque el almuerzo era con todo el gabinete. Era una mesa larga y solemne, como todas en esas ocasiones. Allende presidía la reunión. Nos dice que quiere que asistamos porque cada uno de sus ministros expondrá sobre la tesis de extradición o de encarcelamiento en Chile.

La ronda la comenzó Clodomiro Almeyda explicando las dificultades serias que planteaba la situación para las relaciones bilaterales con Argentina, y aun con el resto de los gobiernos vecinos como Bolivia y Brasil. A suposición se sumaron todos los ministros, unos veinte, con una tibia diferenciación de Tomic y una decidida defensa en favor de la libertad de los guerrilleros, la única, del secretario del Tesoro, Antonio Novoa Montreal.

La comida ya había terminado y pensamos que las cartas estaban echadas. Tomó la palabra Allende, y dijo: “Chile no es un portaviones para que se lo use como base de operaciones. Chile es un país capitalista con un gobierno socialista y nuestra situación es realmente difícil. Repitió, haciéndolos propios, todos los argumentos de sus ministros. Nosotros nos hundíamos cada vez más en las sillas. De pronto, Allende dijo:

‘La disyuntiva es entre devolverlos o dejarlos presos…’. Hubo un segundo de silencio que Allende rompió con un puñetazo sobre la mesa: ‘Pero éste es un gobierno socialista, mierda, así que esta noche se van para La Habana’.

No podíamos creer lo que escuchábamos; corrimos a realizar las gestiones con Cuba para que volaran esa misma noche.

Una vez tomada la decisión, Allende nos solicitó tres cosas: que consiguiéramos una declaración de Perón condenando la masacre de Trelew y a favor de la liberación; también una declaración de condena a la masacre de los partidos políticos argentinos y de la CGT. La tercera, que nos costó bastante conseguir, era que Vaca Narvaja se quitara el uniforme del Ejército argentino que aún tenía puesto. Cumplimos con todo. Ellos viajaron esa noche a Cuba, dejaron las armas y el uniforme que llevaba Vaca Narvaja para que fueran devueltos al gobierno argentino. Lo único que se llevaron fue una enorme llave, del penal de Rawson, que luego le regalaron a Fidel Castro. Esa fue la historia íntima de Trelew.

Santucho nunca creyó que el gobierno peronista podía liberar a los presos. Decía: Nosotros somos enemigos estratégicos, nosotros cuestionamos el sistema, el poder. No nos van a largar’. Era como una obstinada cuestión de principios que no le dejaba ver los matices. Sentía que si los dejaban en libertad les rebajaban la categoría de enemigos fatales.

Antes de partir para La Habana, Santucho recibió la visita de Beatriz Allende, hija mayor del presidente chileno, quien se había iniciado en las lides políticas en la Juventud Socialista y se sentía orgullosa de haber sido una de las primeras integrantes de las redes de apoyo al Che en Chile, entre 1966 y 1967.

“Mi padre te envía su pistola, pa’ que te defendai. Lamenta mucho lo de tu compañera. Dice que no comparte el camino para Chile que elegiste, pero que jamás te olvides de ser fiel a tus ideas. Y que te abraza.”

—Beatriz, gracias. Dile a tu padre que lo respeto por su honestidad, su valentía. Y que deseo que el pueblo chileno pueda derrotar a los momios y al imperialismo. Defenderemos a Chile donde quiera que estemos —contestó Santucho.

La misma noche del 25, dos horas antes de embarcarse en el avión de línea de Cubana que lo llevaría en vuelo directo a La Habana, Santucho habló con sus tres hijas, sus padres y su hermano Julio, que esperaban la llamada en un departamento de la calle Cangallo al 4000 en Buenos Aires. Quería explicarles personalmente a cada una de sus hijas la muerte de su madre. Estaba desesperado por la pérdida, pero con la tozudez del dolor volcada sobre la obsesión de continuar la lucha. La matanza, interpretaba, era la mayor muestra de agonía de la dictadura.

Había que apretar el acelerador para terminar de voltearla. Los diez guerrilleros aterrizaron en el aeropuerto José Martí en la madrugada del 26 de agosto. Los esperaban honores protocolares del Partido Comunista de Cuba y manifestaciones populares en su homenaje.

En una improvisada conferencia de prensa, Santucho, Osatinsky y Vaca Narvaja dieron, por primera vez desde la fuga, su opinión sobre la masacre de Trelew. La consideraban una “salvaje y desesperada respuesta de la dictadura” a los reclamos populares. Reafirmaban, con la consigna “la sangre derramada no será negociada” que seguirían en la lucha “hasta la victoria final” y que “la unidad de los revolucionarios, sellada con sangre en Trelew” sería el legado a conservar por las organizaciones armadas. Santucho agregó: “El ERP, las FAR y Montoneros han demostrado que los muros de ninguna prisión, ni ningún asesinato salvaje del régimen, pueden detener el deseo de los revolucionarios de reunirse nuevamente con su pueblo, de volver a la lucha contra la dictadura y el imperialismo por una patria libre y socialista.

El grupo permaneció en Cuba hasta la primera semana de noviembre de 1972, partió de allí escalonadamente hacia distintos destinos en Europa y retornó después a la Argentina.”

En el curso de los dos meses, según las crónicas públicas de la prensa cubana, los guerrilleros visitaron la isla y participaron en las brigadas de trabajos voluntarios habituales en la Cuba revolucionaria. Durante el verano de 1991 en La Habana, el periodista de Radio Reloj, Amable Amador, SO, barbero antes de la revolución socialista, periodista de la revista Juventud Rebelde y dirigente sindical, recordaría así al contingente guerrillero:

«Yo estaba al firente de la microbrigada de trabajo voluntario de la revista Juventud Rebelde, en Alamar, un barrio de La Habana donde estábamos construyendo un edificio para los trabajadores de la revista. De repente llegó una guagüita con un contingente de argentinos. Me habían avisado de que era un grupo muy especial. Si mal no recuerdo, se habían fugado recientemente de una cárcel y no podíamos hacerles preguntas impertinentes ni permitir a los periodistas que les tomaran fotos, porque ellos pensaban continuar la lucha en su país. Esos días, principios de setiembre de 1972, había estado Silvio Rodríguez trabajando con nosotros y cantándonos, y recuerdo que Santucho y Osatinsky se habían aprendido de memoria esa canción de Silvio que se llama ‘Si tengo un hermano»

«Santucho tenía un humor estupendo, y no me equivoco cuando digo que se distinguía de los otros argentinos. A pesar de que yo quería darle trabajos suaves, él insistía en cargar bloques de cemento, o ser el primero en descargar camiones con materiales de construcción. Ibamos al comedor y no quería ser el primero: le cedía el puesto a otro.

En el grupo era como un imán. La atracción se centraba en él, era sin duda el principal dirigente, aunque también Marcos Osatinsky se le parecía. Trabajábamos de siete de la mañana a siete de la tarde. En las siestas, que desde que ellos estaban no dormíamos, Santucho parloteaba con nosotros. Era un devoto del Che, y sentía cierto orgullo infantil de que hubiera sido argentino. Era un americanista convencido, y soñaba mucho con una latinoamérica como Cuba, y nos ilustraba mucho sobre la situación de la Argentina, que nosotros conocíamos poco entonces. Tenía, también, una curiosidad desmesurada por todo. Quería aprovechar su estadía con nosotros, que no duró más de veinte días, para aprender lo que pudiera del oficio de albañil y de electricista. Su complexión era robusta y estaba sano, a diferencia de Fernando Vaca Narvaja que tenía una pierna fracturada -si mal no recuerdo- y lo teníamos enderezando clavos. Han pasado dieciocho años y se han borrado muchos detalles, pero sí recuerdo que era tan discreto que se hablaba de su mujer, asesinada en Trelew, y se sumía en un silencio doloroso. Su muerte nos conmovió. Era el hombre noble del grupo. Y aunque en su vida de revolucionario haya hecho cosas dolorosas -cuántos de nosotros hemos tenido que tomar el fusil en nuestra vida nos parecía injusto que un ser tan generoso tuviera que morir.»

Por el secreto que rodeó la permanencia del grupo en la isla –quedan apenas algunas fotos y reportajes que fueron reproducidos por la revista Bohemia- sólo se sabe que Santucho se entrevistó esa vez -la única con Fidel Castro. Que escuchó una vastísima exposición sobre la historia de la revolución cubana, y que habló en escasas oportunidades, como era su costumbre, para explicar su estrategia y tácticas políticas. Ya entonces Castro no simpatizaba con el cerrado antiperonismo del PRT, aunque respetaba las convicciones de Santucho y, sobre todo, su indomable visión guevarista. Esta tesitura de Fidel—que signará la historia de las relaciones con Santucho- pudo tener varias explicaciones: una, que los cubanos imaginaban semejanzas entre el Movimiento 26 de Julio y el movimiento peronista; otra, que Cuba y Argentina no mantenían relaciones diplomáticas desde el derrocamiento de Frondizi, cuando el gobierno argentino se había sumado al bloqueo dispuesto por la OEA a petición de EEUU, y Castro tenía la promesa de Perón de que, en caso de volver al poder, se normalizarían las relaciones bilaterales.

(Para la elaboración de este resumen se utilizó material de los libros » Todo o Nada» de la periodista María Seone y de la recopilación hecha por el Cro. Daniel De Santis «A vencer o morir» Tomo 1 y 2. «La Fogata»)

*Fuente: PensamientoDiscipoleano

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