Titulamos esta columna con una de las consultas que más a menudo se nos hacen a los periodistas. Hay quienes confían en que podemos entregar una respuesta algo más informada y con menos sesgo ideológico que la de otros observadores de la realidad. Sin embargo, predecir el futuro conlleva siempre un riesgo enorme, aunque está dentro de nuestra misión informativa alertar sobre lo que pueda suceder en cualquier ámbito de la vida.
Pero es en política donde se nos ponen las mayores exigencias, sobre todo en tiempos de tantas incertidumbres y problemas. Cuándo, además, enfrentamos una pandemia que en Chile está determinando mucho lo que acontezca sobre el Plebiscito Constitucional convocado para octubre, así como con el conjunto de comicios que le seguirán para conformar una asamblea constituyente, elegir a los gobernadores regionales, renovar el Parlamento y tener un nuevo Presidente de la República.
Los que tienen más remilgos hacia las decisiones ciudadanas confían en los rebrotes de la Covid-19, en la agudización de las protestas sociales y la conmoción que vive la Araucanía para plantear la idea de que todos estos procesos electorales debieran suspenderse. Pasado un nuevo aniversario del cruento golpe militar de 1973, la verdad es que el país ha vuelto a encenderse en demandas y protestas sociales y las llamadas fuerzas del orden se preparan para impedir acontecimientos como los del 18 de octubre pasado.
Casi todos aceptan que Chile definitivamente cambió desde ese día y hoy el pueblo asume que solo con su movilización podrá exigir un trabajo y salario justo, una pensión digna y la posibilidad de que el país supere la profunda inequidad que nos identifica. Además de obtener ese conjunto de reformas educacionales y culturales también demandadas por la población.
A medida que pasan los meses y se debate sobre la posibilidad de una nueva Constitución, vamos entendiendo que al país se lo ha puesto ante una riesgosa trampa. Que, de no obtener los partidarios del “apruebo” una representación de más de un 70 o 75 por ciento de los miembros de la convención constituyente, la derecha y los sectores más retardatarios podrán ponerle muchos obstáculos a cada precepto de la nueva Carta Magna, por lo que no podemos descartar un severo conflicto social cuando el pinochetismo y sus herederos decidan ejercer su veto a las reformas acordadas mayoritariamente. Por lo mismo es que los sectores progresistas debieran ya estar organizados para defender su triunfo en el Plebiscito y velar porque los cambios realmente se impongan.
Serán aproximadamente dos años en que las relaciones entre reformistas y retardatarios se harán muy ríspidas, además de que no podemos dar por hecho que el Gobierno y el Parlamento vayan a conformarse con su papel de observadores y cumplan como mandatarios y garantes de lo que el pueblo y su convención constituyente decidan. No existe esta cualidad en la conformación autoritaria de las autoridades del país, en quienes se nutren de la Constitución de 1980 que cada año juran respetar. Lo que también explica la perpetuación de los mismos en la conducción del Estado chileno, como la cómplice connivencia de la clase política en el Congreso Nacional.
No es descartable, tampoco, que el Plebiscito y las siguientes consultas electorales sean invadidos por el cohecho, la millonaria propaganda electoral y otras prácticas ya institucionalizadas en nuestras prácticas electorales. Así como perfectamente podemos prever que el gran empresariado moverá ingentes recursos para influir indebidamente en estos procesos, cuando los escándalos por todos los sobornos a legisladores, partidos, jueces y otros funcionarios públicos siguen sumándose a la larga lista de impunidades.
Parece increíble que uno de los ex senadores derechistas imputado por recibir recursos desde las empresas haya reaparecido en la escena política y otros de sus colegas, que prácticamente habían desaparecido de los medios de comunicación, hoy renueven cobertura en la televisión y la prensa, en un país que carece de la democrática diversidad mediática. Llegando no pocos a la desfachatez (tanto de derecha como izquierda) de proclamarse candidatos presidenciales a más de dos años de esta elección. Anteponiendo, como lo hacen habitualmente, sus apetitos personales al curso político y social de los acontecimientos.
En efecto, cuando la crisis económica es tan severa, a juzgar los altos niveles de desigualdad, desempleo, criminalidad y otras lacras, ya tenemos al menos siete u ocho figurines políticos que intentan convertirse en presidenciales. Sin importarles un bledo sus graves desaciertos, su avanzada edad, su probada corruptibilidad, incluso un muy precario respaldo en las encuestas. Todo esto sin contar, todavía, las decenas de alcaldes que consideran que por su desempeño durante la pandemia se merecen emigrar hacia el Parlamento o, incluso, ceñirse la Banda Presidencial.
Para todos estos autodenominados “servidores públicos” nada importa más que ellos mismos; una actitud bochornosa, por supuesto, pero también temeraria, si consideramos la ira popular que diariamente se alimenta con el pésimo desempeño económico social. Lo que nos ha llevado, de nuevo, a ser un país pobre y todavía más desigual que en el pasado. Al extremo que, según varios expertos, el país ha retrocedido por lo menos 10 años en relación al objetivo de un crecimiento con más equidad.
Ya se reconoce universalmente que Chile está entre las naciones del mundo que peor ha encarado la Covid-19, si se considera el número de muertos en relación al tamaño de nuestra población. Seguramente lo que calculan estos potenciales candidatos es que el descrédito solo afectará a La Moneda y a quien ha llegado a ser el gobernante de menor apoyo popular en el Continente. Un multimillonario megalómano, acosado por las denuncias de enriquecimiento ilícito y que debiera agradecerle solo a la crisis sanitaria mantenerse en La Moneda. Forzado, en su orfandad política, a sumar como colaboradores a un ministro del Interior y a un Canciller de vínculos tortuosos con los grandes violadores de los Derechos Humanos durante la Dictadura.
De prolongarse tal insolvencia política y frustración popular, llegaremos a un escenario de serias confrontaciones y, por qué descartarlo, sumirnos en una nueva y trágica guerra civil. Es cuestión de percibir lo que sucede en la Araucanía y revisar el recuento cotidiano de la radicalidad que ha adquirido el conflicto mapuche, una nación abusada más de cinco siglos por el colonialismo español y chileno y, ahora, verdaderamente acosado por la negligencia y el terrorismo de estado. Sin exageración, se puede asegurar que estamos a un tris de que este conflicto y que otros se extiendan por todo el territorio.
Sin duda, el país está otra vez encima de un polvorín a causa de los abusos de las autoridades, la codicia empresarial y la cada vez más extensa discriminación y marginalidad social. La chispa que encienda una nueva confrontación fratricida perfectamente puede ser el intento que algunos ya expresan de desoír u obstaculizar la voluntad soberana. Tal como ha ocurrido en tantos y luctuosos acontecimientos de un Chile siempre más autoritario que democrático. Si contamos, entre tantos bochornosos ejemplos, la revolución de 1891, las reiteradas masacres a trabajadores y estudiantes, la llamada Pacificación de la Araucanía, el bombardeo a La Moneda y la forma en estos últimos años en que la clase política se ha corrompido y dado la espalda a la sociedad civil.
Qué duda cabe que la apatía electoral representa el desencanto del pueblo sobre el sistema que nos rige. Lo que ya no asegura que las autoridades puedan mantenerse en sus cargos sin contratiempos. Desde la Explosión Social el país entendió el valor y la fuerza del derecho a la rebelión. Así como comprobó las flaquezas de las “fuerzas del orden” cuando son las multitudes las que se levantan con resolución.
Quisiéramos que el país pueda salvarse de un nuevo vendaval político y social pero, cuando me lo consultan, creo honesto responder que éste se está haciendo inminente. Sobre todo por la profundización de las inequidades, como la descomposición ética de los gobernantes.
–El autor, Juan Pablo Cárdenas Squella es periodista y académico chileno. Fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo de Chile en 2005.
*Fuente: SurySur
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