Los costos de la transición han sido demasiado elevados. La rebeldía popular ha puesto de manifiesto que el sistema económico y su Estado subsidiario, cobijados por la Constitución de 1980, son incapaces de responder a las demandas ciudadanas. La conciencia ha crecido suficientemente para comprender que la notable acumulación de riqueza en el 1% más rico, junto a las manifiestas desigualdades, abusos y corrupción son fenómenos estructurales.
Es extraño que una dictadura escriba una Constitución y que luego se convierta en el instrumento para transitar hacia la democracia. Es lo que sucedió en Chile. La oposición a Pinochet negoció la aceptación de la Constitución de 1980 y ello condicionó todo el proceso político y económico de la transición. Proceso que hoy es rechazado radicalmente por la ciudadanía, la que además cuestiona implacablemente a toda la clase política.
¿Era inevitable una negociación que aceptara la Constitución del 80? Creo que no. Fue un error que condujo a una transición que sólo permitió una “democracia semi soberana”, como la califica Carlos Huneeus.
En los años ochenta, el fortalecimiento de la movilización social contra la dictadura era vigorosa y el desprestigio internacional de Pinochet hacía insostenible su permanencia. Se abrieron condiciones para el término de la dictadura y, cerrado el camino de la insurrección, la negociación entre demócratas y pinochetistas resultaba inevitable. Y así fue. Pero, una cosa era la negociación y algo distinto aceptar la Constitución de 1980, con los senadores designados, Pinochet como comandante en jefe del ejército y la subordinación al modelo económico social que se había impuesto bajo la dictadura.
Es que una Constitución no es cualquiera cosa. Es la norma que establece las reglas del juego que rigen la sociedad, con el pueblo como poder constituyente. Por tanto, una Constitución debe ser el resultado de un consenso político alcanzado por toda la sociedad. Y la Constitución de 1980 era inaceptable. Redactada por amigos de la dictadura y luego aprobada en un plebiscito oscuro, las reglas del juego que definió no representan a la sociedad y solo benefician a un determinado sector de ella. Entre otras cosas, protege al extremo el derecho de propiedad y, en cambio, no reconoce como derechos sociales la vivienda o el agua y permite el lucro privado en la educación, salud y seguridad social.
Por ello fue una equivocación que la Concertación aceptara las “reglas de juego” establecidas en dictadura y que, en los hechos, concediera a Jaime Guzmán su sibilino argumento: “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría.”
Así las cosas, la Constitución de 1980 ha impedido una efectiva representación política de la ciudadanía, cerró las puertas a la recuperación de los derechos sociales, consolidó un modelo productivo rentista, amplió los abusos del capital financiero, favoreció la depredación monopólica y mantuvo intocado el poder pinochetista en las fuerzas armadas y Carabineros.
Tuvo que venir una nueva generación, la que nació con las luchas estudiantiles, para que se cuestionara parcialmente el orden existente. Pero, sobre todo, tuvo que llegar la rebelión ciudadana del 18 de octubre para que se impusiera un rechazo completo a los treinta años de transición, y a la clase política.
Se hace necesaria entonces una autocrítica sobre la aceptación de la Constitución del 80 para transitar hacia la democracia, por las siguientes razones. Primero, la oposición podría haber perseverado en las jornadas nacionales de Protesta, para acumular mayor fuerza contra Pinochet; segundo, la Alianza Democrática y del MDP no debieran haber renunciado a sus reivindicaciones fundamentales: el rechazo a la legitimidad y contenido de la Constitución de 1980, y gobierno provisional sin Pinochet; tercero, la oposición debió haber entendido que la situación internacional (incluida la política norteamericana) era favorable al término de la dictadura, sin condiciones.
Evitar la Constitución del 80 y la presencia de Pinochet en la transición eran posibles. Es probable que la instalación de una democracia efectiva (ya no semi soberana) durara algunos meses más, pero el sostenimiento de la dictadura se hacía imposible en los años noventa.
Los costos de la transición han sido demasiado elevados. La rebeldía popular ha puesto de manifiesto que el sistema económico y su Estado subsidiario, cobijados por la Constitución de 1980, son incapaces de responder a las demandas ciudadanas. La conciencia ha crecido suficientemente para comprender que la notable acumulación de riqueza en el 1% más rico, junto a las manifiestas desigualdades, abusos y corrupción son fenómenos estructurales.
En consecuencia, una nueva Constitución es la condición política necesaria para recuperar la “igualdad de libertades”, avanzar hacia la construcción de una sociedad con “igualdad de oportunidades” y recuperar una economía que termine con el enriquecimiento de unos pocos. El Sí a una nueva Constitución resulta indispensable.
–El autor, Roberto Pizarro H., es Economista
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