Chile y el colapso neoliberal: cuando los ciudadanos perdieron el temor y desafían el toque de queda
por Paul Walder (Chile)
3 años atrás 5 min lectura
El ritmo de incidentes se suceden de forma acelerada. Primero en Santiago, con escolares que evaden de forma masiva el pago del Metro, seguido por barricadas, enfrentamientos con carabineros en el centro de la ciudad para dar paso el viernes 18 a una noche de fuego. Cientos de establecimientos comerciales incendiados, millares de barricadas, saqueos a supermercados que se extienden a toda la ciudad, con énfasis en los barrios más alejados y empobrecidos y caceroleos masivos por todos los sectores de la ciudad. Durante la madrugada, el gobierno de Sebastián Piñera decreta el estado de emergencia y le entrega el manejo del orden público a un general de Ejército.
El sábado por la mañana es continuidad amplificada. En plazas, esquinas, estaciones de Metro de Santiago grupos de vecinos golpean sus cacerolas, millares de automovilistas hacen sonar sus bocinas y hacia la tarde piquetes de jóvenes arman barricadas incendiarias para interrumpir el tránsito. Pese al despliegue de la policía y de los 500 soldados la ciudadanía sigue con sus protestas de forma masiva. A esas horas lo que había comenzado en Santiago se extiende a otras ciudades del país. Desde Concepción a Valparaíso y desde Arica a Punta Arenas. La tarifa del Metro de Santiago había sido solo la chispa.
Piñera, después de muchas horas desaparecido (una foto recorrió las redes sociales que lo mostraba en una pizzería del barrio alto mientras la ciudad ardía) dijo que revocaría el alza de 30 pesos en el ferrocarril metropolitano. Pero lo anunció demasiado tarde, cuando las protestas ya estaban no solo desbocadas sino el fuego en plena expansión. A esa hora y con más intensidad horas más tarde ardían centenares de estaciones del Metro, vehículos, sucursales de bancos, supermercados, farmacias de cadenas, gasolineras, plazas de peajes, delegaciones de ministerios y alcaldías. Todo aquello que representa el poder político y, en especial, el económico. Porque el estallido social, que es político, tiene su origen en el control económico.
La masividad de las protestas han llevado al caos y al saqueo. Y ante ello, nuevamente la respuesta del gobierno ha sido el control con el decreto del toque de queda en Santiago desde las 22:00 a las 7:00 que posteriormente se replica en Valparaíso. Pese al aumento de la dotación militar en las calles y a la prohibición de circular, la población permanece en las calles hasta la madrugada. Una desobediencia que expresa también un enfrentamiento, un repudio, contra un ejército hasta el día de hoy identificado con las violaciones de los derechos humanos.
La actuación del gobierno ha sido tardía e inútil. De partida, Piñera ha demostrado que no sabe en qué país vive. Hace pocos días hablaba, sin humor ni ironía, sino tal vez por el cinismo propio de su clase o por sincera ingenuidad, que Chile era un “oasis” en Latinoamérica. Ayer la portavoz del gobierno declaraba que el gobierno estaba preocupado por la celebración de la cumbre del Apec en noviembre y la COP25 en diciembre en tanto reafirmaba el “liderazgo” del presidente e insistía que el país debe volver a la normalidad a la brevedad.
Pero es por aquella comprensión de la “normalidad” que los chilenos se han levantado. De una normalidad basada en un orden que ha entregado la vida cotidiana, el presente y futuro de generaciones a las grandes corporaciones y su lucro desmedido. Es el alza del transporte público, pero es también la educación con fines de lucro, la salud como negocio, los bajos salarios y las extenuantes horas laborales, las deudas masivas e imposibles, las pensiones de miseria, la corrupción política, las injusticias evidentes expresadas en las diferencias sociales, los robos millonarios realizados por oficiales de carabineros y las fuerzas armadas. Es la exclusión social y económica, la educación deteriorada, el consumo como único horizonte y sentido de vida. Ante todo ello, las protestas son en contra de esta maldita “normalidad” impuesta por las elites. Ante este glosario de miserias la pregunta es por qué esta explosión se tardó tantos años.
Chile es un país que ha sido construido para la fruición de los grandes capitales. Con una legislación realizada por políticos corruptos comprados por las grandes corporaciones, las enormes ganancias han sido por décadas a costa de la explotación de los ciudadanos, como trabajadores y consumidores, del mismo modo como se explotan los recursos naturales.
Piñera no es el único responsable. Tal vez a la brevedad tendrá que responder con su cargo, pero esta evaluación política es muy prematura aun cuando probable. Los responsables son todos, absolutamente todos los gobiernos y políticos que han gobernado Chile desde la dictadura. Desde la “justicia (a los violadores de derechos humanos) en la medida de los posible” de Patricio Aylwin, a Ricardo Lagos, con la entrega final de todos los servicios públicos a la codicia de los grandes inversionistas.
Esta clase política está hoy en pleno silencio. Y es mejor que siga en silencio. Porque es la que hace solo una semana aprobaba una reforma tributaria para beneficiar a los más ricos, control preventivo de identidad a menores de edad o una reforma a las pensiones de las AFP gatopardista.
El gobierno de Piñera insiste en la normalidad en tanto apoya la mantención del régimen que tantos beneficios les ha dado a las corporaciones y tanto dolor a los chilenos. Hasta el momento no quiere escuchar o es incapaz de comprender que esto es una rebelión que expresa el colapso neoliberal, es un choque de grandes proporciones, que no acepta reformas, postergaciones ni modificaciones tramposas. Chile ha despertado.
Este es el clamor por el fin.
PAUL WALDER
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