La última batalla de Ana González
por Richard Sandoval (Chile)
6 años atrás 15 min lectura
ADELANTO EXCLUSIVO DEL LIBRO «TIEMPOS PEORES» DEL PERIODISTA RICHARD SANDOVAL
26.10.2018
Ana González no le tenía miedo a la muerte. “Tengo cuarenta mil hueás en qué pensar y voy a andar pensando en la muerte”, le confesó entre risas al periodista Richard Sandoval a principios de 2018. Esta crónica que reproduce CIPER a raíz del deceso de la emblemática dirigenta de los derechos humanos, forma parte del libro “Tiempos preores”, que Sandoval estrena en librerías la última semana de octubre. Ana González, fundadora de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, habla sobre la felicidad que le fue tan esquiva pero que supo encontrar en lo cotidiano, cuenta cómo le gustaría que la recuerden y confidencia pasajes de las memorias que escribía antes de su partida.
Cuando Ana regresaba a casa por las noches, luego de recorrer calles, hospitales y comisarías en busca de su esposo Manuel, y sus dos hijos, Manuel Guillermo y Luis Emilio, además de su nuera embarazada, Nalvia, se acostaba a descansar en su cama, exhausta, pensando en los lugares que visitaría al día siguiente. Estaba en eso cuando de pronto un sonido metálico le aceleraba el corazón. Era la manilla de la puerta principal de la casa que algún visitante intentaba abrir. La respuesta del cuerpo de Ana era automática: la ansiedad, la esperanza de que se tratara de la llegada de algunos de sus desaparecidos la traicionaba cada vez que los fierros se frotaban. Hasta que un día no lo soportó más y le puso un candado. Desde entonces, no se ingresa más por la puerta principal a la casa asentada a pasos de Santa Rosa con Sebastopol, en San Joaquín.
Desde entonces, y hasta hoy, un sábado de enero de 2018, los que quieran ver a Ana deben llamar por el portón de corredera, donde te recibe Paty, una de las hijas que quedó. En la puerta cancelada, resiste estoico el mismo candado instalado hace décadas. Está oxidado. Y en el dormitorio, donde espera Ana, resisten también los rostros de Manuel, Manuel Guillermo, Luis Emilio y Nalvia. Están estampados en una foto en blanco y negro, la única existente donde posa toda la familia. En un montaje, debajo de la copia original, mandaron a poner una instantánea actual, en la que los rostros de quienes ya no están son reemplazados por cartones acompañados por la pregunta “¿Dónde están?”.
Han pasado cuarenta y dos años, y Ana aún no sabe dónde está su gente, esa gente, su gente, secuestrada, torturada y asesinada por la dictadura militar. Las manos de Ana lucen impecables. Las uñas, largas y cuidadas, teñidas de un rojo brillante y fuerte, solo intentan ser opacadas por un anillo de piedra negra, gigante, puesto en su mano derecha. De vez en cuando lo acaricia. De pronto, Ana se pone otro anillo en la misma mano. Se trata de una máscara de La Tirana hecha de piezas de joyas. Dorado y plateado se disputan el protagonismo sobre unas manos llenas de arrugas, con marcadas y finas venas. Son las mismas manos con que viene preparando desde hace años su última batalla, la de dejar testimonio de su vida, la de no quedar en silencio después de la muerte. Son las manos con que Ana escribió sus memorias, el libro que ahora busca publicar para no extinguirse en el olvido.
“Este libro debería llamarse Resistiré, que ha sido la constante de mi vida y de tantas otras. Este viaje a la memoria no será fácil, espero no morir en el intento”, lee Ana en el prólogo de su obra, esa donde cuenta del día en que conoció a Salvador Allende, “el pije”, a quien para probarlo lo llevaron a recorrer la miseria del zanjón de la Aguada, con su sol y con su barro.
Es la obra donde cuenta de la angustia que sufrió su nieto, un pequeñito de dos años secuestrado junto a su madre y su padre, y luego arrojado solo a la calle, hasta que lo encontraron llorando en el trauma de haber visto cómo se llevaron a sus padres para jamás volverlos a ver. La obra donde cuenta de las primeras marchas y protestas en dictadura, de los encadenamientos en el antiguo Congreso Nacional y la huelga de hambre en la Cepal para que por lo menos les dieran una pista de dónde tenían los cuerpos de sus hombres y mujeres. La obra donde narra de sus viajes constantes de denuncia, viajes con el rostro altivo y sonriente, con los mismos ojos vivaces con que conoció la oficina salitrera que la vio nacer, mismos ojos con que hizo sus primeras travesuras en su Tocopilla querido, con su hermana mayor, robando zapatos de taco alto a sus vecinas para probarlos y luego devolverlos. Los mismos ojos con que firme miró a cada compañero y compañera que conoció en los barrios de la zona sur de Santiago, en el casino de Emos donde preparaba almuerzos y desayunos, su empleo de tanto tiempo. Los mismos ojos que vieron surgir los cimientos, la gloria y la tragedia de la Unidad Popular y el sangriento pinochetismo. Los mismos ojos que jamás dejaron de ser profundamente comunistas.
Es la obra en la que cuenta de su visita, junto a Gabriela Bravo y Ulda Ortiz, a la Unesco, en Paris, y a las Naciones Unidas, donde denunciaron a Pinochet y sus secuaces tras el incumplimiento del tirano de su “palabra de militar”, la que les había comprometido para dar supuestos antecedentes de los desaparecidos. Es la obra en la que narra los detalles de su regreso a Santiago, la expulsión del país que sufrieron en el aeropuerto de Pudahuel, el destierro a Buenos Aires y luego a Estados Unidos; un ir y venir que la tuvo junto a sus compañeras de lucha cuatro meses en el extranjero, recibiendo solidaridad de autoridades de todo el mundo, en países donde no querían estar, porque el exilio no lo podían aceptar, porque su lugar estaba aquí, en Chile, en el derrotero de la áspera disputa, en la inagotable búsqueda que se hace sin pistas, en la oscuridad de una patria apuñalada que gritaba por verdad, libertad y justicia.
Es la obra en la que se reencuentra con la muerte de su hija mayor, Ana María, en plena democracia, cuya partida también Ana la siente como un arrebato de la tiranía. Ana María, quien se descompuso luego de dar un grito desgarrado en la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias, al escuchar -cuando les dieron el resultado de las mesas de diálogo- que “Luis Emilio fue lanzado al mar en la costa del litoral central”. “Cómo estos criminales pudieron hacerle eso a mi hermano”, bramó Ana María, espantada, acribillada en la sensibilidad más humana por una verdad que tantos años esperó, una verdad que la terminó llevando a la tumba, atacada por un cáncer de hígado y páncreas. Una verdad tan letal que hace que hoy Ana, la madre, cuente también a su primera hija como una víctima más del terrorismo de Estado.
“Puta que sentí temor de morir en el intento, pero a medida que fui avanzando me di cuenta que me quedaba hilo para rato, y que el relato le daba vida a mi esposo, a mis hijos y a Nalvia”, lee en su cama Ana ya más relajada, adelantando el epílogo de su testimonio entre las decenas de regalos que decoran un hogar que más que casa parece un museo de la memoria, un centro del recuerdo de vidas colmadas de lucha.
Por un lado, las fotografías de Ana con Sinead O’Connor, Serrat, Sting y el resto de estrellas mundiales que vinieron al concierto de Amnistía internacional, en 1990. Por otro, mujeres solas, ancladas al piso con la vista baja junto a un pañuelo blanco. Son las imágenes de las primeras cuecas solas, esos pies bailados con nada más que recuerdos en el frío.
“Cómo hemos envejecido, mi viejo, le digo, pero vuelvo a la cruda realidad: estoy contemplando su fotografía en una pancarta. Solo yo he envejecido”, reflexiona con la voz pausada una mujer que cada cierto tiempo cae al hospital. Son noventa y tres años de puro combate, con carabineros, con guanacos, con incertidumbre y con los nervios. Son noventa y tres años en que acumula incontables homenajes, de los que se entregan en La Moneda, pero también de los que se conquistan en la calle, como esas joyas que le envía cada vez que tiene mercadería nueva una muchacha de la feria libre de la cuadra; como la foto que conserva con un niño de diez años que viajó desde Punta Arenas para conocerla y abrazarla. Ese viaje aquel niño lo pidió como regalo de Navidad. Al ver a su ídola, el joven patagón demostró saber de memoria cada paso de la vida de su admirada abuela.
“A ese niño todos deberían conocerlo, es lindo, es emocionante que un niño sea así”, dice ella, la Ana de carne, de hueso, acompañada en su dormitorio por otras diez Anas trabajadas en bordado, Anas de trapo confeccionadas por niñas, Anas de óleo engalanadas en un cuadro, Anas que en el talento de otros ya se volvieron inmortales.
Ana González no le tiene miedo a la muerte. “Tengo cuarenta mil hueás en qué pensar y voy a andar pensando en la muerte”, dice jocosa antes de ponerse seria y contar cómo le gustaría que este país, el que le dio las mayores alegrías y las mayores tragedias, la recuerde. “Como una mujer que amó mucho a su pueblo, a su patria, y que por eso cuando vino la dictadura trabajó oculta y libre, siempre pensando en la lucha que con otras organizaciones dábamos para terminar con la tiranía”.
Con el borrador de su libro en la mano, Ana no concibe una vida sin disputa, más que mal es comunista, y desde el lugar que le permiten los años y el efecto del paso del tiempo consigna que “mi lucha actual sigue siendo la misma, pero adecuándome a los tiempos que vivimos, y siempre tratando de que mi pueblo sea feliz alguna vez”.
Es “felicidad” quizá la palabra que más se repite a la hora de conversar con esta señora de pelo blanco, ojos tiernos y severos, y carácter fuerte. La felicidad de los niños y la felicidad de su pueblo. La felicidad que le ha sido tan esquiva, pero que jamás ha dejado de encontrar, en lo más simple, en lo más precario.
Hay sonrisas y un millón de anécdotas, como la vez que un cura le puso la banda de “reina guachaca alternativa”, y ante la dificultad del sacerdote para cumplir su cometido, la pícara Ana le dijo a todo chancho que “así no se pone, padre”, desatando las risotadas de medio mundo.
Hay sonrisas y hay esperanzas, porque “este es un pueblo extraordinario, uno de los más humanos, que más siente el dolor de otros. Me gusta todo de Chile, menos los que trabajan para hacer que la gente sea infeliz”. Y cuánto sabe Ana de pueblo generoso, de músicos que se vuelcan en masa para recordarle cada 26 de julio que no está sola en sus cumpleaños, como Illapu, o como Ana Tijoux, que hace poquito vino a verla a la casa con un show íntimo protagonizado por la canción “Sacar la voz”.
“Sacar la voz” también podría ser el título de la vida de Ana González, una mujer que no elude hablar de perdón, de misericordia hacia quienes quisieron matarla en vida. “Yo todavía lo estoy pensando y lo seguiré pensando. Tanto crimen, tanta violencia, tanto daño a la familia, al pueblo de Chile, a los jóvenes, a los niños, eso no lo perdono, a no ser que reconozcan que lo que hicieron fue muy criminal, y eso no ha pasado como debiera haber sido”.
Pase o no pase, ahora o en el momento en que lo determine la historia, “la gente tiene que seguir organizándose”, exige Ana, quizá como su último llamado a un pueblo que la tendrá por siempre en su memoria.
“Confiadamente seguiré viviendo, soñando, esperando el día inexorable del despertar del pueblo”, escribe Ana González de Recabarren, hoy escritora, la de ayer, la de mañana, la de todas las batallas.
***
El 24 de junio de 2018 encuentra a Ana González en su cama, como ha sido la tónica de los últimos años de su vida. Están sus fotos, los homenajes, las condecoraciones, el borrador de sus memorias. En televisión, el presidente Piñera explica por qué le dio el indulto a René Cardemil, condenado a diez años y un día por el asesinato de seis militantes de izquierda en octubre del 1973. “Razones humanitarias”, adujo el mandatario para justificar el perdón al militar retirado, quien se convirtió en el primer criminal de Punta Peuco en recibir el beneficio en la historia democrática de Chile. Pero Cardemil, quien murió justo antes de salir indultado del penal, quien meses antes declaró que “estos salvajes de la UP nunca nos van a ganar”, seguramente no será el primero. “Da la sensación que el gobierno está de parte de los victimarios”, dijo al reaccionar a la noticia el diputado Tucapel Jiménez, hijo de un sindicalista ultimado por los gallardos soldados. Son los valientes hombres que jamás han pedido perdón con real arrepentimiento y efectiva colaboración, los audaces patriotas que seguirán presos en la cárcel que la democracia les construyó especialmente para que estuvieran tranquilos, lejos de los reos “comunes”; una cárcel que Bachelet quiso cerrar recién en el último día de su mandato, con la negativa insólita de su ministro de Justicia; una cárcel que la administración actual está lejos de intentar modificar.
Es la cárcel donde también cumplen condena los verdugos de la familia de Ana.
Pedro Espinoza Bravo y Carlos López Tapia son los primeros que se le vienen a la cabeza a Paty, la hija que le queda a Anita, cuando piensa en los asesinos de su familia que viven en una cárcel VIP, un penal con privilegiada atención de salud, con cancha de tenis, bergeres de ecocuero, patios alfombrados con pasto y plasmas de cuarenta y dos pulgadas. Espinoza y López, quienes reciben pensiones mensuales de un millón ochocientos mil y dos millones trescientos mil pesos, respectivamente, fueron condenados a veinte años por dieciséis secuestros y desapariciones, entre los que se encuentran Manuel padre, Manuel hijo, Luis Emilio y Nalvia. Según la información que pudo obtener la justicia en su investigación, los secuestrados -antes de ser lanzados al mar desde un helicóptero, amarrados a un riel, y hechos desaparecer- eran ultimados a palos, con inyecciones de cianuro, en sesiones de tortura e incluso con gas sarín.
“Queda claro que aquí hay presos de primera categoría, en un país en el que siguen habiendo privilegios para los genocidas”, se escucha en la casa de Ana y Paty, la misma casa que se ha convertido en testigo de la impunidad que no se detiene, una impunidad que, al contrario, hoy se refuerza; la misma casa que observó impávida los secuestros de sus residentes; y la misma casa que se pone tan hermosa y contenta cuando llegan las visitas que, por el bien que hacen a Anita, tanto se agradecen.
El paso de los meses no dejará de golpear a Ana y a los miles de familiares de víctimas de la dictadura. A la libertad condicional a la que accedieron seis presos de Punta Peuco, en decisiones inéditas por parte de la segunda sala de la Corte Suprema, se suma el nombramiento de un nuevo ministro de Cultura: Mauricio Rojas. El flamante secretario de Estado ha generado una intensa campaña en su contra tras hacerse públicos sus juicios al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. “Más que un museo se trata de un montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es impactar al espectador, dejarlo atónito, impedirle razonar”, dijo Rojas hace algunos años, provocando que a tres días de su nombramiento haya tenido que presentar su renuncia.
Su salida, sin embargo, no impidió que cerca de veinte mil personas llegaran el miércoles 15 de agosto hasta la explanada del museo para participar del acto “Volver a pasar por el corazón”, con el objetivo de repudiar el negacionismo de los crímenes del régimen militar surgido desde el gobierno. Ese día, entre el público, Ana González levantó el corazón rojo impreso en un cartón que repartió la organización.
“Cómo pueden desmentir que no es verdad, lo que quieren hacer es cerrar los casos, diciendo que en Chile no se violan los derechos humanos, pero sí se violan, todos los días. Algunos los vemos y otros no los quieren ver”, diría Ana para este libro.
*Fuente: CiperChile
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