25 julio, 2017
Los candidatos presidenciales deberían colocar en sus agendas temas de verdad. Si ganan y dirigen el Estado, deberían comprar una parte de las acciones de empresas estratégicas –como Enel– para incidir en sus decisiones de inversión; pero, por sobre todo, para permitir que el Estado cuente con información de primera mano sobre sus deficiencias, que posibilite subsanarlas a tiempo. Además de cambiar el actual marco regulatorio, para impedir, durante por lo menos cinco años, el paso de agentes públicos reguladores a cargos en las compañías que debían regular.
El viernes 24 de febrero de 2015 publiqué en este medio una columna, con información sobre lo que ocurriría con la polémica compra de CGE por parte de la española Gas Fenosa.
La compañía ibérica, cuya concesión acaba de ser liquidada por un gobierno colombiano que de revolucionario no tiene nada, había comenzado a hacer en Chile lo que Enel, y otras filiales de empresas extranjeras del rubro, hacen habitualmente: cerrar filiales de comunas pequeñas, despedir a funcionarios y tercerizar servicios. Pero lo más característico en su actuar es lo conocido con el eufemismo “captura del ente regulador”.
En los hechos, esta práctica impide que existan regulaciones en serio, pues quienes deben fiscalizar, apenas concluyen su función pública, comienzan a trabajar para la entidad que debían regular. Es por eso que las eléctricas, telefónicas y otras empresas de servicio masivo están llenas de ex ministros, subsecretarios, políticos (como ocurre en Enel) y directores de agencias estatales.
Estas empresas no invierten ni reinvierten capital, sino que, con una concepción de capitalismo pirata, tratan de obtener máximas rentabilidades –que ya son altas porque sus tarifas por trasmisión, distribución y generación están garantizadas por ley– abaratando costos: tercerizan hasta en un 90% sus funcionarios y, si a ello sumamos que en estos servicios externalizados no hay profesionales ni técnicos con la experticia necesaria para cumplir labores complejas, tenemos el cóctel perfecto que gatilló la crisis que generó Enel.
Ese abaratamiento de costos, debido a decisiones que se toman en España, Italia o Inglaterra, más la cooptación del ente regulador, hizo que CGE, primero, no cumpliera con las medidas necesarias que hubiesen evitado la proliferación de los incendios en verano o que Enel, ahora, llevase más un año sin podar. Ello, más el hecho de que esta vez la tragedia afectó al barrio alto, hizo que el caso tuviera una connotación pública distinta a lo que hubiera pasado si los afectados fueran de comunas populares.
Rebobinando: otra vez la transición
Gobierna Frei, cuyo eslogan de campaña es “Para los nuevos tiempos”. Estamos a mediados de los años 90 y, según el propio Camilo Escalona –Una transición de dos caras–, dicha administración, apenas a seis meses de iniciado el mandato, cambia el eje de las prioridades desde los temas de la transición –políticos y de derechos– a los de la Modernización y se inicia la temporada de liquidación y privatización de las empresas del Estado que la dictadura no alcanzó a vender. Es la época en que algunos parlamentarios y ministros socialistas se transforman en los principales promotores de la iniciativa.
Así ocurre con Óscar Landerretche padre, ministro que, ante el cuestionamiento del sentido del proceso por parte de un alto dirigente partidario, afirmó que “se debía hacer por eficiencia”, ante lo cual recibió la dura respuesta del líder partidario: “Esto no es un tema de eficiencia, todos sabemos cómo operan las empresas privadas (abaratando costos). Esto es un tema de poder, pues estas empresas son estratégicas para el Estado, porque millones de chilenos dependen de sus servicios”.
Los argumentos en contra no pesaron y Escalona, finalmente, le dio luz verde al proceso que acabó tiempo después, con Piñera, con casi todas las compañías sanitarias vendidas o en concesión y con la captura del ente regulador por parte de las firmas que debían ser reguladas.
La anormalidad de ese proceso queda graficada en el hecho de que no fueron pocos los ministros y subsecretarios de Frei Ruiz-Tagle que terminaron trabajando para empresas que debían regular: Felipe Sandoval, el ex chascón que fue ministro de Corfo y coordinador, durante el Gobierno de Lagos, de “la mesa del salmón” y que ahora es “el rey del salmón”, como presidente de “SalmónChile”; Guillermo Pickering, según Mariano Rendón, “el niño símbolo de la puerta giratoria” de lo público a lo privado, presidente hoy de Aguas Andinas, ex Emos, empresa privatizada con Frei; José Joaquín Brunner, “experto en educación”; Claudio Hohmann, Jorge Rodríguez Grossi o el mismísimo Jorge Rosenblut, que continua en el ojo del huracán por el financiamiento ilegal de la campaña de la actual Mandataria.
En ese sentido, el Gobierno de Frei fue una verdadera universidad para aprender sobre la puerta giratoria que iba de lo público a lo privado y viceversa y te permitía, literalmente, “hacerte la América”.
Dicho proceso no se acabó con Lagos ni Bachelet, ni menos con Sebastián Piñera, donde “la captura del ente regulador” fue absoluta y se hizo más notoria que nunca, como lo evidenció el ministro Pablo Longueira, el mismo que antes de ingresar al gabinete acusaba a Piñera de no tener relato y terminó él mismo construyéndole uno que pasará a la posteridad: el Gobierno con más imputados en la historia de Chile.
Longueira: del Gobierno sin relato a la administración con más imputados en la historia
Con la Concertación, uno sospechaba que algo extraño había en los ministros, subsecretarios y miembros de la coalición oficialista, que apenas terminaba la administración pasaban inmediatamente a ocupar un alto cargo ejecutivo en algunas de las empresas que, como miembros del Ejecutivo, debieron haber regulado.
No había evidencia concreta en el vínculo, pero este se reforzaba con legislaciones que perjudicaban a millones de chilenos: las ganancias aseguradas en lo cobros tarifarios de las eléctricas, los cargos fijos y otras asignaciones en las boletas de agua potable o los costos astronómicos de los minutos en telefonía móvil e internet –además de mala calidad– en las empresas del rubro, constituían un aliciente que fortalecía nuestras sospechas.
Pero una cosa eran las sospechas y otra muy distinta era saber, por ejemplo, cómo Penta le pagaba un sueldo mensual al subsecretario de Minería Pablo Wagner por favores concedidos, o cómo el general Contesse instruía al coronel Longueira sobre la normativa para favorecer a SQM, o cómo las pesqueras instruían, sobre la normativa a aprobar, al secretario de Estado de Piñera.
Fue así como nos familiarizamos con el concepto “conflicto de interés”. Y eso que solo alcanzamos a conocer la punta del iceberg que hoy tiene como protagonista a Herman Chadwick, primo del candidato presidencial, hermano del ex ministro del interior de Piñera, presidente del directorio de la italiana y, también, con un posdoctorado en la puerta giratoria durante la transición.
¿Y dónde está el Estado?
No son pocos los que creen que el proceso de privatización de estas empresas es irreversible –aun cuando Luksic ya puso en entredicho la gestión privada de la energía eléctrica– y que, por lo tanto, cualquier sueño estatista huele a naftalina.
En este caso, quedan tres caminos posibles: el primero, cruzarse de brazos, embrutecerse con más fútbol, matinales y planes de seguridad estilo Providencia-Las Condes, hasta alienarse; el segundo, tomarse el tema en serio y pedirles a los candidatos presidenciales que, de una vez por todas, coloquen en sus agendas los temas de verdad, aunque Michelle Bachelet, por hacerlo, haya terminado en lo que terminó; y tercero, que el Estado compre una parte de las acciones de dichas empresas –Alberto Mayol ya lo había propuesto en su programa– para incidir en las decisiones de inversión de las mismas, pero, por sobre todo, para permitir que el Estado cuente, siendo parte del directorio, con información de primera mano sobre sus carencias y deficiencias, que posibilite subsanarlas a tiempo.
En esa misma línea habría que cambiar el actual marco regulatorio básicamente en dos puntos clave: transitar hacia un modelo de utilidades máximas, donde si la empresa sobrepasa ese techo, esté obligada a reinvertir y repartir los excedentes entre sus consumidores, y cerrar la puerta giratoria, durante por lo menos cinco años, para que los agentes públicos reguladores no pasen a cargos en las compañías que debían regular.
Así, sin estatizar ni armar revolución alguna, Chile habrá dejado atrás otro deplorable lastre de nuestra transición: la puerta giratoria público-privada, cuya manifestación ha sido la captura del regulador.
*Fuente: El Mostrador
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