El vulgo cuenta una patraña: que el rey don Alonso el Sabio, teniendo cortes en Burgos, dixo a los procuradores: Dadme gente, o ál que vala; y de alli se llamó alcavala el socorro de dinero que le dieron. Pues, viniendo su etimología, como los tesoreros o arrendadores de aquel tiempo, que cogían el tal tributo, fuessen judios, pusiéronle el nombre según su propio lenguaje e idioma hebreo, y llamáronle alcavala, del verbo caval, que vale tanto como recibir.
(Según Antonio Cea Gutiérrez, en su libro «El cultivo del lino y los telares en la Sierra de Francia (Salamanca)», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XXXVII (1982), pág. 193.)
Un texto de Edmundo Moure – Tenedor de Libros – Abril 2017
Eso es, entre nosotros, el Servicio de Impuestos Internos, entidad creada para fiscalizar y sancionar a los contribuyentes, sea como “personas naturales” o entidades (empresas) que ejerzan diversas actividades regladas por el Código de Comercio y sus innumerables disposiciones y normas. Según definición oficial: “Al Servicio le corresponde interpretar administrativamente las disposiciones tributarias, fijar normas, impartir instrucciones y dictar órdenes para la aplicación y fiscalización de los impuestos”.
Todo claro hasta aquí. Entonces, ¿por qué me atrevo a denominarlo inquisidor?
Porque, a lo largo de cuarenta y cinco años de ejercicio de mi profesión de “contador general”, según reza el título algo rimbombante de esta carrera (lo de “general” casi me duele), he podido apreciar cómo se exacerba, paulatinamente, el celo de estos virtuales “ministros de fe” en contra de los pequeños y medianos contribuyentes, cuya representación legal asumimos los contadores para enfrentar los engorrosos procesos de fiscalización, que no se remiten a la vigilancia en el cumplimiento de la obligación de tributar, sino que abarcan también la supervisión de todos los sistemas contables y la forma de elaborar y asentar comprobantes y estructurar libros numéricos, en el juego ajedrecístico de la partida doble, inventada por los fenicios, antes de Cristo, cuando no teníamos con nosotros a este paradojal SII, que es en verdad un permanente NOO.
Y, por supuesto, contrasta el referido celo funcionario de “manu militari” con los pequeños peces del largo y estrecho acuario nacional, con la aquiescencia de rasgos serviles y repetidas sumisiones, frente a los grandes peces que pululan en el vasto océano de las corporaciones de retail, manufactureras, productoras, cadenas farmacéuticas, sanitarias, empresas de gas y electricidad, tiendas multinacionales, financieras y bancarias, tiburones que devoran a diario a los diminutos peces, mientras el SII les condona, no sólo multas e intereses, sino los mismísimos impuestos que debiesen haber integrado a las arcas de la nación, al Fisco que tiene que financiar tanto servicio público (incluyendo a los propios funcionarios del SII), a ese Estado que suelen repudiar los dueños del poder económico, pero al que echan mano cada vez que sus negocios tambalean, sea producto de su propia ineficacia o de esa codicia sin tasa que les lleva a la desaforada especulación.
Quizá nuestro país sea uno de los más clasistas y discriminatorios del orbe. De ello nace una psicología de dueño de fundo y de capataz o mayordomo, que campea en toda nuestra sociedad, de arriba abajo y, en especial, en los servicios fiscales.
Así, cuando un carabinero hace detener un vehículo de lujo, conducido por alguien bien vestido (mujer u hombre), de cabello claro y modales afectados, el trato diferirá con creces si es el caso de morenos (as) mal trajeados (as) que conducen automóviles o camionetas de marcas económicas. Bien, en el Servicio de Impuesto Internos ocurre algo similar, aun cuando la atención está más bien determinada según las comunas o circunscripciones donde ejercen su tarea los fiscalizadores. (Recomiendo el uso del terno y corbata y ojalá un maletín de cuero legítimo; los morrales y bolsos de tela basta son mal mirados). No es igual el trato, pues, en Santiago Centro, en Estación Central o en Pudahuel que en comunas asentadas sobre los setecientos metros…
¿Será que hay más evasores mientras más modesta o menos “cuica” es la población?
Por supuesto que no. Si nos remitimos a las cifras de evasiones, estafas y latrocinios varios, colegiríamos algo espantoso: a los habitantes de Vitacura, Lo Barnechea y Las Condes, les correspondería, per cápita, según la manía nacional del censo y la estadística, una cifra contundente, que ya quisieran en su cuenta bancaria, aunque tales montos se depositan más allá de nuestras fronteras y son escasos sus beneficiarios directos.
Con la acelerada tecnificación de los medios cibernéticos y de los procesos de manejo y control para facturar y declarar tributos, se supondría que se ha producido una disminución considerable de requerimientos presenciales y de papeleo burocrático. En la práctica no es así. Por el contrario, cada vez se exige a los contadores y administrativos de las empresas Pymes una mayor cantidad de informes mensuales que deben ser “subidos” a la página del Servicio Inquisitorial, so pena de sanciones y amenazas que aparecen en la pantalla del computador, sobresaltando al dueño o representante legal, que te llama con un grito estentóreo:
-¡Pessoa, escuche! ¿Qué mierda pasa que estamos siempre atrasados con los informes al SII?
Y Pessoa (el contable por excelencia), responde, luego de un respingo de caballejo de feria: -Ya, don Salustio… Apenas termine con el libro de remuneraciones me pongo al día con los libros electrónicos.
Pero lo peor no es esto, sino la aplicación abusiva e inmisericorde del bloqueo. (No se trata de algo similar al bloqueo de Cuba, pero de parecida eficacia)… Como ahora eres “facturador electrónico” y has adquirido el “sistema gratuito del SII”, que no lo es, porque a lo menos pagas cien mil pesos por un “certificado digital” que expira a los dos años, el propio mentor de tan ingenioso artilugio impide que factures, sólo con tocar una tecla impersonal y apócrifa. Entonces, el bramido de don Salustio hará temblar los vidrios del despacho:
-¡Pessoa, la madre que lo parió…! ¿Por qué puta no puedo facturar? Aquí hablan de “inconcurrencia a la citación del SII”…
-Noo, don Salustio, si he concurrido en las fechas señaladas por el SII, pero aún no logro completar la información de los últimos dos ejercicios que me piden…
-Mire, Pessoa, quiero que mañana, a las 9:00 en punto, hable con esa fiscalizadora que describe usted como una especie de Quintrala con Iphone, de apellido Verdugo, y que nos desbloquee, porque tengo que facturar sí o sí y llevar luego el documento al factoring para juntar la plata de los sueldos… y de sus honorarios, ¡por la cresta!
Don Pessoa cumple la gestión. No le atiende la mentada fiscalizadora, sino una jefa cincuentona, de ojos acerados, perfume rancio y voz zalamera.
-Señor, entiéndame, no es cosa de nosotros, es asunto del Sistema (con mayúsculas, como cuando se nombra a Dios)… Pero mire, vaya con este formulario de timbraje a que le autoricen, mientras tanto, veinte o treinta facturas. Y sonríe, con sus envejecidos dientes color arena.
-Señorita, pero si ya no timbramos facturas, somos “facturadores electrónicos”…
La matrona le escruta, tendiéndole con ademán inexcusable el formulario, conminándolo a que baje al piso de Timbraje, saque un número y se siente a esperar el bingo en la pantalla con destellos verdosos.
A punto estuve –yo, Pessoa– de preguntarle a la jefa de marras si a Falabella o al Jumbo o a Almacenes París les bloquean la facturación mientras están bajo un proceso fiscalizador de rutina, como el que nos ha tocado en gracia, pero callé con la prudencia de un detenido frente a una metralleta, más aún cuando recordé la última amenaza de la bella Quintrala:
-Si no me trae los setecientos cuarenta y ocho respaldos que le pedí, aténgase a las consecuencias: giros y bloqueos, señor… (Las penas del infierno, le faltó agregar).
Y eso que Pessoa iba a recurrir a su última carta: decirle a la pequeña inquisidora que su trabajo pendía de un hilo, porque don Salustio le despediría si fracasaba en el enrevesado trámite y le caían encima giros cuantiosos por diferencias tributarias, pero bien pudiera resultar una mala estratagema, con sus tres cuartos de siglo encima, y la señorita Verdugo iba a pulsar, implacable, la tecla de la guillotina electrónica.
-Me tocó el 56 y van en el 13 –reflexiona el bueno de Pessoa. Menos mal que traigo en mi maletín el texto “Prometeo en los infiernos”, de Albert Camus… Cuando una funcionaria, de pie tras el escritorio, refuerza la visión acelerada de la pantalla con un grito chillón, a prueba de distraídos: -el número cincueeentaaa y seeeis…, Pessoa está leyendo:
“En verdad, si Prometeo volviera hoy a la Tierra los hombres procederían con él como los antiguos dioses: lo encadenarían a la roca en nombre de ese mismo humanismo del cual es él el primer símbolo… Y las voces hostiles que insultarían entonces al vencido serían las mismas que resuenan en los umbrales de la tragedia de Esquilo: las de la fuerza y la violencia”.
Al filo del mediodía, Pessoa abandona el Castillo del Gran Inquisidor. Antes de allegarse al café reconfortante, envía un wasap a don Salustio: “Desbloqueo listo; puede facturar”. La cajera colombiana, de pechos emergentes, amable y dulce, le ofrece la promoción: -“cortado chico y medialuna, mi rey”.
Pessoa piensa en Miguel de Cervantes, que era escritor de alma y alcabalero de oficio, es decir recaudador de tributos públicos, en condición de descendiente de la hábil judería. Por un momento padece la tentación de contárselo, en la nueva cita programada, a la Fiscalizadora Verdugo, pero sería inútil y correría el riesgo de que ésta le repitiera, como en el último encuentro:
-Usted ya está grandecito para que entienda.
Mejor abstenerse. Sí, con una sola i, suspira Pessoa, pensando que hoy tendrá tertulia en El Refugio, Casa del Escritor, Simpson 7…
Es posible encontrarse allí con uno que otro majadero, pero jamás, por ningún motivo, con el Gran Inquisidor.
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Y una hipocresía es una hipocresía
No hay signo, no hay bando
No hay ideología ni misterio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
Un daño es un daño, del verbo dañar
Todos los daños son daños centrales
Un niño es un niño
No existen los daños colaterales
No hay meta, no hay causa
Ningún motivo, ningún premio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
El fin es un punto por siempre distante
Una cambiante ficción
Un ciclón a merced de una hoja
Una paradoja como la de Zenón
Donde algo parece que se va acercando
Y siempre se escapa, siempre se esconde
Siempre a la misma exacta distancia
De un mismo horizonte (mismo horizonte)
El dedo que aprieta el gatillo
Debería saber esto
No hay tuyos ni suyos ni míos
Si son niños, son nuestros (todos los niños son nuestros)
Ni patria ni credo hay
Ni diferencias de criterio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
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