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Agua y fuego en el fin del mundo

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(Imagen: EFE)
Chilli: el fin del mundo. Los aymara designaban así, con ese nombre, al territorio que hoy es la república de Chile, significando un lugar tan lejano y apartado que en ese confín se acababa la tierra.

Después de este verano que mi mujer y yo estamos pasando en Santiago se me ocurre, sin embargo, que subyace a esa palabra originaria otra posible definición, quizás profética: Chile como el límite donde lo que se acaba no es el espacio, sino que el tiempo, los días que a la tierra le quedan en poder de los humanos.

Nunca han descendido sobre este país meridional tantas catástrofes naturales seguidas. Por una vez, no se trata de los terremotos y tsunamis que nos han asediado desde siempre. Estamos acostumbrados a levantarnos después de cada cataclismo, capaces de renovar empecinadamente la esperanza de que podremos sobrevivir a todo acoso de la naturaleza.

Pero lo que viene sucediendo desde que llegamos a Chile a principios de enero es una serie de desastres creados por nuestra propia especie, conectados directamente al calentamiento global que tantos en los lejanos Estados Unidos están dedicados a negar con una obstinación inverosímil.

Primero vinieron los incendios forestales, la mayoría de ellos al sur de Santiago. No existen precedentes para tantas hectáreas –miles de miles– reducidas a escombros. La conflagración, que mató a residentes y ganado, devastando aldeas enteras y quemando árboles centenarios además de numerosos bosques cultivados para la exportación, solo pudo contenerse cuando arribaron desde el extranjero aviones supertanker (Boeing e Ilyushin) que pudieron descargar toneladas de agua sobre las zonas afectadas.

Aquellos que no estábamos amenazados en forma inmediata por las llamaradas infernales sufrimos otras consecuencias. El aire acá en Santiago, envilecido de humo y cenizas, se hizo irrespirable, una situación agravada por temperaturas inusitadamente elevadas que no disminuían de noche, como solía ser habitual acá. Ni siquiera tuvimos, entonces, el consuelo del frescor nocturno que en veranos pasados ayudaba a enfrentar los calores del día siguiente con energía y vivacidad.

Rogábamos de que lloviera, por mucho que supiéramos de sobra que jamás llueve en la región de Santiago a lo largo de los meses de enero y febrero. Tal circunstancia hace muy agradable hallarse acá durante este período: es fácil planificar de antemano todo tipo de eventos al aire libre, organizar una vida cuyo ritmo regular llega incluso a aburrirnos. Lo que siempre fue una bendición ha terminado por ser, sin embargo, una circunstancia que sentimos ahora, con tanto calor inédito y bosques humeantes, casi como si fuera una maldición.

Y, de pronto, sobrevinieron sorpresivamente las lluvias, no en las zonas donde los incendios seguían apareciendo en forma esporádica, sino que en los glaciares de los Andes mismos, y con tal furia que los ríos se han desbordado y aluviones de barro y despojos, han caído sobre valles y poblados, puentes y caminos. Como un diluvio semejante nunca había sucedido en los meses estivales, las procesadoras de agua no estaban preparadas para la emergencia. Esto ha dejado a millones de chilenos sin agua potable en sus hogares y negocios: no hay qué beber, cómo cocinar o lavarse o refrescar las plantas. Frente a los centros de distribución se forman incesantes filas de usuarios con bidones, botellas, receptáculos de todo tipo.

Una plaga: primero, tanto fuego que es imposible respirar; enseguida, tanta agua que es imposible beber.

¿Y ahora, qué?

Anuncian que muchas playas de Chile deben cerrarse debido a la invasión de armadas de medusas azules, las temibles “fragatas portuguesas”. Y se nos cuenta que la fisura gigante de Larsen ha crecido exageradamente en la Antártida, aumentando la probabilidad de que se desprenda un iceberg de miles de kilómetros cuadrados y se desplome en el mar, un pedazo tan colosal de hielo que, a medida que se vaya derritiendo, habrá de transformar la ecología y nivel de los océanos. Y Chile, era que no, en vista de la contigüidad con la Antártida (cuya soberanía comparte con otras naciones), será una de las primeras víctimas.

Lo único auspicioso que se puede decir acerca de esta situación ruinosa es que este país no ha cerrado sus ojos ante lo que se cierne sobre nuestros campos, bosques, agua, costa. Todos los habitantes –y me refiero a todos, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha– comprenden que en este último confín del mundo estamos presenciando una hecatombe de proporciones épicas que presagia el fin irremediable de ese mundo tal como nuestra especie lo ha conocido desde su surgimiento, y que todos debemos emprender algo igualmente épico, una hazaña desmesurada,si queremos cambiar nuestro destino antes de que sea demasiado tarde.

Pero también entendemos que somos un país pequeño, y que esa transformación primordial depende sobre todo de otros actores internacionales. Serán otros quienes determinen, en forma global, nuestro futuro.

Lo que es, entonces, de veras intolerable, mientras rugen los incendios, y la lluvia cae a torrentes en la época del aòo cuando no debería caer una gota, y los ríos se abruman de barro y la Antártida se hace pedazos, lo que me enfurece y desespera es que justo en este momento aciago en la historia natural de Chile, justo ahora estoy forzado a contemplar cómo el gobierno de los remotos Estados Unidos, ese país donde con mi mujer vivimos la mayor parte del aòo, está a punto de  cortar los recursos y anular las regulaciones ecológicas que, aunque insuficientes, constituían pasos progresistas necesarios para garantizar un porvenir más limpio y sano.

Y, estando a punto de retornar a nuestro hogar en los Estados Unidos, nuestros amigos y familiares acá en Chile, nos preguntan, una y otra vez: ¿Acaso puede ser cierto? ¿Puede ser cierto que Trump esté preso de una estupidez tan suicida como para negar que exista el cambio climático, tan demente como para instalar como su zar del medio ambiente a un enemigo de la madre tierra? ¿Puede encontrarse tan encandilado por la avaricia ciega de la industria de la extracción energética, tan ignorante de la ciencia, tan monumentalmente altanero, que no se da cuenta que nos estamos acercando, que él nos está acercando, al apocalipsis? ¿Puede ser cierto?, preguntan y vuelven a preguntar, atónitos.

Y la respuesta, para nuestro infortunio, es que sí, que es, tristemente, más que cierto.

-El autor, Vladimiro Ariel Dorfman Zelicovich,  es un escritor —cuentista, dramaturgo, ensayista, novelista y poeta— y activista de los derechos humanos argentino-chileno-estadounidense. El último libro de Ariel Dorfman, autor de La Muerte y la Doncella, es la novela Allegro.    

*Fuente: Página 12

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