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Diez días que estremecieron al mundo

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Diez días que estremecieron al mundo

Este libro es un trozo de historia, de historia tal como yo la he visto. Sólo pretende ser un relato detallado de la Revolución de Octubre, es decir, de aquellas jornadas en que los bolcheviques, a la cabeza de los obreros y soldados de Rusia, se apoderaron del poder del Estado y lo pusieron en manos de los Soviets.

Se refiere, sobre todo, a Petrogrado, que fue el centro, el corazón mismo de la insurrección. Pero el lector debe tener en cuenta que todo lo que acaeció en Petrogrado se repitió, casi exactamente, con una intensidad más o menos grande y a intervalos más o menos largos, en toda Rusia.

En este volumen, que es el primero de una serie en la que trabajo actualmente, estoy obligado a limitarme a una crónica de los acontecimientos de que fui testigo y a los cuales me mezclé personalmente o conocí de fuente segura. El relato propiamente dicho va precedido de dos capítulos, donde expongo brevemente los orígenes y las causas de la Revolución de Octubre. Sé perfectamente que la lectura de estos dos capítulos es difícil, pero ambos son esenciales para comprender lo que sigue.

Buen número de preguntas se ofrecerá al espíritu del lector: ¿Qué es el bolchevismo? ¿En qué consiste la forma de gobierno implantada por los bolcheviques? ¿Por qué, estando los bolcheviques a favor de la Asamblea Constituyente, la disolvieron enseguida por la fuerza? ¿Y por qué la burguesía, hostil a dicha Asamblea hasta la aparición del peligro bolchevique, se entregó después a su defensa?

Estas preguntas no pueden tener aquí respuesta. En otro volumen, De Kornilov a BrestLitovsk, donde prosigo el relato de los acontecimientos hasta la paz con Alemania inclusive, describo el origen y el papel de las diversas organizaciones revolucionarias, la evolución del sentimiento popular, la disolución de la Asamblea Constituyente, la estructura del Estado soviético, el desarrollo y el fin de las negociaciones de Brest-Litovsk.

Al abordar el estudio de la sublevación bolchevique, es importante tener en cuenta que no fue el 25 de octubre (7 de noviembre) de 1917, sino muchos meses antes, cuando se produjo la desorganización de la vida económica y del ejército rusos, término lógico de un proceso que se remontaba al año de 1915. Los reaccionarios sin escrúpulos que dominaban la corte del zar habían decidido, deliberadamente, el hundimiento de Rusia, a fin de poder concentrar una paz separada con Alemania. La falta de armas en el frente, que tuvo como consecuencia la gran retirada del verano de 1915; la escasez de víveres en los ejércitos y en las grandes ciudades, el cese de la producción y de los transportes en 1916, todo ello formaba parte de un gigantesco plan de sabotaje, que la revolución de febrero vino a contener a tiempo.

Durante los primeros meses del nuevo régimen, en efecto, a pesar de la confusión consiguiente a un gran movimiento revolucionario como el que acababa de liberar a un pueblo de 160 millones de hombres, el más oprimido del mundo entero, la situación interior, así como la potencia combativa de los ejércitos, mejoraron sensiblemente.

Pero esta «luna de miel» duró poco. Las clases poseedoras querían una revolución solamente política que, arrancando el poder al zar, se lo entregara a ellas. Querían hacer de Rusia una república constitucional a la manera de Francia o de los Estados Unidos, o incluso una monarquía constitucional como la de Inglaterra. Ahora bien, las masas populares querían una verdadera democracia obrera y campesina.

William English Walling, en su libro El mensaje de Rusia, consagrado a la revolución de 1905, describe perfectamente el estado de espíritu de los trabajadores rusos, que más tarde, casi unánimemente, habrían de apoyar al bolchevismo:

Los trabajadores comprendían bien que, incluso bajo un gobierno liberal, se exponían
a seguir muriéndose de hambre si el poder continuaba en manos de otras clases sociales.

El obrero ruso es revolucionario, pero no es violento ni dogmático ni falto de inteligencia. Se muestra presto al combate de barricadas, pero ha estudiado las reglas y, caso

único entre los obreros del mundo entero, es en la práctica donde las ha aprendido.
Está resuelto a llevar hasta el fin la lucha contra su opresor, la clase capitalista. No
ignora que existen aún otras clases, pero exige que las mismas tomen claramente partido en el encarnizado conflicto que se aproxima.

Los trabajadores rusos reconocían nuestras instituciones pero no se preocupaban mucho por cambiar un despotismo por otro (el de la clase capitalista)…

Si los obreros de Rusia se han hecho matar y han sido ejecutados por centenares en
Moscú, en Riga, en Odesa; si millares de ellos han sido encerrados en los calabozos
rusos y desterrados a los desiertos y las regiones árticas, no es para comprar los dudosos privilegios de los obreros de los Goldfields y de Cripple-Creek…

Fue así cómo se desarrolló en Rusia, en el curso mismo de una guerra exterior e inmediatamente después de la revolución política, la revolución social, que terminó con el triunfo del bolchevismo. Mr. A. J. Sack, director de la Oficina de Información rusa en los Estados Unidos y adversario del Gobierno soviético, se ha expresado, en su libro El nacimiento de la democracia rusa, de la manera siguiente:

Los Bolcheviques constituyeron un gabinete con Lenin como presidente del Consejo y
Trotzki como ministro de Asuntos Extranjeros. Poco después de la revolución de febrero, su llegada al poder aparecía como inevitable. La historia de los bolcheviques, después de la revolución, es la historia de su ascensión constante.

Los extranjeros, los americanos particularmente, insisten, con frecuencia, sobre la ignorancia de los trabajadores rusos. Es cierto que éstos no poseían la experiencia política de los pueblos occidentales, pero estaban notablemente preparados en lo que concierne a la organización de las masas. En 1917, las cooperativas de consumo contaban con más de 12 millones de afiliados. El mismo sistema de los Soviets es un admirable ejemplo de su genio organizador. Además, no hay probablemente en la tierra un pueblo que esté tan familiarizado con la teoría del socialismo y sus aplicaciones prácticas.

William English Walling escribe sobre el particular:

Los trabajadores rusos, en su mayoría, saben leer y escribir. La revuelta situación en
que se hallaba el país, de años atrás, le dio la ventaja de tener por guías, no sólo a los
más inteligentes de entre ellos, sino a una gran parte de la clase culta, igualmente revolucionaría, que les aportó su ideal de regeneración política y social de Rusia…

Muchos autores han justificado su hostilidad al Gobierno soviético pretextando que la última fase de la revolución no fue otra cosa que una lucha defensiva de los elementos civilizados de la sociedad contra la brutalidad de los ataques de los bolcheviques.

Ahora bien, fueron precisamente esos elementos, las clases poseedoras, quienes, viendo crecer el poderío de las organizaciones revolucionarías de la masa, decidieron destruirlas, costase lo que costase, y poner una barrera a la revolución. Dispuestos a alcanzar sus objetivos, recurrieron a maniobras desesperadas. Para derribar el ministerio Kerenski y aniquilar a los Soviets, desorganizaron los transportes y provocaron perturbaciones interiores; para reducir a los Comités de fábrica, cerraron las fábricas e hicieron desaparecer el combustible y las materias primas; para acabar con los Comités del ejército restablecieron la pena de muerte y trataron de provocar la derrota militar.

Esto era, evidentemente, arrojar aceite, y del mejor, al fuego bolchevique. Los bolcheviques respondieron predicando la guerra de clases y proclamando la supremacía de los Soviets.

Entre estos dos extremos, más o menos ardorosamente apoyados por grupos diversos, se encontraban los llamados socialistas «moderados», que incluían a los mencheviques, a los socialrevolucionarios y algunas fracciones de menor importancia. Todos estos partidos estaban igualmente expuestos a los ataques de las clases poseedoras, pero su fuerza de resistencia se hallaba quebrantada por sus mismas teorías.

Los mencheviques y los socialrevolucionarios consideraban que Rusia no estaba madura para la revolución social y que sólo era posible una revolución política. Según ellos, las masas rusas carecían de la educación, necesaria para tomar el poder; toda tentativa en este sentido no haría sino provocar una reacción, a favor de la cual un aventurero sin escrúpulos podría restaurar el antiguo régimen. Por consiguiente, cuando los socialistas «moderados» se vieran obligados por las circunstancias a tomar el poder, no osarían hacerlo.

Creían que Rusia debía recorrer las mismas etapas políticas y económicas que la Europa occidental, para llegar al fin, y al mismo tiempo que el resto del mundo, al paraíso socialista. Asimismo, estaban de acuerdo con las clases poseedoras en hacer primero de Rusia un Estado parlamentario, aunque un poco más perfeccionado que las democracias occidentales, y, en consecuencia, insistían en la participación de las clases poseedoras en el gobierno. De ahí a practicar una política de colaboración no había más que un paso. Los socialistas «moderados» necesitaban de la burguesía; pero la burguesía no necesitaba de los socialistas «moderados». Los ministros socialistas se vieron obligados a ir cediendo, poco a poco, la totalidad de su programa, a medida que las clases poseedoras se mostraban lo más apremiantes.

Y finalmente, cuando los bolcheviques echaron abajo todo ese hueco edificio de compromisos, mencheviques y socialrevolucionarios se encontraron en la lucha al lado de las clases poseedoras. En todos los países del mundo, sobre poco más o menos, vemos producirse hoy el mismo fenómeno.

Lejos de ser una fuerza destructiva, me parece que los bolcheviques eran en Rusia el único partido con un programa constructivo y capaz de imponer ese programa al país. Si no hubiesen triunfado en el momento que lo hicieron, no hay apenas duda para mí de que los ejércitos de la Alemania imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú en diciembre, y de que el zar cabalgaría hoy de nuevo sobre Rusia.

Aún está de moda, después de un año de existencia del régimen soviético, hablar de la revolución bolchevique como de una «aventura». Pues bien, si es necesario hablar de aventura, ésta fue una de las más maravillosas en que se ha empeñado la humanidad, la que abrió a las masas laboriosas el terreno de la historia e hizo depender todo, en adelante, de sus vastas y naturales aspiraciones. Pero añadamos que, antes de noviembre, estaba preparado el aparato mediante el cual podrían ser distribuidas a los campesinos las tierras de los grandes terratenientes; que estaban constituidos también los Comités de fábrica y los sindicatos, que habrían de realizar el control obrero de la industria, y que cada ciudad y cada aldea, cada distrito, cada provincia, tenían sus Soviets de Diputados obreros, soldados y campesinos, dispuestos a asegurar la administración local.

Independientemente de lo que se piense sobre el bolchevismo, es innegable que la revolución rusa es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la humanidad, y la llegada de los bolcheviques al poder, un hecho de importancia mundial. Así como los historiadores se interesan por reconstruir, en sus menores detalles, la historia de la Comuna de París, del mismo modo desearán conocer lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el estado de espíritu del pueblo, la fisonomía de sus jefes, sus palabras, sus actos. Pensando en ellos, he escrito yo este libro.

Durante la lucha, mis simpatías no eran neutrales. Pero al trazar la historia de estas grandes jornadas, he procurado estudiar los acontecimientos como un cronista concienzudo, que se esfuerza por reflejar la verdad.

J.R.

Nueva York, 1 de enero de 1919.

Para bajar el libro, haga clic aquí: Los diez días que estremecieron al mundo

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