Cuando le arruiné la fiesta a Pinochet
por Laura Quintana (Chile)
9 años atrás 6 min lectura
Septiembre de 2016
El nieto de Pinochet hizo su servicio militar en Osorno. Eso lo sabíamos casi todos en el colegio, y los que no, se enteraron ese día, porque mi colegio daba frente al regimiento Arauco. Desde temprano se vio movimiento en la calle. Lo que no sabíamos, era que venía el propio dictador, en su calidad de Comandante en Jefe, a la misa que se celebraba en la Catedral, con motivo del juramento a la bandera de los nuevos militares: entre ellos su nieto.
Junto con Temuco, Osorno debe ser de las ciudades más «fachas» del país, llena de colonos alemanes y fundamentalistas de derecha. En todas mis redes era mal visto ser de izquierda, pero yo no le daba tanta importancia, primero, porque también era mal visto ser moreno, y luego, porque tenía 16 años y no hubiese podido hacer amigos.
Terminado el colegio, ese día bajé (así decimos en el sur) al centro y forzadamente debí pasar por la catedral camino al pre universitario. Íbamos con un compañero cuando nos llamó la atención la cantidad de gente en las escalinatas de la entrada. De curiosos, nos quedamos a ver y comenzaron a entrar militares. Yo no los conocía, pero la gente aplaudía enloquecida. No pertenecía a ningún partido político ni nada, pero sentía que había que manifestarse en contra de la fuerza militar, porque claro, sabía del dolor de la dictadura. Las señoras rubias y alemanas, de mejillas coloradas, nos miraban feo, mientras alguien murmuraba «que mueran los comunistas», hasta que apareció Augusto Pinochet. Tengo esa imagen tan clara en mi mente: venía de capa y con esa sonrisa malvada. De inmediato la gente empezó a gritar «Chi chi chi / le le le / viva Chile, Pinochet» y yo no pude aguantar más.
Fue un impulso. Estaba a una persona del soldado con fusil que resguardaba la alfombra roja (sí, había alfombra roja) y me apoyé en los hombros del tipo que tenía al frente para adelantar mi cabeza hasta quedar lo más cerca del maldito y grité «asesino conchetumadre». Pinochet me miró aún riendo, pero su cara se desfiguró hasta transformarse en una mueca de desconcierto.
En adelante todo es confuso. La gente comenzó a pegarnos. En algún momento, caí al suelo y logré pararme, solo para volver a caer producto del combo en el estómago que me conectó un hombre de cincuenta años, pelado y con la cara descompuesta, mientras gritaba «has ofendido a mi padre en las puertas de la catedral» ( ese hombre, de apellido Luksic, resultó ser papá de un compañero de curso). Así era Osorno.
Entre golpes y tirones de pelo, llegaron los militares y los carabineros que nos sacaron de la turba y nos subieron a un radio patrulla. A mí no me dolía nada, pero me toqué la cabeza y vi caer un mechón de pelo. Alguien golpeó en la camioneta y gritó «van a saber lo que es bueno», pero tampoco temí en ese momento. No sé por qué el único miedo que tenía era a mi madre.
Arriba de la patrulla dimos muchas vueltas. Calculaba que la comisaría estaba al lado, pero creo que recorrimos gran parte de Osorno, hasta que una hora después nos bajaron.
Al entrar, un carabinero me preguntó riendo «¿y a ti a quién te mataron?». Creo que alcance a decir «a nadie». Tenía muchas ganas de ir al baño, hacía mucho frío y seguía con mi uniforme. Me paré preguntando dónde estaba el baño y una carabinero me agarró el brazo con fuerza y rabia y me llevó.
En ese momento sentí miedo.
En la comisaría hablaban de pasarnos a la justicia militar por arruinar la misa. De hecho, llamaron algunos militares. Mientras tanto, mi papá venía entrando a Osorno en su camioneta y escuchó en la radio que habían disturbios en la catedral por la llegada de Pinochet. De alguna manera supo que era yo. En casa, mi mamá lloraba preocupada porque yo no llegaba del preuniversitario. Pensaba que estaba muerta en la orilla de un canal de puro presentimiento —me contó después—. Por eso, cuando llegó la patrulla a avisarle que estaba detenida por gritarle al «general Pinochet», soltó un honesto «qué bueno». Mi hermano chico de siete años pensó «mi hermana es una delincuente», mientras miraba la escena desde el segundo piso de mi casa en Rahue Alto.
Cuando llegaron mis padres a la comisaría, el funcionario a cargo les dijo que me habían pegado mucho y que eso era «lo mínimo» porque me podrían haber disparado o matado. Mencionó lo de la justicia militar y mi papá lo paró en seco. «Estás loco», le dijo. Camino a casa, en el auto me retaron, gritaron y castigaron. Al llegar, mi mamá me revisó. Tenía algunos golpes y me faltaban varios mechones de pelo. A mí aún no me dolía nada. No quise constatar lesiones y de alguna forma me dormí.
Al otro día, no podía moverme. Estaba molida producto de los golpes. El cuero cabelludo me ardía y el miedo se instaló como una sombra. Decidí ir igual al colegio y mis papás me llevaron. Desde ese momento comenzaron a ir a dejarme y a buscarme diariamente durante mucho tiempo. Mis papás tenían miedo por las represalias y yo también empecé a temer. De hecho, me corté el pelo para no ser reconocida. Ese día lloré.
Inevitablemente, ese mismo día empezaron los efectos colaterales y muchos de mis compañeros me dejaron de hablar. A una de mis mejores amigas del colegio le prohibieron juntarse conmigo e invitarme a su fiesta de cumpleaños. «Mi mamá dijo que si tú vas no hay fiesta», me dijo la última vez que hablamos. En la calle me gritaban «comunacha» y estuve castigada mucho tiempo en casa, pero creo que tampoco hubiese salido. Estaba paralizada por el miedo.
Por otro lado, el proceso judicial quedó radicado en la justicia ordinaria y tuve que ir a declarar un par de veces. «Desórdenes en la vía pública», fue el cargo y después de muchos trámites me declararon «sin discernimiento» gracias a mi edad y las gestiones de amigos de mi padre en los juzgados.
Fue un impulso gritar «asesino conchetumadre», le expliqué a todo el que me preguntó si había sido una acción «concertada» o si había una organización detrás. Un impulso pienso ahora, casi veinte años después. Un impulso lleno de enojo, porque no pude soportar la sonrisa ni los cánticos de apoyo al más malvado de todos.
Es primera vez que escribo esta historia, de hecho, la cuento poco. No lo veo como un gran mérito, porque, después de todo, era lo que correspondía y una chica tiene que hacer lo que una chica tiene que hacer.
–La autora, Laura Quintana, es periodista, directora de Bravo/Quintana Comunicación Estratégica, asesora parlamentaria y experta en comunicación política.
(@nenanerd)
*Fuente: Paniko
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Entradas desde $80.000 hasta los $260.000 ¡por 1 entrada!
Te has preguntado ¿por qué hay gente en nuestro país que puede pagar lo que vale una de esas entradas? ¿Quiénes son? Claro, ellos quieren seguir buscando fórmulas «para ser felices» y están dispuesto a aprender de Israel, sólo que ellos no viven en Israel, viven aquí, entre la cordillera y el mar.
No podemos aceptar que tipos como este vengan a enturbiar más aún la atmósfera de nuestro país.
Gracias Laura. Te confieso que, personalmente, y quizás muchos, no habría tenido nunca la valentía de dejarme llevar por ese impulso, digno y justiciero, para expresarle en su rostro lo menos que se merecía ese canalla.