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"Reflexión estética contemporánea"

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Entrevista al filósofo Sergio Rojas (S.R) Director de Investigación de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Realizada por Alex Ibarra Peña (A.I) Colectivo de Pensamiento Crítico palabra encapuchada.

A.I: Estimado Sergio, gracias por animarte a la entrevista. Nos conocimos hace ya 20 años. En aquella oportunidad te invitamos junto con el teólogo Marcelo Correa y el filósofo Jorge Alarcón como conferencista para unas jornadas que organizábamos en la Universidad Católica del Maule en la ciudad de Talca. Nuestra intención fue proponerte reflexionar sobre el cruce entre filosofía y literatura, y nos diste una conferencia centrada en la figura de Borges. ¿Cómo llegaste a ese interés que considera la relación entre la filosofía y la literatura? ¿Qué importancia tuvo o le sigues otorgando a la producción borgeana para esta relación?

S.R: Gracias Álex por tu invitación a conversar en este espacio editorial. Como señalas, nos conocemos desde hace ya varios años, y en ese entonces en nuestro circuito académico aún era algo novedoso la relación disciplinaria entre filosofía y literatura. He tenido desde mi infancia un gran interés en la literatura, luego en la adolescencia comencé a interesarme por la literatura latinoamericana. Podría decir que mi relación con la literatura ha existido siempre, pero mi interés por la filosofía comienza también muy temprano, y ya en el colegio leía la filosofía empirista de David Hume. Entonces tal vez la pregunta por la relación entre literatura y filosofía se podría invertir: ¿cómo llegan a diferenciarse “filosofía” y “literatura” en la biografía intelectual de una persona? Creo que se trata en lo fundamental de un interés por las formas en que elaboramos y organizamos el mundo en el que vivimos, una inquietud por reflexionar el hecho de que llegamos a habitar un universo que es en cierto sentido obra del propio sujeto que lo habita. Y es así como la filosofía y la literatura llegan a constituir en la modernidad senderos del escepticismo, un cuestionamiento a las respuestas heredadas e instituidas acerca de la trascendencia, pero son también una manera de permanecer en las preguntas. Recuerdo que en 1985, cuando yo estudiaba en la Universidad Católica, Pablo Oyarzún dictó un seminario sobre Jonathan Swift que fue muy importante para mí. No se trataba de un seminario “sobre literatura”, sino sobre lenguaje y poder. Volviendo a tu pregunta, pienso que Borges es sin duda un escritor inagotable. Leí su obra Ficciones por primera vez cuando estaba en el colegio, y muchos años después, en mi tesis doctoral, le dediqué un capítulo a su narrativa. Si la filosofía nos detiene en las preguntas, tal vez podría decirse que cierta literatura nos detiene en las “respuestas”. Es lo que hace Borges, que juega con los mundos posibles.

A.I: En otros trabajos también has prestado atención a la producción literaria latinoamericana, sin ir más lejos, no hace mucho publicaste un texto sobre Diamela Eltit. ¿Ves aspectos importantes en un tipo de narrativa de producción latinoamericana? ¿Se puede decir que te sientes inclinado a aceptar el planteo de Patricio Marchant en cuanto a que la literatura manifiesta un pensar filosófico?

S.R: Mi interés por la narrativa de Diamela Eltit se inscribe en mi trabajo sobre la escritura neobarroca, cuando el orden significante opera como una cifra del sentido. Diría que en general cuando me dirijo hacia la literatura, lo hago desde ciertas preguntas. Por ejemplo, cuando leo una novela, pienso: si esta novela fuese una reflexión sobre una pregunta, ¿qué pregunta sería esa? Me parece que es el modo en que Deleuze se relaciona con las artes, quiero decir, con el cine, con la literatura, con la pintura. Por eso he debido a veces precisar que no hago crítica de arte ni historia del arte, tampoco en sentido estricto hago “teoría del arte”, pues me dirijo hacia las artes desde ciertas preguntas que probablemente algunos especialistas en esas áreas reprobarían por “impropias”. Comparto en cierto sentido la tesis que mencionas acerca de que en la literatura latinoamericana se daría un “pensar filosófico”, pero yo hablaría más bien de un pensar sin más, sin el adjetivo “filosófico”. ¿Qué entenderíamos por “pensar” aquí? En este punto es insoslayable la filosofía de Heidegger, autor este que para Marchant en su libro Sobre árboles y madres es tanto o más importante incluso que Derrida. Pues bien, el pensar comienza allí en donde las representaciones llegan a su fin, cuando los códigos heredados de percepción y comprensión del mundo se han agotado. Por ejemplo, hace poco fui invitado a cerrar el primer encuentro de literatura latinoamericana organizado por estudiantes de literatura en la Universidad de Chile, compartiendo la mesa con un amigo, el literato David Wallace. Mi exposición versó sobre literatura y violencia en Latinoamérica, analizando novelas de autores de Colombia, Guatemala y El Salvador, pero yo no hacía allí propiamente un “análisis literario”, sino que mi lectura se orientaba por la pregunta acerca de cómo es que la violencia en grados inimaginables, producto de la acción de la represión policial desde el Estado, de las guerrillas, de los carteles de la droga, de los grupos paramilitares, llega a hacerse cotidiana.

A.I: Tu preocupación estética no se agota en la atención a los textos literarios. ¿Cómo llegas a la motivación para realizar el ejercicio filosófico mirando la producción artística? ¿Nos puedes presentar un resumen sobre tus preocupaciones intelectuales o filosóficas relacionadas al arte desde ese título de libro en donde nos hablas del «arte agotado»?

S.R: El subtítulo de ese libro que mencionas es “magnitudes y representaciones de lo contemporáneo”. El libro aborda precisamente la crisis de la representación enfrentada a las inéditas magnitudes de la vida contemporánea, en la que se alojan realidades que desbordan manifiestamente los códigos de la representación. La globalización del capital y la informatización de lo social en redes digitales no sólo impactan sobre la vida cotidiana, sino que se alojan en esta, y de pronto descubrimos que estamos habitando en una realidad que no comprendemos, y en que todos los conceptos que heredamos deben ahora usarse entrecomillados: “Estado”, “democracia”, “individuo”, “izquierda”, “derecha”, “pueblo”, “libertad”, etcétera. El arte contemporáneo acusa recibo de ello, y su producción desde comienzos del siglo XX hasta el presente intenta reflexionar tanto el agotamiento de las representaciones, como la necesidad de ensayar nuevos códigos, que permitan trascender el campo de la representación llegando incluso al imperativo vanguardista de fusionar el arte y la vida. La penetración de la vida cotidiana por la técnica acabó con el experimentalismo y la transgresión en las artes. Autores como Foucault y Deleuze destacaban el hecho de que no existe un afuera, es decir, no es posible representarse un modo radicalmente otro de existir, sin embargo, pensar significa salir. De esto se trata entonces en la producción artística, veo allí ejercicios de salida, sin tener que suponer que existe una especie de “exterior” al cual debiésemos llegar. Si ya era difícil pensar lo real como algo que está en otra parte, más difícil aún es pensar que lo real está aquí. Las artes se relacionan reflexivamente con su propia institución, con sus códigos, con su éxito. Entonces el mercado, las bienales, los premios, los fondos concursables, las políticas patrimoniales, el aumento de los públicos, el reconocimiento desde la academia, etcétera, constituyen tanto sus actuales condiciones de desarrollo como los límites que las artes reflexionan críticamente. No se trata de “aplicar” al arte conceptos o categorías ya resueltas disciplinariamente en la filosofía. Más bien considero una obra que me interesa como un lugar en donde continuar la exigencia de pensar los límites. Actualmente desarrollo una investigación Fondecyt acerca de la figura del Cogito cartesiano en la obra de Samuel Beckett y trabajo también con dos artistas visuales, Luis Montes Rojas y Mauricio Bravo, ambos profesores de la Universidad de Chile, en una investigación Fondart sobre la emergencia de lo contemporáneo en la historia de la escultura en Chile. Además, debo cerrar por estos días un ensayo titulado El pathos del ocaso, fruto de una Beca del Consejo del Libro, cuya primara parte está dedicada a Hegel y a Nietzsche y la segunda parte al análisis de obras literarias y cinematográficas rastreando el tema de la temporalidad sin desenlace narrativo.

A.I: En lo estrictamente filosófico tu atención ha estado puesta en filósofos como Kant y el idealismo alemán, la estética de la escuela de Frankfurt y el pensamiento crítico. Teniendo el contexto de la filosofía que se enseña en Chile, ¿qué razones podrías dar para que en la academia se siga tratando a estos autores?

S.R: Entiendo que aquello que en tu pregunta nombras como “lo estrictamente filosófico” es la filosofía como disciplina académica. Pues bien, pienso que en el marco de la disciplina intentar hacer filosofía sin Kant sería como intentar hacer física sin Newton. Es posible pensar a partir de Kant, contra Kant o, especialmente, más allá de Kant, pero no es posible hacer filosofía como si Kant no hubiese existido. No creo en el “latinoamericanismo” como en una especie de voluntarismo teorético. No podemos comprender ni elaborar ningún discurso de la diferencia, de la crítica de la subalternidad, de cuestionamiento a los patrones coloniales dominantes, sin conocer y reflexionar seriamente la poderosa tradición del pensamiento occidental. Te propongo algunos ejemplos. Este semestre, dictando un seminario sobre Humanismo y Alteridad, he abordado el tema del “racismo” en Hegel, pero no para calificar a este como “racista”, sino para elaborar la pregunta acerca de qué sea el racismo y de qué manera estaría implicado en la concepción de la historia que hemos heredado como referida al horizonte de una “historia (universal) de la libertad”. Por otro lado, es imposible leer y discutir seriamente el libro La hybris de punto cero de Santiago Castro-Gómez sin conocer la filosofía de la Ilustración europea, especialmente Hume y Kant. Eduard Said, Depesh Chakravarti, Gayatri Spivak, son profundos conocedores de la denominada “filosofía occidental”. Homi Bhabha, uno de los más reconocidos teóricos del postcolonialismo, es actualmente profesor de literatura inglesa en Harvard. Arturo Andrés Roig, quien emprendió una especie de filosofía latinoamericanista, estudió en La Sorbona. El libro Pedagogía del oprimido, del brasileño Paulo Freire, no se comprende en su dimensión filosófica sin la Fenomenología del Espíritu de Hegel. En nuestro medio, no es posible leer a Patricio Marchant sin los antecedentes fundamentales de Heidegger, Derrida y el psicoanálisis húngaro. Por otro lado, Humberto Giannini escribió sobre Platón y Kant, tradujo a Spinoza, enseñó filosofía medieval y es el autor una Historia de la Filosofía completamente avocada a lo que es el pensamiento occidental. Entonces lo que quiero decir es que en filosofía “lo latinoamericano” no puede ser asunto de un resentido afán de localismo, algo que, en el mejor de los casos, podría simplemente conducirnos a un discurso identitario posmodernista como el nicho que el mercado nos reserva.

A.I: Ya no desde una perspectiva teórica, sino que más bien vivencial, ¿puedes hablarnos de esa rica experiencia producida en el encuentro entre algunos filósofos y artistas chilenos en torno al arte contemporáneo?

S.R: Entiendo que aquí te refieres específicamente a las artes visuales. No pertenezco a lo que suele entenderse como “el mundo de las artes”. Casi no asisto a inauguraciones, nunca he curado una exposición y no estoy “al día” en lo que está sucediendo hoy en la producción de artes visuales en nuestro medio. Mi relación reflexiva con el arte ha sido más bien con las obras, no con los autores, y desde hace ya varios años nunca he dejado de escribir y publicar acerca de obras. Te lo comento porque pienso que en general es así como sucede. Con Gonzalo Díaz, Diamela Eltit, Juan Castillo, Lotty Rosenfeld o Jorge Brantmayer, por ejemplo, no recuerdo haber conversado acerca del sentido de sus obras. Cuando voy a escribir para el catálogo de una exposición, me reúno una vez con el o la artista y me explica el proyecto. Eso es todo, luego trabajo con algunos documentos y archivos de obra y la siguiente comunicación es cuando le hago llegar el texto. Mi hipótesis es que lo que uno encuentra en una obra ensayando una lectura, el autor lo “encontró” trabajando en esa obra, entonces sería arbitrario suponer que en la cabeza del autor está el núcleo de inteligibilidad de su trabajo, como si se tratara de una “obra de tesis”. Acaso una de las pocas excepciones sea el artista visual Pablo Rivera, con quien conversamos bastante acerca de su proyecto “Purgatorio” a fines de los 90, pero entiendo que en el caso de Pablo el discurso era parte interna de ese proyecto. Por supuesto que entre los amigos y amigas hay artistas visuales, escritores, bailarinas, dramaturgos, directores de teatro, músicos, y parte fundamental de nuestra amistad es la voluntad de una conversación infinita. Creo que más allá de las obras de arte y los artistas, es en el campo de la estética en donde hoy se da una transversalidad muy rica para el pensamiento que quiere reflexionar nuestra condición contemporánea. Husserl decía que en los congresos de filosofía se encuentran los filósofos pero no las filosofías. Me parece que ese encuentro dialogante del pensamiento acontece hoy en el terreno de la estética. Organicé en noviembre un encuentro sobre arte latinoamericano en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Participaron filósofos, literatos, curadores, artistas, compositores, dramaturgos, historiadores del arte, coreógrafos. Estuvimos tres días discutiendo y conversando, en sesiones de tres a cuatro horas cada una, y los resultados fueron realmente muy estimulantes. En abril publicaremos esas actas.

A.I: Más vivencial aún, incluso tal vez testimonial. Sueles señalar que eres un filósofo de origen provinciano y has tenido también la experiencia de trabajar como filósofo en provincia. ¿Consideras que hay presencia del ejercicio filosófico en la provincia? ¿Te parece que hay relación entre la producción de la metrópoli y la de la provincia?

S.R: La verdad Álex es que no recuerdo haber señalado que soy un “filósofo de origen provinciano”. Por supuesto que, a partir de preguntas como la que me haces ahora, he comentado que nací en Antofagasta y que fue allí en donde pasé mi infancia y adolescencia, y en donde hice mis primeros estudios de filosofía, en la Universidad Católica del Norte. Pero debo reconocer que no he reflexionado acerca de la especial relevancia que ello pudiera tener. Ahora bien, la pregunta acerca de la existencia de “ejercicio filosófico” en la provincia puede entenderse al menos de dos modos. ¿Hay en la provincia personas trabajando en el marco de la institución disciplinaria de la filosofía? En general, si no existen departamentos de filosofía en las universidades, es muy difícil en la provincia avocarse, por ejemplo, al estudio disciplinario de Platón, Kant o Heidegger, pues las demandas de la institución hacia el área de filosofía suelen ser “profesionalizantes”. Es decir, la filosofía en ese caso es más bien una disciplina de servicio. Pero otro modo en que puede darse el trabajo filosófico en la provincia, y que puede ser especialmente relevante, es cuando se reflexiona a partir del lugar mismo en el que uno se encuentra, cuando las contradicciones, las aporías, las paradojas que se han alojado en la cotidianeidad comienzan a exigir al pensamiento. Esto puede llegar a ser algo germinalmente muy poderoso, pues envía a los individuos no sólo a reflexionar, sino también a escribir y a dialogar con otros individuos que comparten ese mismo pathos reflexivo. Es entonces cuando comienza a producirse una comunidad de pensamiento que trasciende las disciplinas: poetas, académicos de distintas disciplinas, cronistas, estudiantes, etcétera, comienzan a encontrarse en esa necesidad de pensar lo que está sucediendo. Esto ocurrió bajo la dictadura de Pinochet, y esas “comunidades reflexivas” tuvieron lugar en Antofagasta, en Coquimbo, en Concepción, en Valparaíso, en Valdivia y en muchas otras localidades cuyas historias están aún por escribirse. Y acontecían en espacios universitarios, pero también en el café, en el bar, en la peña, en el club de ajedrez, en casas de amigos. El acaecer de lo filosófico en un lugar depende de que se generen esas comunidades reflexivas, y no me refiero necesariamente a la filosofía como disciplina, sino a la necesidad de pensar lo inédito. La capital, “la metrópoli” como la denominas, no puede hacer ese trabajo por la provincia, y tampoco lo hará la provincia si ella misma tiende a medirse con la capital, comparándose o compitiendo con esta. En este sentido es muy valioso el trabajo que desde hace años vienen realizando, por ejemplo, Patricio Peñailillo en Antofagasta y Sergio Romero en Coquimbo, considerando no sólo sus respectivas producciones sino también el sostenido afán por crear instancias de diálogo. Debo agregar que me gusta la noción de provincia, tiene un encanto que no tiene el término administrativo de “Región”.

A.I: Desde una perspectiva política ¿qué función cumple la filosofía en el ámbito socio-cultural en nuestro país? ¿Cumple el filósofo con el rol del intelectual?

S.R: Lo que planteas es una cuestión muy importante de reflexionar. Para ordenar mi comentario quisiera comenzar por examinar qué eso que se denomina “un intelectual” y que algunos consideran una figura extinta. Sartre decía que un intelectual es aquél que somete un determinado orden de cosas a un examen crítico, pero exponiendo en ello las contradicciones alojadas en su propio lugar de enunciación. En este sentido, no es un intelectual aquel que habla directamente desde la ciencia o desde el sector político al que representa. El problema es que hoy el intelectual desaparece no en la ciencia o en el bloque político, sino en el desprestigio de las ideas en el espacio público. En la actualidad, dada la posibilidad tecnológica de acceder de inmediato y masivamente al espacio público a través de las enormes posibilidades que entrega la web, el discurso reflexivo ha perdido protagonismo, cediendo a los clichés y los lugares comunes. Los mensajes que circulan en el espacio público parecen muchas veces las opiniones de gente pensando en “voz alta”. Esta es una variable a considerar cuando uno se pregunta por el lugar de la reflexión en el espacio público. Otro elemento a tener en cuenta es la autorrefencialidad de la política a partir del momento en que la esfera de la economía pareció hacerse autónoma y objeto de conocimiento científico. La pérdida de espesor reflexivo del discurso político, la desideologización de la clase política que ha devenido representante de los intereses de los electores antes que representante de una concepción de la historia, del hombre y de los fines últimos del Estado, esa pérdida digo incide directamente en la perdida de lugar del intelectual. En la televisión, en la prensa escrita, en las radios, impera la figura del “opinólogo”. El riesgo es que el filósofo, en su interés por llegar al espacio público, tal vez apresurándose a “cumplir con el rol del intelectual”, se transforme también en un opinólogo. Leí hace poco un texto del abogado Fernando Atria en donde este señalaba que a la derecha no le importan las ideas, que la derecha en Chile no sabe lo que es desarrollar una idea ni lidiar con un problema que aparentemente no tiene solución. Pues bien, creo que eso que Atria dice de la “gente de derecha” se podría decir hoy en general del espacio público, pues la circulación de ideas acontece en un medio que se caracteriza por el escepticismo y el cinismo antes que por una voluntad de diálogo. Días atrás leí la columna de un economista de derecha quien afirmaba literalmente que “la batalla de las ideas ya está ganada por los potentes conceptos de Adam Smith”. Pero sucede que el liberalismo de Smith es un humanismo que naufraga en la realidad neoliberal del mercado financiero globalizado. El otro día les decía a unos estudiantes que me interesa la confrontación de ideas, pero que si llego a sentir que lo que mi interlocutor desea es ante todo “ganar una discusión”, le regalo de inmediato la discusión. Nada realmente trascendente puede acontecer ahí. No soy pesimista, sino que más bien creo que es necesario controlar el afán de protagonismo mediático. Pienso que lo más interesante en nuestras áreas de trabajo está sucediendo en las fronteras disciplinarias. Participé hace poco, invitado por Betina Keizman del Departamento de Literatura de la Universidad Adolfo Ibáñez, en una jornada sobre literatura y cine. Mi exposición se tituló “Crítica de la cotidiana disponibilidad del lenguaje”, y ese mismo día en la mañana había estado en la Universidad Cardenal Silva Henríquez dictando una charla titulada “Hacia un pensamiento de la frontera”. Este año en el extranjero dicté charlas y conferencias en las universidades de Cambridge, Londres, Valladolid, Madrid, La Habana, y Quito, y los públicos, como te podrás imaginar, eran muy distintos, pero en todos los casos comprobé que en donde nos encontramos es en las fronteras. Esta no es una línea, sino un territorio, y es un lugar de exposición, de difícil traducción y a veces de intemperie conceptual para el discurso teórico porque es necesario revisar y reelaborar las categorías. Entre mis actuales compromisos de escritura, trabajo en la introducción a un libro sobre filosofía de la historia del filósofo español Manuel Cruz. Hemos iniciado una fructífera comunicación con Manuel, y este encuentro fue posibilitado en la Universidad de Valparaíso por el historiador Pablo Aravena, con quien tenemos una amistad de muchos años. Entonces Alex, insisto en el punto, en las fronteras se respira un aire vivificante.

A.I: Hace algunos años atrás eras uno de los filósofos que se destacaban en la escena nacional con un trabajo productivo relacionado a la escuela de filosofía de la ARCIS, universidad que se encuentra en una profunda crisis al interior de nuestro sistema de educación superior. ¿Cómo ves retrospectivamente la actividad y producción realizada en esa institución?

S.R: La Universidad ARCIS fue sin duda un gran proyecto académico, político e intelectual. Fue también el proyecto de una comunidad, algo que de alguna manera alcanzamos a respirar en sus aulas. Nunca fue una “taza de leche”, pues siempre hubo diferencias teóricas y políticas, y algunas de estas diferencias tenían al interior de la izquierda una historia que trascendía los muros y el presente de la universidad. Pero todo esto era parte de la vida académica, incluyendo un voluntarismo que permitió realizar muchas cosas. Además las mallas curriculares en las carreras de Historia, de Filosofía, de Sociología, de Artes, etcétera, exhibían todas por igual el sello de lo contemporáneo. Intelectuales de todo el mundo visitaban la universidad y se sentían a gusto en esta: Néstor García Canclini, Jaques Ranciere, Ernesto Laclau, Jaques Derrida, Tony Negri, Alberto Moreiras, por nombrar sólo a algunos. Recuerdo una vez en que, producto de una de las tantas crisis económicas por las que pasó ARCIS, las autoridades nos pidieron a los académicos ceder un porcentaje de nuestro sueldo para ayudar a paliar la crisis. No sé de nadie, entre aquellos a los que se nos hizo esta petición, que no aceptara en ese momento colaborar con la universidad, cuyo proyecto sentíamos como propio. ¿Qué universidad podría hoy siquiera insinuar semejante solicitud a sus académicos? En el casino de la universidad daban las 9, las 10, las 11 de la noche, y aún había mesas con estudiantes y profesores conversando, continuando los debates iniciados en clases o proyectando algún coloquio o mesa redonda. Dejé la dirección de la carrera de Filosofía en ARCIS el año 2006. En ese momento ya era nítido que los problemas comenzaban a adquirir una naturaleza diferente, pero de eso no quisiera hablar ahora, me he quedado con aquel recuerdo de ARCIS. Fue un gran momento. Supongo que un día alguien escribirá esa historia.

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