Al llegar a Santiago, Manuel fue directamente a la Villa Olímpica para informar del resultado de sus trabajos en el sur con Ñanculef, un cuadro militar mapuche. Aún era temprano, así que decidió desayunar en un conocido almacén de la Villa. Mientras tomaba un café, escuchó por la radio el redoble de tambores de La Radio Cooperativa, anunciando algo importante. Había aprendido que cada vez que se oía ese redoble a la gente se les ponían los pelos de punta. Esta vez, las noticias eran nefastas: Ñanculef, descrito con lujo de detalles, que despejaban cualquier duda, había sido capturado.
Los jefes de Manuel lo habían citado a la capital para informar los resultados del viaje, pero seguramente al enterarse, como él, de la situación en el sur y hasta que no se aclarara todo, incluida su situación, cortarían el contacto. Eso dictaba las normas de seguridad en la clandestinidad.
Poco antes de la separación del Frente con el PC, Manuel fue subordinado de Ñanculef y formó parte de su estructura. “Me están pasando un huinca”, dijo entonces, riéndose, cuando le comunicaron la noticia. Nunca habían trabajado juntos, pero se conocían muy bien. Estaban juntos desde el comienzo de la tarea militar del Partido Comunista chileno en Cuba, luego habían combatido en la guerrilla nicaragüense y formaron parte del apoyo en instrucción a los guerrilleros comunistas salvadoreños en Nicaragua. Manuel se había quedado sin vínculos orgánicos por cambios en la política partidaria que se venían dando después de los casos Carrizal Bajo, el desembarco de armas descubierto por la dictadura, y del atentado fallido a Pinochet. La alternativa que habían barajado sus compañeros era que regresara al exterior, pues el partido estaba desmantelando las estructuras vinculadas a su estrategia de Rebelión Popular y había comenzado precisamente con los proyectos en los que estaba involucrado Manuel. Esa suerte de Estado Mayor ya no era necesaria, para el PC no tenía futuro ni razón de ser. Pero había decidido quedarse en la clandestinidad y mantenerse junto a Ñanculef y el Frente.
Después de septiembre del 86, la situación que se vivía en Chile obligó a grandes cambios, la adopción de definiciones claves y, en otros casos, muchas vacilaciones con respecto al tipo de salida a la dictadura. Esta discusión y confusión cruzaba a todos los sectores y partidos políticos, en diferentes grados e intereses, lo que hacía temblar la firmeza ideológica de un gran número de dirigentes de la izquierda, sin excepciones, incluyendo a los dirigentes comunistas. Entonces, cualquier error político de los combatientes y jefes militares, especialmente en el terreno político militar, era usado como justificación para no seguir profundizando el enfrentamiento y la lucha por una salida revolucionaria a la dictadura.
La primera orden de Ñanculef había sido que Manuel le apoyara en la “basificación”, que significaba la construcción de bases orgánicas para varios cuadros en las zonas rurales, de Chillán al sur, en el territorio donde construía fuerzas el Frente en esos tiempos. Manuel estaba contento por el nuevo trabajo y partió a reconocer lugares potenciales y reales para que los compañeros rodriguistas se asentaran. Llevaba un buen tiempo realizándose esta tarea y era un verdadero trabajo de hormigas. Los estudios en terreno se estaban haciendo en localidades como San Fabián de Alico, Antuco, Mulchén, Lonquimay, Melipeuco, Lonquimay y Curarrehue, todas en sectores cordilleranos.
Cada compañero debía crear las condiciones para pasar el invierno en el territorio que estudiaba, recabando toda la información acerca de la presencia del enemigo, del comportamiento de la naturaleza, de la supervivencia en el frío cordillerano y de la conservación de alimentos. Todo debía ser entregado en un informe claro y concreto. Ñanculef le había contado que el hermano que se había instalado en Mulchén, mapuche como él, se la había ingeniado para auto sustentarse desde un primer momento y que Benjamín siempre destacaba su ejemplo. Este compañero rápidamente montó un negocio que sirviera de leyenda, invirtió la plata que le fue entregada en gallinas ponedoras y llegó a vender bastantes huevos en su zona. Los repartía por las casas del sector y aprovechaba de hacer su cometido, explorar sus territorios, sin sospechas de nadie.
En otros lugares, sin embargo, todo resultó en un profundo fracaso. Un caso en especial destacaba como el más complicado y dramático.
El compañero de Antuco no había alcanzado a subir toda la mercadería que había comprado para la temporada. La iba transportando de a poco y, parte de ella, la dejó a medio camino cerca del volcán Antuco. El invierno llegó más rápido que lo acostumbrado y no pudo seguir bajando a buscar las provisiones. El hombre quedó atrapado arriba, en la cordillera. Su justificación en la zona era buena: le cuidaba una tierra y animales a un familiar lugareño y para ello construyó un pequeño pero efectivo refugio. Debió quedarse todo el invierno en el lugar, acompañado por un par de perros y dos carabineros que se habían extraviado en medio de unos ejercicios de supervivencia. Le habían pedido refugio al compañero y, luego de informar a sus jefes por radio, se quedaron hasta que pudieran bajar. Este compañero le contaba después a Ñanculef, cuando pudo entregar su informe, que aguantó bien el frío, pero el desafío más grande era que tenía el hábito incontrolable de hablar dormido y temía que los pacos se enteraran que había estado en la guerrilla salvadoreña. Entre los tres, como buenos amigos, juntaron toda la comida que tenían y sobrevivieron dos meses del frío invierno, hasta que los policías bajaron.
Ñanculef, luego de recibir y aceptar a Manuel en su estructura, lo citó directamente a Temuco. Para el encuentro, debía bajarse tres kilómetros antes de llegar a la ciudad, en un paradero en que los buses interprovinciales acostumbraban dejar pasajeros. Una vez que el bus siguiera su rumbo, al igual que los pasajeros que se bajaran con él, Manuel debía regresar hacia el norte y, por la orilla de la carretera, caminar medio kilómetro. La distancia coincidía con un puente de alcantarillas debajo de la carretera sur. Una vez que llegara al lugar, debía meterse debajo del puente, ponerse la manta que Ñanculef le había pasado y esperar tranquilamente, oculto. Su señal de normalidad sería la manta. Le recomendó que llevara colación porque seguramente tardaría un rato en llegar a buscarlo.
Muchas horas esperó Manuel, protegido del frío por la manta mapuche, escuchando cada ruido y sintiendo el movimiento provocado por los vehículos que pasaban por encima de su cabeza. Sus pies estaban embarrados y entonces entendía por qué le indicaron que fuera con bototos y no con zapatos. Le advirtieron que, en el sur, los vínculos en las ciudades eran muy peligrosos, y que todos los contactos se hacían en el campo. Un perro flaco le hizo compañía en el momento justo en que sacó su colación. Compartió con él la gran marraqueta con jamón y queso que había preparado, además de unos buenos huevos duros.
Cuando ya la tarde estaba terminando y comenzaba a hacerse la idea que pasaría la noche bajo un puente, por fin llegó su compañero. Al principio no lo reconoció, venía con manta y botas de goma para el agua. “Vámonos de aquí, compañero”, y salieron de bajo el puente, caminaron hasta un vehículo detenido y enrumbaron hacia Puerto Saavedra.
Manuel comenzó a conocer a los mapuche gracias a esta experiencia de ida, trabajando con ellos. “Pareces profesor de historia”, le decía Manuel a su compañero, “siempre que empezamos una reunión, donde estemos, en una casa mapuche o en un cerro, a la orilla de un río, en una isla, siempre inicias la actividad hablando del lugar donde estamos reunidos, hablando de los mapuche que habían vivido y combatido en el lugar contra los españoles o contra los chilenos”. “¿Qué sabes tú de los mapuche?”, le contestaba Ñanculef, “no somos campesinos, somos mapuche”. Ñanculef, en lengua mapuche, significa Aguilucho Veloz.
Por las conversaciones desfilaban historias acerca de Lautaro, de Caupolicán, de los héroes mapuche que Manuel y cualquier chileno habían oído nombrar. Pero en una ocasión, Ñanculef nombró a Pelantaru. Dijo que la reunión que se iniciaba sería en honor a Pelantaru y sus guerreros. “Un 23 de diciembre de 1598, en la tierra donde estamos reunidos, hace casi cuatrocientos años, nuestros antiguos infligieron una de las más grandes derrotas a los invasores españoles”. Todos miraron a Ñanculef, esperando con ansias su relato. Eso había ocurrido cerca de Lumaco, a la orilla de un río, durante la primera vez que Manuel caminaba por la cordillera de Nahuelbuta.
Mirando a Manuel, “el blanquito del grupo” como le decían, Ñanculef dijo, “quiero que conozcan ahora una historia de nuestro pueblo, la que como siempre en los escritos de los chilenos y españoles se cuenta al revés; me refiero al llamado Desastre de Curalaba. Ellos muestran este hecho como una desgracia, pero fue un fiero combate entre españoles y mapuche en que los españoles perdieron, por eso lo cuentan como un desastre y no como un triunfo del pueblo mapuche”.
Relató con lujo de detalles la genialidad estratégica del jefe Pelantaru, o Pelontraru, que significa Halcón Luminoso, y fue nombrando a sus principales subalternos en ese combate, a Anganamón, a Caminahuel y siguió destacando guerreros ante el asombro de Manuel que se dijo, “no he escuchado nunca estos nombres… y yo que pensaba que me las sabía todas acerca de la historia de Chile. En verdad, no conozco la historia de los mapuche, soy un chileno bruto e ignorante”. Ñanculef continuó nombrando a Epolicán, Catirancura, Huenchecal y a Aypinante, Huaquimilla, Nabalburi, Camiñancu y varios más que Manuel juró investigar y estudiar. Todos estos jefes y sus tropas, en un plan de combate muy claro, habían tomado por sorpresa a las tropas del gobernador español del Chile de esa época, Martín García de Loyola, destruyendo totalmente sus fuerzas. Igual como lo habían hecho años antes con las tropas de Pedro de Valdivia las fuerzas de Lautaro. Ambos gobernadores invasores murieron en esos combates. En la narración, Ñanculef usaba el terreno para explicar todo el enfrentamiento, resaltaba la grandeza militar de Pelantaru, ante la emoción de los jóvenes mapuche presentes y de Manuel.
El jefe Ñanculef abrió su conocimiento acerca de la historia de los mapuche a Manuel, tal como la trasmitía, oralmente. Recorrieron juntos el territorio desde Curarrehue en la Cordillera de los Andes, hasta Coi Coi, en la costa del Pacífico, y desde el Bío Bío hasta Valdivia.
Juntos enfrentaron la dura etapa de la separación con el Partido Comunista. Para Manuel, su apoyo fue importante, pues él llevaba más tiempo en la organización. Vivieron un enfrentamiento ideológico muy decisivo. Fue una discusión que significó innumerables viajes, porque a Manuel le asignaron la misión partidaria de crear las condiciones para que los militares del Frente se entrevistaran con un dirigente partidario importante. Las conversaciones fueron muy complejas y difíciles. El enviado del partido era una persona muy reaccionaria, no estaba de acuerdo con la implementación de la política de Rebelión Popular, ni de la formación de cuadros militares. Y sí estaba a favor de desmantelar al Frente Patriótico, lo que era rechazado por todos los oficiales con quienes se reunía.
Ñanculef, como se enteró Manuel esa mañana en la Villa Olímpica, había sido detenido en una terminal de Temuco; el trabajo orgánico en el sur había sido detectado por los agentes de seguridad de la dictadura. Pusieron varias pistolas contra su cabeza cuando se sentó en el bus que lo iba a trasladar a Santiago. Ñanculef fue salvajemente torturado y luego debió soportar varios años en diferentes cárceles de la zona.
Todo lo trabajado por Manuel y Ñanculef debió mantenerse en silencio por un tiempo. Tiempo después, se reinició esa tarea y se pudo seguir operando contra la dictadura desde ese territorio histórico, pero ya sin el notable líder mapuche al frente.
Fueron esas fuerzas, organizadas mediante ese trabajo, las que tiempo después reimpulsaron el trabajo político para la irrupción de la Guerra Patriótica Nacional, la GPN del Frente Patriótico en octubre del 88. Pero ya no estaban a cargo los jefes naturales de esta fuerza mapuche: Ñanculef estaba encarcelado y Moisés Marilao Pichún, otro hermano oficial y jefe mapuche, asesinado el 19 de abril del 85, luego de intentar escapar de la comisaría de Temuco en que estaba apresado.
Manuel salió del territorio por seguridad, fue guardado por un tiempo en Santiago. Se decía en los informes de seguridad de la organización que también querían detener al sujeto que acompañaba siempre al jefe mapuche capturado, incluso se comentaba que por Curarrehue lo habían detectado con una parka muy llamativa. De igual manera, tiempo después, Manuel regresó al sur, pero en otros sectores y siempre recordando las enseñanzas aprendidas de su hermano Ñanculef, su verdadero profesor de historia mapuche en Chile.
– José M. Carrera es autor del libro “Somos Tranquilos, pero nunca tanto…”, homenaje a los combatientes mapuche del FPMR. Ceibo Ediciones. Lo aquí publicado es el “Capítulo XII. Ñanculef” de ese libro
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