Las migraciones en Europa 2015
por Alberto Magnet (Barcelona, España)
10 años atrás 5 min lectura
No hay prácticamente ningún país de los que hoy pertenecen a la Unión Europea (28) que no haya sufrido o estado expuesto a conflictos que, en el pasado, generaron migraciones masivas. Dichas migraciones casi siempre han sido provocadas por grandes acontecimientos bélicos, entre ellos los dos más desastrosos de la historia. Desde Portugal hasta los Balcanes, el movimiento de refugiados provocado por conflictos bélicos y persecuciones políticas no ha cesado en 150 años. Alemania conoció su dosis de grandes transmigraciones después del descalabro geográfico-político provocado por dos guerras. Ningún pueblo europeo fue ajeno a aquello. Del horror nazi huyeron belgas, franceses, daneses y holandeses que debían encontrar refugio de las fuerzas que atentaban contra su existencia. Los franceses forzados a trabajar en las industrias alemanas durante la Segunda Guerra mundial fueron separados de sus familias, y algunos jamás volverían a reencontrarse con ellas. La persecución de los judíos no era sólo una persecución de los judíos. Allí donde el ejército alemán estuvo presente, desde Rusia hasta Francia, provocaron grandes migraciones de poblaciones que de otra manera jamás habrían dejado sus tierras ancestrales, sus lugares de trabajo, los territorios donde se había constituido su vida familiar y, en el sentido amplio, su vida como sujeto político. Los refugiados españoles en Francia después de la guerra civil, por ejemplo, llegaron a sumar 400 mil. Con la acogida que les dieron los franceses, al final quedaron un poco más de la mitad (220.000). Pero esa mitad equivale a la totalidad de refugiados sirios que hoy la ONU pide como cupo al conjunto de los países de la UE.
Hoy, en un planeta global, poco importa si los refugiados son vietnamitas (que en su tiempo lo fueron y cruzaron océanos más anchos y peligrosos que el Mediterráneo) o nicaragüenses, kurdos o libios. Por aquel entonces no había espacio Schengen. Todavía no había llegado el momento en que el coste de gestionar (políticamente) las migraciones de refugiados era inferior a las ganancias (económicas) que se podía obtener de una mano de obra barata (exceptuando prisioneros de guerra y trabajadores forzados). Schengen, ahora lo vemos, es un espacio construido para la libre circulación de mercancías y de mano de obra, pero no de las libertades. Aquello que en su momento pareció tan atractivo y loable porque consagraba una libertad de movimientos que, en realidad, había existido siempre en Europa hasta la década de los setenta, hoy muestra su verdadera cara. Schengen se perfila cada vez más como un instrumento de las grandes empresas para tener a su abasto mano de obra barata, analfabeta en cuestiones de derechos laborales, y muda por su condición de “inmigrantes”, en el fondo, gente que no sabe lo que quiere –dicen los empresarios- y está dispuesta a trabajar años por salarios de hambre para padecerla y poder así sacar a uno más de los suyos del infierno de donde él/ella salió.
Los mismos Estados cuyos ciudadanos en su tiempo padecieron los horrores de un exilio forzado, hoy esgrimen todo tipo de razones económicas para justificar el freno que han puesto a las exigencias de la Unión Europea o de Naciones Unidas, de acoger entre 180 mil y 200 mil refugiados sirios. En el caso de España, aluden a la tasa de paro, en el caso de otros Estados, como Hungría, el razonamiento es puramente racista. En otros, se trata de no saturar con nuevos cupos la situación de por sí tensa entre la población de los países de acogida y los refugiados/migrantes, como Alemania, Holanda o el Reino Unido. Todos tienen sus explicaciones, y no tiene sentido hacer un inventario. Bastaría la voz discordante de un solo país para que la noticia también se centrara en esa disidencia. Pero la excepción no han sido los gobiernos nacionales. Son los gobiernos regionales y los propios habitantes de grandes y pequeños municipios de toda Europa los que han desautorizado la mezquina postura oficial de sus gobiernos. El ayuntamiento de la ciudad de Valencia ofrece por sí solo casi tantas plazas de acogida (1600) como Mariano Rajoy intenta aprobar como medida para todo el país. En toda Europa, las redes sociales se llenan de reseñas de iniciativas personales o vecinales que desmienten los argumentos estrechos de sus gobiernos.
Es lo que marca la diferencia con los tiempos del pasado. Huérfanos de sus propios gobernantes, los ciudadanos hoy en día forman redes de acogida sin atender a instrucciones desde arriba, consiguiendo a la vez que confluyan las ofertas de ciudadanos que ofrecen sus casas y sus medios para acoger a otros, que vienen huyendo del apocalipsis, caminando o navegando miles de kilómetros, y que todavía no ven el final del camino. Se trata de coordinar las iniciativas de fórmulas no institucionales (es decir, iniciativas ciudadanas) de remedio, o al menos de alivio, y el resultado es notable por su alcance.
Si los gobiernos de los estados europeos no toman conciencia de esta gran brecha que se ha abierto entre la solidaridad de sus ciudadanos y la indiferencia farisea con que ellos han encarado el actual estado de cosas al otro lado del Mediterráneo, es que ignoran del todo que el “divorcio” entre la sociedad civil y las instituciones del Estado moderno ha ido más allá de lo recuperable. Es hora de que esos gobiernos se preparen porque la ola de repudio que los barrerá será más poderosa que las anteriores, de las cuales siempre, de una u otra manera, han salido indemne y han logrado reponerse.
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