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El sentido de la muerte en los mártires obreros de la Escuela Santa María

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Después de un largo ocultamiento y escamoteo institucionalizado, en nuestros días, conocemos ampliamente las funestas consecuencias que provocaron en el movimiento obrero las agudas contradicciones que existían a comienzo del siglo XX entre la oligarquía y el proletariado chileno.

Podemos colegir que los campamentos salitreros y todas las urbes que se desarrollaron en torno a la explotación del nitrato, fueron una formidable cantera donde se plasmaron disímiles historias, muchas de ellas trágicas, como la que nos cuenta todos los creadores mencionados, con olor a muerte y sangre obrera. Pero, también, allí mismo se forjaron conocimientos y pensamientos en torno a la visión común de la liberación de los explotados, para dar por resultado una fuerza social organizada y consciente que, posteriormente, proyectaría su influjo por todo Chile.

Previamente debemos señalar que la cruenta historia de la Masacre de la Escuela Santa María se centra en torno a la pobreza, la explotación, las pésimas condiciones de seguridad en el trabajo y la lucha que emprende el movimiento obrero. En ese escenario, Pezoa, nos retrata la pobreza de la pampa cruda, ominosa y fatal. “Canto a la Pampa, la tierra triste/ réproba tierra de maldición /que de verdores jamás se viste /ni en lo más bello de la estación”

Por otro lado, la insalubridad, el alcoholismo, la prostitución, la tuberculosis, las enfermedades venéreas, los accidentes del trabajo y el desgaste físico como consecuencia de las duras faenas, resultaron ser una constante en la vida del obrero. Sumemos que los salarios eran nominativos (dinero no veían, sólo fichas) y en ningún caso alcanzaban para satisfacer sus necesidades básicas. Baldomero Lillo, Obras completas (1968), describe:

Por el clima, la índole especialísima de sus faenas, el régimen patronal, la preponderancia del elemento extranjero y la nulidad de la acción gubernativa, la tierra del salitre, abrasada por el sol del trópico es una hoguera voraz que consume las mejores energías de la raza. (65)

En efecto, estos breves antecedentes, nos llevan a reflexionar sobre la situación infeliz que vivió el trabajador, producto de las miserables condiciones de vida, los trabajos inhumanos y la ausencia de leyes que lo protegiera.

Expresado de otro modo, la muerte se paseaba atrevida, cínica y periódicamente por el campamento minero, puesto que, virtualmente, la existencia del minero era su otra cara. La muerte era una realidad ubicua que se extendía por todo el desierto, que se filtraba en los campamentos mineros y se incrustaba en el semblante del trabajador. Sabella en Norte grande, nos dice: “Se vive cincuenta o sesenta años, agonizando. Porque en los “rajos” la piel, poco a poco, va chupando muerte. La carne se endurece en anticipaciones macabras y si los pampinos hablan, parcamente, es porque la sombra funeral cercena palabras en su corazón” (163)

No es extraño que durante ese período la muerte accidental, el tiro a mansalva y la represión patronal constituyan algunas de las amenazas directas que acechan la vida de los trabajadores. “La muerte ondeaba desnuda en la mechas de dinamita; graznaba en la soledad de las huellas; era el molde mordiente de las piedras” (Sabella 163).

Se puede discurrir que la muerte reside en el campamento minero y condiciona directamente la vida, el modo de pensar y de sentir del obrero. Lillo, nos hace notar el alto costo para su salud y vida que tiene para el obrero algunas faenas.

Es un hecho conocido que el desripiador, cuando una pulmonía no acaba con él sorpresivamente, sólo resiste dos o tres años una labor que bien puede calificarse como salvaje, pasando después a engrosar el ejército de impedidos, de los inválidos, de los derrotados en las luchas del trabajo.(404)

 En ese contexto, las consecuencias inmediatas que provoca la muerte por accidente son catastróficas: primero, padecimiento para su grupo social y, segundo, agudización de las contradicciones entre obreros y patrones.

La explotación y la miseria producen desgracias que abaten la vida de los pampinos, lo que conlleva a algunos a la desesperación y, a otros, a la aceptación, pues ese dolor forma parte de sus realidades y únicamente atinan a ahogarse en la consolación.

Con el pasar de los años, la desesperanza y la incertidumbre recrudecen, debido a las rudas faenas y el quiebre de los vínculos familiares. La orfandad, el aislamiento, la soledad y el sentido de desarraigo a su tierra originaria que expresa el personaje, constituyen otras de las muchas manifestaciones reales y simbólicas de la patética muerte. A la par, el pago en fichas, los despidos, las alzas en los artículos básicos y la carencia de una ley social, contribuye al desarrollo de la violencia en este grupo social, lo que a su vez origina otra posibilidad de muerte abrupta.

Lo predecesor refleja la escasa o nula valoración que tiene el empresariado salitrero de la vida y seguridad del obrero. Recordemos que el obrero no tenía estabilidad laboral, en cualquier momento podía ser sustituido, lo que generaba una alta movilidad en el trabajo y, por consiguiente, provocaba un ambiente de desidia y menosprecio por parte de los empresarios por el valor humano de estos trabajadores.

Agreguemos que las condiciones de trabajo de los niños y de las mujeres resultan todavía más inhumanas y mortales. La familia es objeto de la misma discriminación y explotación social. Al mismo tiempo, la estructura clasista de la sociedad incluye igualmente una estructura clasista de la medicina, que protege más la vida de los potentados que la de los trabajadores.

Podemos elucubrar que todas las condiciones sociales límites (enfermedades, accidentes y castigos) que enfrenta a diario el obrero le obliga a reflexionar sobre la fragilidad de su vida y de su porvenir incierto. A la postre, todos estos factores descritos fueron los que gatillaron la necesidad de organizar y movilizar conjuntamente a la gran masa de trabajadores de las diferentes ocupaciones relacionadas con la industria del salitre.

Es dable que los trabajadores enfrentados a tales vicisitudes – más allá de sus creencias sobre la existencia o no de un ser superior – aseveran que están abandonados de la mano de Dios o como diría Nietzsche “Dios ha muerto”, porque él los castiga y lo hace sufrir sin motivo. Esta percepción se acentúa al ver a la iglesia divorciada de la problemática social y al Estado ausente en su rol protector. Esto revela, en lo sustantivo, un despertar abrupto de vidas carentes de afección y de protección; ausencias que son decidoras en sus concepciones de vida y en sus perspectivas futuras.

Por otra parte, la violencia policial, la xenofobia, la violencia política y patronal, también son variables que coadyuvan a configurar en el pampino una visión trágica de la vida. Evidencia de esta violencia patronal fueron los crueles castigos y los constantes despidos que sufrieron los pampinos debido a las desobediencias cometidas y su espíritu rebelde. Sumemos a ello, la discriminación abierta que existió contra los inmigrantes peruanos y bolivianos, a través de las Ligas Patrióticas, entre los años diez y veinte del siglo pasado.

Sergio González en El Dios Cautivo (2004), nos explica:

…esta visión trágica no es exclusiva del desierto o de la pampa, porque trágicas eran las visiones de mundo de los sujetos amalgamados en el territorio salitrero, especialmente indígenas y campesinos. No pasaría mucho tiempo, cuando el pampino ya organizado socialmente en mutuales, sociedades de resistencia y partidos políticos, asoció esa visión trágica a la pampa y a su condición de proletario. (10)

Podemos especular que esta mirada trágica es el resultado de una angustia ontológica, al sentirse condenado a trabajar eternamente y a sufrir la explotación patronal, sin un destino fijo y sin ninguna probabilidad de una vida mejor. Entonces, la vida detenida se confunde con la muerte. En la obra Santa María del Salitre (1989), de Sergio Arrau, un personaje dirá: “Ya no se puede vivir con lo que ganamos. Una marraqueta grande vale un peso. O sea que con cuatro marraquetas nos gastamos todo el jornal” (21)

No es el trabajo en sí mismo lo perverso, sino la explotación y los salarios de hambre que llevan a los obreros a la pobreza y, por ende, a la muerte. Marx en su obra cumbre El Capital, argumenta: “El obrero se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías crea…Hasta tal punto se manifiesta la realización del trabajo como anulación del hombre, que el obrero se ve anulado hasta la muerte por hambre” (74-75).

De acuerdo a lo puntualizado, podemos sostener que en esas circunstancias la construcción social de la muerte está mediatizada por la cercanía física, temporal, espacial y mental respecto a ella.

En otro ámbito, hay que aclarar que en la cosmovisión pampina subsiste la creencia que la muerte biológica puede primariamente conducirlo a morar en libertad en ese mismo espacio, transformándose así en un elemento constitutivo de su propia realidad. Acotemos que ese fuerte arraigo que construye el obrero en torno a la pampa es lo que sostiene su sueño de eternizarse en el vasto páramo.

En el desierto no cabe el olvido: se cree que, de repente, los muertos cobrarán su cuota de amor y saldrán secos, íntegros, con la elocuencia tremenda de la conciencia, a recordar a los vivos que ellos reposan allí no más, a metros de su día moribundo, viviendo el verdadero exilio del cielo, en una especie de plenitud de la piedra.

(Sabella 163)

Por otro lado, podemos aseverar que habitualmente la muerte de un obrero era una perdida social que afectaba a todo el colectivo, alterando la estructura de roles, por lo que obligaba la reconstrucción y reintegración de los mismos mediante la realización de ritos de transito y funerales con participación comunitaria.

La historiografía nos ha documentado que ante la intransigencia patronal, el 10 de diciembre de 1907, más de 15 mil obreros pampinos de una treintena de Oficinas Salitreras adhirieron a la paralización de actividades y marcharon hacia Iquique para exigir demandas tan básicas como: salarios según cambio fijo de 18 peniques; libre comercio en las oficinas; fichas que se recibiesen tuviesen el mismo valor que el dinero; prevención de accidentes, control de medidas y precios; pago de desahucio, o indemnización; instrucción para los trabajadores; protección laboral para los obreros huelguista.

Portando estas peticiones y con el propósito de cambiar el régimen de muerte que los azolaban, los obreros salitreros caminaron, como en ritual de muerte, por el desierto en caravana hasta Iquique, con la esperanza latente de encontrar una solución a su conflicto. Pero, también eran conscientes de la intransigencia de los industriales y de los funcionarios públicos. Por ende, rondaba la posibilidad del fracaso de las negociaciones y, en el caso extremo, el tránsito hacia un destino fatal.

En el trayecto de la pampa a la ciudad los obreros sufrieron el asedio de la clase patronal, la cual intentaba minar su fuerza y moral.

Los hechos históricos confirman que el movimiento obrero durante la permanencia en el puerto tuvo un accionar pacífico y responsable, tomando en cuenta que fueron varios miles de mineros con sus familias los que se congregaron, pese a las histéricas y censuradoras notas periodísticas que publicaron en su contra los diarios controlados por los empresarios.

A su llegada a la ciudad los obreros recibieron el apoyo de los gremios y la solidaridad de clase. Pero, también, las provocaciones, insultos, falacias, amenazas, violencia y el rechazo de la clase dominante, resultaran decidores para su accionar. Precisamente, los antecedentes históricos aluden a ese hostigamiento constante de las autoridades, por ejemplo: el incidente en la estación Buenaventura que arrojó un número de seis víctimas fatales, por parte de los obreros; los patrullajes en las calles de las fuerzas de orden, a caballo y armados de lanzas y sables; la permanencia obligada de los trabajadores y sus familias en la escuela, transformando la dependencia en el cuartel general de los pampinos. En fin, se descubren un conjunto de acciones amenazadoras de las tropas y las autoridades que los dirigentes interpretaron no sólo como una práctica de amedrentamiento, sino como el presagio de una represión armada de mayor envergadura.

Con todo, la muerte acechaba la ciudad y perturbaba la conciencia de los obreros, mas, nunca dimensionaron la magnitud de violencia que iba alcanzar. Los antecedentes históricos nos demuestran el contraste entre la actitud pacífica de los pampinos y la violencia ejercida por los representantes del Estado y los capitalistas. Frente a la muerte violenta, los obreros surgen como arquetipos victimizados y las autoridades civiles y militares, como símbolos del poder opresor. Consecuentemente, los obreros aparecen como defensores de la vida y los oligarcas como portadores de la muerte.

Al igual que en otras experiencias represivas de la burguesía de la época, la decisión estaba tomada y sin dilación fue aplicada para el infortunio de los huelguistas.

Del mismo modo, la historia evidencia dos miradas frente a la muerte: mientras unos exhiben una natural actitud de resignación, fatalismo y entrega al infalible final. Otros, adversamente, manifiestan su convicción que la muerte les da significación a su vida. Sobre este tópico, Marcuse, en Ensayo sobre política y cultura (1987) asevera:

De estos dos polos opuestos pueden inferirse dos morales en contraste: por una parte, la actitud hacia la muerte es la aceptación escéptica o estoica de lo inevitable, o incluso la represión de la idea de muerte durante la vida; por otra, la glorificación idealista de la muerte es lo que da «significado» a la vida, o la condición previa de la «verdadera» vida del hombre. (151)

Acorde con este constructo ideológico, la muerte representa para el pampino un paso transitorio que le permite redimirse y perpetuarse en la misma tierra donde vivió y laboró durante tantos años. A nivel ideológico, opera una forma de celebración de la muerte que le da valor a la vida del obrero, ya que puede incorporarse a la memoria colectiva y, correlativamente, trascender y adquirir importancia en su mundo social.

En concordancia con lo anterior, podemos plantear a modo de hipótesis que la trascendencia que se le atribuye el obrero mártir, surge de su propio pensamiento, de sus emociones, creencias particulares y de la praxis militante inmersa en el movimiento social.

Glosando a Epicuro, el obrero se moría, pero nunca estaba muerto para la memoria de su comunidad. Es más, en las peores condiciones de vida y enfrentado a vicisitudes extremas, el pampino no renuncia a la posibilidad de seguir existiendo en ese territorio y entregarse a la causa obrera.

El axioma involucra dos compromisos: El primero, una predisposición a continuar la lucha por una sociedad ideal y, el segundo, un juramento solidario de clase que implica la idea que los caídos permanecerán eternamente en la memoria del colectivo. Entonces podemos desprender que el obrero es plasmado en el texto como un sujeto social, político e histórico que enfrenta su fatal destino hermanado en un sentimiento genuino: el internacionalismo proletario.

A partir de esta hipótesis, deducimos que la muerte en el pampino representa un sometimiento heroico que lejos de aniquilarlo, le abre caminos para librarse de las cadenas de opresión. En efecto, su inmolación, idealiza la pasión sacrifical, “purifica” su brutalidad y ve en ella una prueba de unidad, de esperanza y de una comprensión más profunda, pues transmuta la voluntad del colectivo. Empero, distante al pensamiento platónico, los responsables de la masacre no quedan absueltos de toda culpa por el crimen capital. Así lo grafica el poeta Pezoa en su Canto a la Pampa: “Pido venganza por el valiente que la metralla pulverizó/ pido venganza por el doliente/ huérfano y triste que allí quedó. “Baldón eterna para las fieras/ masacradoras sin compasión/ queden manchadas con sangre obrera/ como una estigma de maldición.”

Esto puede ayudar a explicar que la muerte para el trabajador – sin proponérselo de manera juiciosa – no simboliza el final sino el comienzo de una nueva historia de lucha, por tanto el cuerpo que vivía antes dominado por el sistema capitalista, ya no tiene mayor valoración, puesto que por su carácter temporal éste dejó de ser la vida real y es el pensamiento libre o consciencia que se sobrepone a la dominación social y a la misma muerte. Heidegger, Jaspers y Sartre concuerdan en alegar que la muerte es reveladora de la propia vida. Frente a la muerte como situación extrema o experiencia fenomenológica se descubre el carácter temporal y, luego que lo insustancial se resigna, surge, entonces, el sentido de la vida y la realidad.

En el marco de la óptica hegeliana, no es antojadizo aseverar que una vez ocurrida la matanza, es el sentimiento libertario que abraza el obrero el que conquista la verdad, enfrentando al sistema capitalista e irradiando una fuerza sorprendente (la lucha mancomunada) que evita que la vieja sociedad destruya el sentimiento de esperanza y permita reanudar con más fuerza el camino hacia una nueva realidad, aunque ellos no la alcancen ver.

En consecuencia, el obrero admite la posibilidad que la muerte pueda otorgarle una “inmortalidad histórica”. En esa dirección, Sixto Rojas lo expresa poéticamente: “… la sangre vertida es semilla que germina haciendo nacer nuevos luchadores… en todas las edades, donde hubo tiranos, hubo rebeldes”

Por ende, la muerte heroica lo puede transformar en un personaje histórico e inmortal. Tal perennidad representa una manera de afirmación como clase social más allá de la muerte y como una negación del carácter definitivo de ésta. A su vez, dicha categoría conduce al nacimiento del mito o modelo que adoptará la impronta de “héroe”, en este caso del pueblo. Esta mitificación del obrero asesinado, como fuente de significación simbólica, se convierte posteriormente en un elemento primordial en la historia del movimiento obrero nacional, pues permite transmutar la derrota en un factor de victoria futura. En este esquema épico la figura obrero es transformada en héroe colectivo, el que sufre todo tipo de privaciones y violencia, pero que, sin embargo, demuestra valor, resistencia, consecuencia, espíritu de lucha y audacia ante la muerte, sintetizando el sueño esperanzador del proletariado.

Entonces, en esta circunstancia, cuando la muerte tiene un objetivo no es un hecho bruto, sin verdad; por el contrario, es una posibilidad de vincularse con otro mundo, es el camino de la verdad. Al anteponer el obrero su resistencia pacífica a la violencia patronal, decide en conciencia su muerte y con ello se hace inmortal y adquiere el poder de dar sentido y verdad a su propia muerte, transformándolo en un héroe que habita entre la frontera de la vida y la muerte.

Conforme al pensamiento senequista, que dice que no hay que tener miedo a lo que no existe, el obrero en esta circunstancia histórica no titubea ni se amilana, brega obstinadamente hasta las últimas consecuencias, aunque ello signifique desafiar a la misma muerte. Por consiguiente, la muerte se convierte simbólicamente en “luz y sombra” en relación con la vida, aspectos básicos para entender su existencia y satisfacer sus intereses de clase.

Siguiendo la especulación preliminar, podemos sostener que la idea de la muerte responde a un concepto sociopolítico que convierte las condiciones objetivas o la violencia estructural que vive el obrero en la matriz para generar una percepción revolucionaria de la muerte, cuyo ideario es en definitiva conseguir una sociedad ideal sobreponiéndose a la masacre.

Un punto de inflexión es el momento que la autoridad les ordena desalojar la escuela y volver a los campamentos, como condición para continuar las negociaciones, pero los obreros se resisten. A esa altura, se decreta el estado de sitio. Las fuerzas armadas cercan a los trabajadores en el establecimiento educacional y a las 3.45 del fatídico 21 de diciembre se da la orden de fuego que sepulta en un baño de sangre las aspiraciones y los sueños de los obreros.

Posterior a la matanza, Silva Renard comunica en su locución guerrera los pormenores del aniquilamiento:

…penetrados también de la necesidad de dominar la rebelión antes que terminase el día, ordené a las 3.45 p.m. una descarga por un piquete del regimiento O´Higgins hacia la azotea ya mencionada y por un piquete de marinería situado en la calle Latorre hacia la puerta de la Escuela, donde estaban los huelguistas más rebeldes y exaltados

Es difícil comprender aquel escenario aterrador y las razones por qué se masacró a los huelguistas. No hay duda, el objetivo fue infundir el terror para que los trabajadores no siguieran el ejemplo de los obreros en huelga. Pese a todo, lo único que nos queda del relato heredado son las expresiones de dolor y vergüenza que manan de los sobrevivientes. De manera concluyente: la escuela termina por convertirse en el espacio del sacrificio.

Ante el miedo atávico que sentía la burguesía por los obreros organizados, Silva Renard cumple la orden y desata una brutal carnicería, en donde el hedor a sangre sobreexcita a las bestias del capital. Después el escenario queda vacio, en él solamente imaginamos espectros que se dibujan en la nada misma, reflejo de aquella escuela que quedó muda e impávida frente a la siniestra muerte. Tiempo después, Volodia Teitelboim, en su obra Hijo del salitre (1952), nos relata: “El olor de la gran muerte se desparramó por la ciudad…Se olía la muerte por todas partes…era su obligación recorrer todos los lugares de la muerte, hasta encontrar su muerte…” (322).

Después llegan las carretas con los sepultureros a echar cal a los anónimos sepultados en una fosa común para que se olviden de ellos y nunca los nombren en la historia. En este sentido, la muerte es usada como un instrumento simbólico de dominación utilizado por los poderosos, pues para los pobres marginados, su lugar está en las fosas comunes, ni siquiera les dan un lugar digno donde yacer. La dignidad no es respetada ni protegida en la muerte, pues, para los patrones, los obreros no tenían sentido de humanidad, ya que para ellos eran meros delincuentes, turba, ignorantes, revoltosos, etc.

Pero, nótese, en un nivel alto de abstracción, no hay nada más invencible que la sangre derramada por los inocentes, ella es fuerte, aflora y mancha la caliza con su tinte rojo; se desparrama por las calles de tierra para que no releguen al olvido a los muertos, a los asesinados, a los mártires masacrados en ese día infausto.

Con distancia histórica nos surgen dos preguntas: ¿Acaso la masacre de la Escuela Santa María no personifica la lucha entre la vida y la muerte? O dicho de otra manera: ¿La inmolación de los obreros no es una figura metafórica de negación de la muerte como efigie del sistema capitalista?

En su estadía en el puerto, nada le fue fácil para los huelguistas. Fueron sitiados en una escuela y, mientras sucedían las negociaciones, el desamparo, el acoso, la insidia y la represión comenzaron acecharlos. Días después, las balas los envolvieron en un charco de sangre que los convirtió, emblemáticamente, en un sólo ser, con miles de ojos, con miles de piernas y un solo sueño.

En estado de sitio y con la muerte golpeando la puerta de la escuela, podemos elucubrar que en ellos se tornó consciente los límites de su naturaleza humana y se reafirmó el significado que tenía el sacrificio para que cesara la explotación de su clase. No obstante, aun encarando la muerte de manera auténtica, ella continuó siendo fiera y horrible de mirar.

La muerte para los pampinos personificó el ingreso a la historia, una evidencia que, ante las armas asesinas, los volvió protagonistas de su propia tragedia. Y, diametralmente opuesto de lo que los represores pretendían con la imposición de la muerte, no se pudo detener la lucha obrera que siguió en nuestro país sempiternamente.

Juzgamos que cuando hagamos un examen de conciencia de esa historia cruel y desconocida, estaremos en condiciones de hablar sobre la muerte libremente sin temor, sin truculencia o contención. Es probable que en ese intervalo de conmoción, seamos capaces activar de manera madura la dolorosa memoria, con el objetivo que las energías de la tradición puedan comprender y transformar el actual escenario social.

Otro aspecto que podemos extraer de esta cruel experiencia histórica es que hacer memoria de esta matanza cobra sentido, más que como una predisposición nostálgica respecto al hecho histórico, como una fuente de conocimiento que orienta y activa las acciones del presente. En este plano, el pasado más que observarse como una pieza de museo o algo perdido, debe resignificarse para despertar, revivir y dar una orientación al quehacer social de los trabajadores. Por lo demás, también nos compromete a escribir la historia de un modo diferente, sin recurrir a la violación de los Derechos Humanos para zanjar nuestras diferencias e intereses.

Nos quedamos con las atinadas palabras de Mario Bahamonde, quien en su texto Pampinos y salitreros (1973) nos expone:

La muerte no es una estadística: es un hecho personal y privado que se convierte en público cuando la maldad humana desata sus huracanes. Y entonces da lo mismo que sean cien o mil, porque, más allá del dolor, sólo pesa la injusticia, la implacable inconsciencia, especialmente si se trata de amparar un sistema en el cual la carne humana es un medio para sustentar la riqueza. (93).

– El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior y Dramaturgo

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1 Comentario

  1. David Valencia

    Amigos al decir de extranjeros que vinieron a este país una vez independizados de España, vieron las condiciones en que vivía el pueblo, y les causaba horror, porque tanto eran explotados por extranjeros como por las oligarquías criollas. Tal crimen se viene dando desde la conquista hasta nuestros días, por cierto que se han ido cambiando según las circunstancias, las maneras de tratar con el pueblo.
    Recomiendo leer de Felipe Portales: El mito de la democracia en Chile.
    Que aproveche.

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