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A qué fue Bachelet a Washington

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La reciente visita presidencial a Estados Unidos permite analizar el estado de las relaciones entre la primera potencia y nuestro país, en el marco del despertar de la conciencia latinomericana en defensa de su soberanía y en la búsqueda de la integración. Michelle Bachelet acudió a su cita en el despacho oval de la Casa Blanca en un momento especialmente delicado para las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Poner el acento en este aspecto no es baladí. No sólo los países del Alba mantienen en la actualidad una tensión abierta con el gobierno de Obama. Las discrepancias también abarcan a países como Brasil, afectado por las políticas de espionaje económico a sus empresas estratégicas, y a Argentina, que se ve atacada por la reciente resolución judicial norteamericana que le impide cancelar sus compromisos crediticios si no accede a la vez a pagar a los llamados “fondos buitres” un monto superior a los 13.000 millones de dólares y que amenaza su estabilidad a largo plazo.

En medio de estas graves contradicciones, la relación entre Chile y Estados Unidos puede parecer un elemento menor. Pero la singular posición chilena le otorga a los ojos de Washington un papel estratégico. Cuando Obama definió a Bachelet como su “segunda Michelle favorita” después de su esposa, no estaba exagerando. A Estados Unidos le quedan pocos amigos en América Latina, y los que conserva lo son por obligación y coacción, más que por convicción. En ese cuadro, Chile quiere ser la “niña bonita” que se hace de rogar para salir al baile. La diplomacia chilena, encabezada por el canciller Heraldo Muñoz, ha denominado a esa estrategia “convergencia en la diversidad”. Una manera elegante de afirmar que Chile no se va a alinear en las disputas estratégicas, sino que privilegiará sus intereses, pragmáticamente. Esta es la posición oficial pero, ¿será así en la realidad?

 

¿CONVERGENCIA EN LA DIVERSIDAD?

La política internacional del gobierno Bachelet II no parece orientarse en los hechos por esta neutralidad. Más bien se atisba una continuidad con las políticas anteriores que llevaron a Chile a ser un campeón del libre comercio, a costa de su soberanía económica y la protección de sus sectores estratégicos. Las 48 horas de Bachelet en Washington trataron de dejar en claro esta idea. Primero, ante el gobierno norteamericano. Segundo, ante la poderosísima Cámara de Comercio de Estados Unidos. Y en tercer lugar, ante las instituciones de Bretton Woods: el Banco Mundial y el FMI.

La conversación con Obama giró en torno al gran proyecto global que hoy está desplegando Estados Unidos. Se trata del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (en inglés: Trans-Pacific Strategic Economic Partnership, TPP). Esta iniciativa se complementa con el Acuerdo Estratégico Trans-Atlántico (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP). Como se ve, se trata de una sola iniciativa a escala mundial, que toma un nombre en su relación con Europa y otro en su despliegue hacia el Lejano Oriente, por la vía del Pacífico. Pero en el fondo es un solo programa de liberalización del comercio mundial. Para entenderlo basta recordar que ese era el objetivo del GATT y luego de la OMC. Pero la complejidad de alcanzar un acuerdo global por la vía intergubernamental se derrumbó definitivamente en Seattle en 1999, cuando fracasaron las negociaciones del Acuerdo Multilateral sobre Inversiones. Desde ese momento, el programa tendiente a abrir las economías emergentes tomó otro cauce. Se comenzaron a firmar acuerdos bilaterales de libre comercio, a los que resultó muy difícil resistirse dadas las asimetrías entre países centrales y los países de la periferia.

Hasta la crisis de 2008 Estados Unidos y la Unión Europea se entendían en materia comercial como competidores directos. De allí su carrera por firmar separadamente tratados de libre comercio como los que suscribieron con Chile. Pero a partir de la crisis financiera, sus diferencias pasaron a segundo plano. El nuevo escenario mundial les reveló que sus verdaderos competidores eran los BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, las potencias emergentes, que se presentaron en bloque para exigir un nuevo reparto del poder. En ese contexto la actual negociación del Tratado Trans-Atlántico viene a borrar sus pasadas divergencias para integrar en un solo mercado a Europa y Estados Unidos. Por el otro frente, el acuerdo Trans-Pacífico completa el cerco por el oriente. Por eso el TPP y TTIP es un programa de liberalización comercial y a la vez un proyecto neo-imperial, que busca cercar a las potencias emergentes por medio de un eje de seguridad que recorre de este a oeste todos los rincones del planeta. En ese programa Chile es una pieza pequeñita, pero fundamental. Chile es, junto a Brunei, Nueva Zelandia y Singapur, uno de los signatarios de este acuerdo, que ni siquiera Estados Unidos ha terminado de firmar.

El resultado de esta política lo tenemos claro: es excelente para los grandes grupos exportadores de recursos naturales, pero impide al país el desarrollo de otras áreas productivas, centradas en su mercado interno o en el mercado latinoamericano. Parafraseando al economista coreano Ha-Joon Chang, los tratados de libre comercio nos han pateado la escalera al desarrollo(1), ya que mientras los países hegemónicos usaron políticas económicas intervencionistas para enriquecerse, hoy nos impiden hacer lo mismo y nos condenan a ser exportadores de materia prima.

 

LAS CONSECUENCIAS DEL ACUERDO TRANS-PACIFICO / TRANS-ATLANTICO

Para Chile, que ya ha firmado todos los TLC imaginables, pareciera que un nuevo tratado no incorporaría novedades. Pero no es así. La clave en esta nueva ronda de acuerdos está en el campo jurídico. Tanto el TPP como el TTIP contemplan la creación del llamado ISDS (Investors to State Dispute Settlements), un tribunal privado especializado en dirimir disputas entre inversionistas privados y Estados. Este tribunal permite a las empresas demandar a un gobierno si cree que sus beneficios (presentes o futuros) han disminuido debido a una nueva legislación o regulación gubernamental. Por ejemplo, las mineras podrían demandar a Chile e impedir la aplicación de la reforma tributaria. Otra orientación de estos acuerdos radica en impedir que los Estados regulen los productos comercializables. Obligan a declarar que todo se puede vender libremente hasta que se pruebe científicamente que es perjudicial. Los responsables no son las autoridades ni las empresas, sino los consumidores que deben ir a la justicia a probar que el producto es peligroso y conseguir que se prohiba su comercialización. Este contexto explica el secretismo que acompaña a esta ronda de negociaciones. Alertados por la experiencia del fracaso del Alca, Estados Unidos y la Unión Europea han preferido llevar las negociaciones en un marco de extrema “discreción”, que impide incluso a los Parlamentos conocer lo que se tramita en las negociaciones.

Si el gobierno se decidiera a seguir su eslogan de “convergencia en la diversidad” y llevarlo a término con coherencia, debería contar con todo el apoyo ciudadano. Pero no parece que el ministro Heraldo Muñoz se tome sus definiciones con el rigor que se merece. La convergercia en la diversidad debería llevar a Chile a abandonar su rol de satélite norteamericano en las negociaciones comerciales internacionales y apostar por una posición propia, que sin buscar falsos conflictos, muestre que Chile tiene la ambición de tener su lugar en el mundo, a partir de su posición natural en América Latina. Para eso debe cuidar su relación con Brasil y Argentina, ofreciéndoles una puerta al Pacífico que rompa con el cerco que el TPP intenta crear en su entorno. Pero lo más importante: debe darse cuenta que acuerdos como el Trans-Pacífico son incompatibles con una democracia en la cual los negocios obedecen y los pueblos deciden.

*Fuente: El Clarin

Nota: 

(1) Chang, Ha-Joong: Retirar la escalera, Los libros de la Catarata (2009), Madrid.

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 808, 11 de julio, 2014

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