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Devolver la dignidad al Parlamento

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El proyecto de ley  Boric-Jackson sigue provocando polémica: a las ironías y torpezas del diputado Pepe Auth y la explicable oposición de la UDI – que ahora arremete contra esto y aquello – se agregan las obviedades expresadas por la diputada Camila Vallejo, en el sentido de que el bajar a la mitad el sueldo de los “honorables” no resuelve el problema de desigualdad, frases muy dignas de formar parte del Diccionario de los lugares comunes, de Gustave Flaubert; a muy pocas personas, entre ellas la diputada, se les puede ocurrir que bajando el sueldo 185 parlamentarios se soluciona el problema de los miserables salarios del 80% de los chilenos – qué lástima, pues a principios de semana había estado brillante al negarse a homenajear al  fascista Guzmán, enrostrando, en la praxis, el servilismo en que han caído sus camaradas de partido al rendirle pleitesía a un  verdugo declarado -.

El tema que nos ocupa es más profundo: se refiere a la relación entre la política y los negocios, entre la ética y la política, entre la moral y la acción. El desprestigio del parlamento no es exclusivo de Chile – mal de muchos, consuelo de tontos – y, para explicar su raíz es necesario comprender el triunfo del nihilismo, es decir, la carencia completa de sentido de la vida, muy propia de la sociedades donde el mercado acapara toda la estructura social, en consecuencia, la ciudadanía y la soberanía popular carecen de sentido,  irrumpen los millonarios – empresarios y banqueros – que dominan y corrompen todas las instituciones democráticas – en varios artículos yo he llamado a esta forma política la “democracia bancaria”, en que sólo eligen los gerentes y los ciudadanos son el equivalente a los bárbaros en la antigua Grecia, que sólo deben seguir a las castas políticas.

Sobre la base de este escenario es fácilmente explicable, no sólo que se compren y se vendan los sillones parlamentarios, sino que los llamados representantes del pueblo no sean más que mandatarios fiduciarios de las empresas que, “filantrópicamente” han financiado sus campañas políticas. Hablar del lobby en los pasillos del parlamento resulta ser un término demasiado elegante, pues lo que verdaderamente ocurre es una verdadera compra-venta de negociados y prebendas. Sería muy ingenuo creer que los grandes empresarios andan por el adefesio que es el edificio del congreso en Valparaíso, repartiendo fajos de billetes a “diestra y siniestra”, que pueden depositarse vía celular, por transferencia electrónica.

Las famosas declaraciones de patrimonio de los altos funcionarios públicos, incluidos los parlamentarios, se han convertido en una broma: cada uno declara lo que cree conveniente y omite lo comprometedor. Acaba de aparecer la declaración de patrimonio  del gabinete del nuevo gobierno y ¡vaya sorpresa!, todos son pobres de bienes muebles e inmuebles; estoy por creerles y solidarizar con ellos. Es evidente que esta declaración de intereses contrasta con la del anterior gabinete de Sebastián Piñera, en su mayoría multimillonarios – igual que su jefe – que, por amor al “servicio público” dejaban empleos de gerente y similares, con millones de dólares, para recibir un sueldo “reguleque”, que alcanzaba la suma de $8.000.000 mensuales. Al recordar a estos héroes del servicio público, me viene a la memoria un retrato de algunos historiadores de derecha sobre el “comerciante” Diego Portales, mostrándolo tan pobre y desinteresado, que carecía de dinero hasta para los cigarros.

El diputado Auth expresó una verdad del porte de un acorazado: el sueldo de los altos funcionarios de los tres poderes del Estado deben ser equiparables a aquellos de mercado, es decir, el servicio público es equiparable al de los mercaderes, y el ser pobre y negarse a atesorar recursos que corresponden a todos los chilenos, sería de una candidez sólo digna del personaje voltairiano – personalmente, me enorgullezco de la honradez de mi padre, quien después de muchos años de parlamentario, sólo dejó a sus hijos sendos pijamas -. Rafael Agustín Gumucio Vives, junto a Bernardo Leighton y a  otro puñado de eximios republicanos, hicieron de la política un servicio a los pobres y no una oportunidad de enriquecimiento personal.

Redignificar a la política, hoy corrompida por el mercado, supone poner fin al matrimonio negocios-política, lo cual significaría una gran revolución de nuestro sistema político: 1) una verdadera transparencia, pues la ley actual limita mucho el acceso de los ciudadanos a la información; 2) el control riguroso de las declaraciones de patrimonio; 3) prohibición aql los candidatos de recibir recursos de las empresas, en las campañas electorales; 4) financiamiento estatal de la actividad de los partidos y de los funcionarios, fondos que deben controlados por la ciudadanía y por los organismos creados para velar por la transparencia de la función pública; 5) limitación a cuatro para todos los cargos de elecciones, limitándose a una sola reelección, con excepción del Presidente de la república, que no puede ser reelegido para el período siguiente; 6) supresión del senado, por su inutilidad en un sistema centralista, pues sólo tendría sentido en un federalismo; 7) terminar con la monarquía presidencial e instaurar un sistema semi presidencial.

Estoy consciente de que estas reformas son ilusorias sin que medie una nueva Carta Magna, surgida de una Asamblea Constituyente.

11/04/2014

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