El golpismo, como forma extrema de acción para la intromisión en el poder político de los países latinoamericanos, no es sólo un horizonte utópico de las derechas más duras, un ideal a alcanzar, sino una práctica con profundo enraizamiento histórico y multiplicidad de resultados fácticos. No sólo en buena parte del Siglo XX en que resultó una constante asoladora sino en lo que va de este siglo con suerte dispar. Los hubo exitosos y fracasados, con mayor o menor ejercicio de la violencia. Sus embates lo sufrieron Chávez, Morales, Correa, Zelaya, Lugo y en leve medida se insinuó también sobre Fernández de Kirchner. Es en consecuencia una asechanza estructuralmente endógena de la región. Sin embargo, resulta indispensable señalar que no todas las derechas -particularmente las actuales- son necesariamente golpistas, aunque en ocasiones contribuyan, voluntaria o involuntariamente a facilitarle las maniobras y ser indulgentes con él. La historia de cada país, su cultura cívica y las tradiciones políticas contribuyen a explicar el grado de oxigenación del tumor golpista que anida en cada uno.
Cuando se piensa en términos programáticos una política exterior para una alternativa de izquierda o progresista, como por ejemplo lo hizo pobremente el Frente Amplio uruguayo en su último congreso, es indispensable aplicar un alto nivel de abstracción de las particularidades de cada país, para caracterizar las prioridades de conjunto y las posiciones de principio. La primera de las cuales debería ser la defensa del orden constitucional de todos los países pero sin que resulte divorciada de una actitud antiimperialista consecuente. No es incompatible con el debate, por cierto casi nulo tanto en izquierdas más radicales como en progresismos más prudentes, acerca de las necesarias reformas constitucionales que permitan ir superando los límites de la democracia liberal-fiduciaria del estado burgués. Ampararse en la “libre determinación” y la “soberanía” de cada país sin considerar que el principal violador –histórico y actual- de tales valores es el imperio estadounidense y sus aliados europeos, conlleva en la práctica la negación de esos principios, cuando no un aliento tácito a la aventura golpista.
Si la defensa del orden constitucional convergiera con una política antiimperialista, podría llegarse a dos conclusiones preliminares. La primera es que debe anteponerse este principio ante cualquier amenaza de violencia y desestabilización contra cualquier gobierno -no exclusivamente con aquellos amigos o más aliados- y quienquiera fuera el sujeto político o social amenazante. La derecha suele discriminar por amistad. Cuando la protesta es contra el chavismo es el pueblo asqueado de la tiranía pero cuando son los estudiantes chilenos exigiendo educación pública y gratuita, resultan vándalos manipulados por La Habana. Va de suyo que el ideologismo inverso resulta igualmente pueril. Las movilizaciones y protestas no sólo deben ser toleradas sino inclusive alentadas, ya que forman parte del enriquecimiento cívico y la participación popular tan acotada y hasta asfixiada bajo la forma de la representación fiduciaria. Pero también reprimidas todas las formas de violencia. La segunda conclusión es que las acciones diplomáticas que adopta el amenazado, deben ser acompañadas por el conjunto. Carece de toda eficacia echar a diplomáticos norteamericanos de Caracas si luego reaparecen en Buenos Aires para interponer sus oficios conspirativos.
Creo que es obvio que en este caso venezolano, también debe intervenir la Unasur, como lo hizo en ocasiones previas, pero no sólo para realizar buenos discursos condenatorios sino para tomar medidas coordinadas en el plano diplomático. Los principios perseguidos por el imperio son de orden pragmático: la docilidad y dependencia de los gobiernos locales y los buenos negocios para sus compañías. Con democracia, dictadura o cualquier forma de dominio que los garantice, es decir, sin principios. La cháchara de Obama o Kerry respecto a la ausencia de democracia en Venezuela, debería ponerlos en ridículo frente a la opinión pública, particularmente la de su propio país. Venezuela es el país que más elecciones ha realizado (14) desde la victoria de Chávez en 1998. Pero lejos de ser el mejor indicador, logró la hazaña de conseguir con un sistema electoral no obligatorio (como el estadounidense) que llegue a participar en las últimas elecciones cerca del 80% de la ciudadanía, cifra que duplica la media tradicional de EEUU (y hasta otras experiencias con voto obligatorio) para no mencionar el absurdo sistema norteamericano de elección por estado sin reconocimiento de las minorías. A la vez, es el único sistema electoral que gracias a la reforma constitucional prevé el instituto del referéndum revocatorio, al que seguramente apelarán los líderes derechistas cuando los plazos lo permitan, como lo hicieron oportunamente con Chávez. Desde el punto de vista de su sistema electoral, por el momento, el venezolano es el que ha alcanzado el mayor nivel de democraticidad, dentro de los ceñidos confines del Estado burgués, no sólo en el continente sino a nivel mundial, a pesar del reeleccionismo indefinido que también permite dentro de un sistema presidencialista. El socialismo del siglo XXI quedará para algún otro momento futuro, aunque cada vez más lesionado como significante aglutinador de esperanzas de emancipación social, ante el manoseo del que es objeto. En todos los conflictos del mundo entero, se registra la intervención de la embajada de EEUU. ¿No es ya momento de repensar los beneficios que apareja su mantenimiento, al menos en su actual status y dimensión? ¿No es más económico, polisémicamente hablando, restringir la relación a una simple representación comercial?
De toda la sarta de propaganda condenatoria que se ha esgrimido como herida a la democracia en Venezuela, la única que podría contar con alguna verosimilitud es la existencia de presos políticos, para lo cual es necesario probarlo fácticamente. La fiscal general Luisa Ortega informó cifras de 17 muertos y 261 heridos por los hechos de violencia registrados en las protestas, sin contar además los ataques físicos a edificios gubernamentales, el incendio de automóviles, etc. Es obvio que ante semejantes prácticas criminales haya detenidos y que estén siendo investigados por la justicia. La pertenencia a un bando político, cualquiera sea, no puede ser un salvoconducto a la impunidad ni vestir a los asesinos con el disfraz de víctimas perseguidas por su orientación ideológica. Tampoco si pertenecieran al aparato represivo. En el marco de la guerra informativa que no sólo el golpismo venezolano ha emprendido sino también las grandes cadenas informativas imperiales (que incluso han querido hacer pasar como actuales fotografías de otros lugares y épocas), será muy difícil aseverar o negar el carácter de todas las detenciones. Más aún tan cerca de los hechos, cuando todavía no se ha expedido la justicia y cuando la esposa de Leopoldo López, principal líder de las protestas y hoy “detenido político”, afirma en la CNN que fue el gobierno el que resguardó la seguridad de su marido, a quién sus propios aliados planeaban asesinar para culpar al gobierno y alentar una guerra civil.
En cualquier caso, vuelve a ser risible que la preocupación sea la de los líderes estadounidenses. Como sostuvo el ex embajador argentino en Uruguay –con quien suelo disentir sobre Argentina- Hernán Patiño Meyer: “Se precisa no tener vergüenza alguna para pedir la liberación de los “presos políticos” venezolanos, mientras pese a las promesas electorales, Obama mantiene la prisión de Guantánamo con presos que nadie sabe quiénes son, ni por qué están privados de su libertad. Ni de dónde vienen ni hacia dónde van”. Agregaré que lamentablemente no sólo ocurre en ese territorio cubano ocupado, sino en muchas otras partes del mundo donde cuentan con campos clandestinos de tortura y detención sin la más mínima garantía jurídica para sus víctimas.
El carácter de la ofensiva se asemeja bastante a la que precedió al golpe de 2002 cuando la oposición llamó a protestas y movilizaciones llevando a ellas sicarios francotiradores que mataron a varios de los manifestantes por ellos mismos convocados, pasando luego a reclamar la intervención de un sector de las FFAA que detuvo al presidente con el posterior fracaso conocido. Sin embargo, además de la analogía, hay algunas diferencias notorias. La primera de ellas es que estas protestas y movilizaciones son convocadas ahora por demandas de naturaleza popular que inclusive pueden interpelar a seguidores o electores del chavismo como el deterioro salarial por la enorme inflación, la ausencia de bienes básicos y alimentos y la inseguridad. La segunda es la relativa paridad en la correlación de fuerzas que ha logrado la derecha prácticamente unificada y con capacidad de convocatoria y movilización, particularmente en relación a Maduro, ya que se impuso por un escaso margen de menos del 2% del electorado, aunque su partido, el PSUV, logró en las recientes elecciones municipales, 242 de 317 (76,34%) alcaldías. No es sólo el caso de Maduro. Ante la consolidación de los progresismos sudamericanos, las derechas se están unificando, apelando además a tácticas participativas y la correlación de fuerzas tiende a hacerse cada vez más equilibrada y polar.
Este escenario plantea la necesidad de redoblar el firme apoyo al gobierno venezolano en general y a Maduro en particular. He escrito varios artículos, aún en el apogeo de Chávez, que reflejan mis dudas sobre el chavismo en general y su futuro en particular, que sin embargo no menguan un ápice esta conclusión. Pero a la vez, como si no bastaran las revelaciones de Snowden y las reiterativas intervenciones de las embajadas estadounidenses en todos los momentos aciagos de la región, es hora de que la Unasur se replantee drásticamente la relación diplomática con los EEUU y sus aliados.
No ya por Venezuela, sino por el futuro de todos.
– El autor, Emilio Cafassi, es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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