Hay hombres que a través de su vida van tomando conciencia de su inmortalidad histórica. De algún modo, estos hombres se saben protagonistas de una cierta épica que los trasciende. Diríase que tales figuras adquieren la pátina broncínea que convierte sus gestos y palabras en verdaderos ecos simbólicos que resuenan en otra parte y destinados a inscribirse, por derecho propio, en la mitología de sus pueblos. Así, los héroes de la antigüedad, así nuestros próceres de la Independencia, así, el presidente Salvador Allende.
La muerte misma aparece como un trámite, sangriento, es cierto, pero insignificante frente a la grandeza espiritual de quien la enfrenta en nombre de un sueño justo. Frente a la hora final, absoluta y definitiva, el gran hombre entona el único canto que le está permitido, aquel que dignifica su gesta para siempre. Se trata de consagrar en un presente ignominioso, la palabra simiente que se profiere más allá de la historia, el símbolo meta histórico que animará a muchas generaciones futuras. Las últimas palabras del presidente Allende perviven hasta hoy como denuncia y reclamo, como promesa y destino.
Toda la felonía y la traición que está en el origen de una cruenta dictadura militar están ya contenidas en las palabras del presidente Salvador Allende. En medio de un dantesco escenario donde el palacio presidencial es asediado y bombardeado por los golpistas, el presidente hace lo único que puede hacer, dirigirse a su pueblo denunciando la bajeza y la codicia de sus adversarios, un estigma que los ha acusado para siempre. Pero hay más, no se trata tan solo de denunciar los horrores de una circunstancia sino de mostrar un horizonte.
Con una sorprendente lucidez en esos momentos aciagos, el presidente les habla a los hombres y mujeres de su pueblo, a los obreros, campesinos e intelectuales de Chile, señalando un camino democrático de dignidad. Les advierte a sus seguidores de los graves peligros que se ciernen sobre ellos, pero, además, les señala un horizonte político y moral que se realizará en un porvenir que se aproxima. Salvador Allende nos ha dejado una gran lección a todos los chilenos: El reclamo por la dignidad humana y la justicia social se realiza en la historia, pero se fundamenta mucha más allá de cualquier circunstancia histórica, En este sentido, se trata de un mensaje que trasciende, con mucho, el acotado tiempo que le ha tocado vivir.
Hoy, a cuarenta años de la tragedia, en las calles Moneda y Morandé, la estatua de bronce de Salvador Allende comparte el panteón republicano junto a otros ex mandatarios, reafirmando su fe en Chile y su destino. Los inadvertidos transeúntes sumidos en sus afanes cotidianos no advierten que en esa estatua está la semilla de muchos anhelos que esperan su realización, un reclamo político y ético todavía postergado, palabras provistas de un “aura” que sigue lozana, esperando su primavera, sobreviviendo al dolor y a la vergüenza.
– Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS
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