La conmoción que algunas palabras han producido últimamente en la opinión pública internacional ratifica la pertinencia de la noción de performatividad del lenguaje sobre el que insisten con razón buena parte de las teorías lingüísticas. En el lenguaje político su utilidad se acrecienta. Los dos ejemplos que traeré a colación en este artículo tienen alcances absolutamente desiguales aunque ponen de relieve la significación política de la práctica discursiva. Si estamos en vilo ante el riesgo de un nuevo conflicto bélico, en este caso de posibles alcances nucleares, no es por inferencias deductivas, sino por el propio acto discursivo de la máxima autoridad política de Corea del Norte y los hechos históricos que lo preceden. Me excede poder determinar la verosimilitud de sus bravatas, sin que por ello deje de horrorizarme la posibilidad de una nueva conflagración internacional. Por el momento estamos ante lo que en lingüística se denomina un acto ilocutivo, una acción resultante del decir. El riesgo es que se constituya en perlocutivo que en dos palabras se refiere a las consecuencias (deseadas o no) de los actos ilocutivos. La declaración de “un estado de guerra”, las amenazas de alcanzar con misiles territorios como las islas de Guam y Hawai, e inclusive la costa oeste de los EEUU, conlleva el peligro de debilitar aún más los hilos precarios que suturan la escasa paz en la península coreana y, por añadidura, en el Asia en general. El conflicto trae consigo, en otras condiciones geopolíticas, ideológicas y tecnológicas, las más penosas reminiscencias de un pasado de guerra -mal llamada en aquellas latitudes- “fría” que este tipo de retórica amenaza enardecer.
A la incontenible pulsión terrorista imperial de los EEUU se le añade, en una espiral de desquicio e irracionalidad, el drama coreano de la inexistencia siquiera de un precario estado-nación asentado sobre un pueblo. Todo el pueblo coreano padeció hasta 1945 el yugo colonial a manos de Japón. Como si eso fuera poco, con la rendición de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, se dividieron la península entre el ejército soviético (al norte) y el estadounidense (al sur). Sólo 5 años después esos mismos ocupantes apelaron a los ocupados a fin de suprimir el adjetivo “fría”, destruyéndose mutuamente por los tres años siguientes, cuyo alto el fuego no llegó a la firma de tratado de paz alguno como para que continuaran ataques menores durante de la década del ´60. Recién a principios de los ´70 lograron firmar conjuntamente algo parecido a tal tratado, cuyas características fueron profundizando en los ’90 y los primeros años de este siglo, aunque con las amenazas actuales, los norcoreanos lo pasan a desconocer. Este giro último no es unicausal, sino que reconoce factores endógenos y exógenos diversos. Interviene en él el nuevo gobierno del sur que, al modo de la derecha israelí, enfatiza mucho más la confrontación, el abandono de políticas de cooperación productiva y su alineación belicosa con Washington, incluyendo la participación militar conjunta. Desde el norte las provocaciones también se incrementaron en el último tiempo, como la aparente voladura de una fragata surcoreana o incidentes armados en la frontera con fuego de artillería, además de las detonaciones nucleares subterráneas. Para terminar de cerrar el penoso cuadro geopolítico, la política de terror imperial estadounidense avanza (aún con un Presidente ridículamente premiado con el Nobel de la Paz) por fuera de sus ya estables ocupaciones, hacia países como Libia y Siria o sobre cualquier zona en la que encuentre aliados que le permitan asentar sus bases militares o fuerzas móviles. Todos estos antecedentes obligan a tomar las declaraciones con mayor cuidado que el que se concede a los exabruptos o a considerar el riesgo limitado a escaramuzas entre Seúl y Pyongyang.
Es casi una obviedad responder a este presente reclamando el principio de autodeterminación de los pueblos, si no encontrara la dificultad de poder identificar la delimitación de tal pueblo y mucho menos auscultar su voz en el régimen político norcoreano que se estructura sobre las peores tradiciones coaguladas del estalinismo e incluso las profundiza. De hecho su propia génesis es casi idéntica a la de las así llamadas “democracias populares” de mediados del siglo XX en cuyas fronteras se erigió la “cortina de hierro”, que no surgieron de revolución alguna sino de ocupaciones militares soviéticas legitimadas luego por los acuerdos de Yalta y Postdam.
Poco se difunde en los medios acerca de las características políticas y culturales de Corea de Norte. Entre otras razones porque el propio régimen se niega a permitir el acceso a observadores internacionales de derechos humanos, aunque son conocidas las denuncias a través de norcoreanos refugiados acerca de toda clase de restricciones a la libertad de asociación, expresión y movimiento, la detención arbitraria, la tortura y hasta las ejecuciones. Quizás el acontecimiento que mayor difusión mediática haya tenido es el de la humillación recibida por los futbolistas de su selección al regreso del mundial de Sudáfrica, quienes “por haber traicionado la confianza del querido líder (Kim Jong-Il)” fueron mantenidos 6 horas en posición de firmes delante del Palacio de la Cultura Popular mientras su entrenador fue castigado a trabajos forzados en una obra en construcción.
No deja de ser también un sesgo estalinista la enorme inversión en defensa que el país está obligado a realizar a consecuencia de su aislamiento internacional y el criminal bloqueo del que es objeto, que lo sume además en un atraso económico y productivo, particularmente en comparación al pujante capitalismo de su par del sur que hasta llegó a insertar en el mercado mundial a grandes empresas manufactureras como Samsung, Daewoo, Kia, LG o Hyundai. El carácter centralista, pretendidamente idolatriz y personalizado, termina de cerrar esta breve analogía dado el liderazgo prácticamente dinástico de la familia Kim (que comenzó en el ´48 con Kim Il-Sung hasta el ´94 y a su muerte continuó con su hijo Kim Jong-Il y que, también por fallecimiento, desde el 2011 fue sucedido por el nieto del primero e hijo del anterior: Kim Jong-Un). Si la retórica guerrerista la profiere un monarca, las posibilidades perlocutivas se incrementan.
Al otro lado del mundo, y con consecuencias incomparables aunque aún indeterminadas, el Presidente uruguayo Mujica hizo uso de léxicos populares discriminatorios y peyorativos que tomaron difusión pública masiva por causa de una imprevisión técnica. Me adelanto a señalar que, a diferencia de la editorialización que hizo este diario, calificando al hecho de accidente y culpando de ello a la “impericia y negligencia” de los sonidistas, su gravedad y la preocupación que debería despertar reside en el lenguaje mismo, en la significación atribuible a los significantes utilizados (aún en “privado” y dirigidos a un intendente de la oposición). Lo verdaderamente regresivo o emancipador no reside en la apertura de los micrófonos, sino en la discursividad que captan y transmiten. Antes que el descuido de la técnica, es indispensable evitar el descuido lingüístico. En el nivel más superficial, las palabras presidenciales constituyen un error. La presidenta argentina no es “vieja” (se encuentra dentro de una franja etaria deseable para ejercer esa función, como buena parte de los líderes progresistas de Sudamérica) ni su marido era “tuerto” en sentido literal. Pero además de ser erróneas, las palabras de Mujica cargan con un carácter discriminatorio dirigido precisamente a aspectos humanos inmodificables. Nadie puede elegir cuándo nacer, ni qué alineación van a tener sus ojos. En las múltiples formas apelativas fenotípicas de uso corriente (como gordo, petiso, pelado, chueco, etc.) tanto como en las etarias, raciales o de género, afloran concepciones miserables de la otredad que no invalidan la posibilidad de ser posteriormente asumidas por el aludido o la aludida (aunque incluso puedan adquirir luego un carácter cariñoso).
Como señala el sociólogo argentino Carlos Belvedere, quien escribe (o habla) sobre la discriminación no está exento de ejercerla. Ni él ni el discriminado son buenos por ocupar esos roles ni el discriminador ocupa por ello el lugar inverso de la malicia. La discriminación se asienta en las sociedades de desiguales (en las que tampoco se elige en que clase social nacer, ni con qué capital simbólico interactuar) y penetra desde allí en el lenguaje, que a su vez reorganiza la sociedad. Todos portamos signos de discriminación en nuestro habla, a los que en el mejor de los casos, a medida que vamos nutriéndonos de parámetros éticos e ideales emancipatorios, intentamos esmerilar. Justamente para evitar sus efectos performativos.
He dado desde mucho antes de que ejerciera la presidencia -y continuo dando- mi más firme apoyo a Mujica, entre muchísimas otras razones porque creo que reúne la intención de –y las condiciones para- reconciliar el estilo campechano y las diversas discursividades circulantes en las entrañas populares, con el vocabulario de la emancipación social. La primera gran conquista a través de Mujica es la puesta en acto de un nivel superior de ciudadanía efectiva, como la que lograron otros líderes latinoamericanos actuales, los que por primera vez en la historia permiten el acceso al máximo poder político a sectores postergados como los obreros, los indígenas, los campesinos, o los perseguidos. De ellos debiera esperarse una revivificación del lenguaje que desnaturalice los pactos de sentido común asociados a las injusticias, vejaciones y humillaciones. Aún pequeños pasos reformistas reclaman para su consolidación y estabilidad, una renovación de los modos en que puedan ser nombrados.
No estoy reclamando pureza. Pero si no se sospecha de las trampas empobrecedoras y las cargas discriminatorias que anidan en nuestra propia discursividad, si no se organiza una permanente vigilia para su contención, la vieja retórica inmolará hasta las esperanzas.
– Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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