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La insegura video-indignación

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La conmoción de buena parte de la opinión pública por la muerte violenta y absurda de un joven trabajador de la Pizzería “La Pasiva” de Montevideo plantea algunos interrogantes sobre las transformaciones en la construcción social (y mediática) de la sensibilidad social que están teniendo lugar en Uruguay, de los oportunismos políticos y de la (ir)responsabilidad comunicacional. Como toda narrativa, se compone de exaltaciones y omisiones, de subrayados y minusvaloraciones que se potencian frente a la crispación dramática que toda muerte estimula. Pero no fue el único crimen horrendo de la semana, aunque se constituyó en casi excluyente. Es que nuestro tránsito vital contiene tanto experiencia en el plano íntimo, con la intensidad que la proximidad del lazo suponga, cuanto práctica social. O, en otros términos, participación en la historia, con diferentes grados de ardor y compromiso, conciencia y voluntad, según las distancias o proximidades que cada caso permita establecer.

Cada cultura intenta un tratamiento diverso de la vida y la muerte para hacerla soportable. En su artículo «De guerra y muerte» Freud enfatiza la contradicción entre «la actitud cultural-convencional hacia la muerte», que implica el reconocimiento de que vamos a morir como algo natural e inevitable, y el comportamiento que se expresa como «la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida». La relación es de saber, por un lado, y de desconocimiento, por el otro. Pero la muerte de una persona querida y el dolor que conlleva produce un descalabro en esta “actitud convencional” y nos confronta de súbito con la realidad de la muerte, forzando la toma de conciencia de ella como algo cercano y posible. Una insoportable sensación de dolor e impotencia que nos sofoca y demuele o bien enardece y estimula nuestra propia violencia, además de la ablación irreparable del lazo amoroso. Poco importa si, como escribió Discépolo, el occiso es “ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador”. Ante la circunstancia íntima del desgarro por la pérdida cercana y la consecuente confrontación con la propia muerte no hay otra alternativa que extender el abrazo solidario a quienes duelan. Pero también acudir institucionalmente a morigerar la debilidad que produce, como bien ha hecho simbólica y materialmente la central de trabajadores PIT-CNT en el caso comentado, o lo que viene pergeñando el oficialismo con un proyecto de ley de reparación a las víctimas de la violencia.

Sin embargo, una vez superado el nivel de tratamiento de ejemplos particulares, nos confrontamos con la realidad de la muerte diseminada por toda la experiencia social a lo largo del planeta. Por dos razones fundamentales. La primera e inevitable es la propia finitud humana. La otra, más maleable políticamente, es la hostilidad del medio circundante en el más amplio sentido. ¿Cuántos están siendo masacrados en Afganistán mientras se leen estas líneas? ¿Y cuántos niños mueren al tiempo por hambre o enfermedades elementales y previsibles? ¿Qué proporción añadiríamos de accidentes mortales de tránsito, laborales, medioambientales, por mala praxis, etc.? ¿Cuántos de nosotros moriremos por alguna de estas agresiones antes que nuestros relojes biológicos agoten su cuerda, o inclusive por alguna rara enfermedad estadísticamente irrelevante? Nada consolará a quién haya perdido un ser querido el hecho de que su caso sea socialmente insignificante o carezca de patrón suficiente para estimular medidas epidemiológicas.

De todas formas, a efectos de no ampliar el espectro de dramaticidad genérica que confrontamos y volver al caso lamentable del homicidio montevideano, nos concentraremos en la cuestión criminológica y particularmente en los homicidios. La primera constatación es que no existen los países sin homicidios. No aseveraría que en una hipotética y futura sociedad sin clases sociales y desigualdades desaparezca por completo la violencia interhumana, pero sí que en estas sociedades de clase, ésta es inevitable. Esto no quiere decir que todos sean iguales. Pero la diferenciación es de magnitud, no cualitativa, sin desconocer por ello la ley hegeliana de transformación de la cantidad en calidad. Un homicidio es la muerte violenta de una persona en Luxemburgo o en El Salvador. A efectos de establecer las cantidades, la tasa de homicidios se ha normativizado en el mundo con el fin de realizar comparaciones tomándola cada 100.000 habitantes. Es relativamente fiel y útil cuando se aplica a grandes conglomerados urbanos y mucho más imprecisa en pequeñas poblaciones ya que allí un solo crimen puede alterar las proporciones significativamente. El país con la tasa más baja de Europa (que es por lejos el continente más seguro) es Noruega. Su tasa es de 0,6, aproximadamente una décima parte del mismo indicador en Uruguay. Sin embargo se recordará a Noruega por el caso reciente del nazi Anders Behring Breivik, autor de los ataques que causaron la muerte de 77 personas, hecho que sacará al país del lugar estadístico de privilegio una vez que se actualicen datos.

En Uruguay y en buena parte del mundo se suele traducir coloquialmente la violenta realidad social como “inseguridad”. Incorporando el término, a pesar de su vaguedad, surge de lo anterior que no puede considerarse una variable binaria o ser expresado a secas, ya que es esencialmente cuantitativa. Del mismo modo en que no puede ser expresado de este modo la democracia, la educación, etc. No existen los países inseguros, democráticos o  cultos, a secas. Sólo los hay más inseguros, democráticos o cultos que otros. El país en el que resultaría menos esperable ser asesinado, un solo tipo mató a 77 personas. ¿Eran evitables esos crímenes? Casi imposible en las condiciones políticas, sociales y tecnológicas actuales.

De idéntico modo, en el caso de la víctima oriental. Si unos rapiñeros entran a robar y creen que matando a alguien se harán respetar y les será más sencillo alcanzar el objetivo –ya sea porque son menores inducidos a cobrar venganza para un adulto o cualquier otra concepción intrínsecamente asesina- no hay política inmediata que lo impida. Esto no quiere decir que el nivel o grado de inseguridad resulte azaroso. Una segunda constatación es que la tasa de homicidios es relativamente proporcional al coeficiente que mide la equidad en cada país, llamado “Gini” en homenaje a un estadígrafo italiano homónimo. Esta correlación, además de teóricamente previsible, es claramente apreciable en el mundo entero. Los países con niveles más bajos de criminalidad en general y homicidios en particular, son los que además tienen el coeficiente Gini más bajo (cuanto más bajo es, menor es la inequidad). Se correlaciona por igual tanto en los llamados países desarrollados como en los periféricos. La tendencia de proporcionalidad es completamente regular y sólida, aunque luego hay algunas diferencias de matices donde intervienen aspectos particulares de cada país sobre los que habrá que indagar específicamente, perfeccionando indicadores y relevamientos de datos.

Entonces, ¿qué tan peligroso o inseguro es el Uruguay? Admitiendo que no hay ni seguridad ni inseguridad plena, bastante poco a nivel regional, ya que tiene un Gini bajo para América Latina (junto a Costa Rica) y en proceso de caída con una tasa de homicidios que es de las más bajas después de Chile y Argentina (aunque haya que estar muy atentos al posible incremento de indicadores preocupantes y la comparación sea mucho menos benévola en comparación, por ejemplo, a los países escandinavos). Si construimos una ratio de homicidios/Gini surge que el nivel de criminalidad uruguayo es comparativamente reducido respecto a países con coeficientes similares del continente americano (casi como Argentina, EEUU) y groseramente inferior a los países africanos con un coeficiente similar.

Pero hay un aspecto que si bien supone una tendencia mundial, en Uruguay parece más exacerbado y soterrado por el impacto mediático que este horrendo caso ha generado, al punto de suscitar un conato de movimiento de indignados en una reproducción farsesca de los españoles. En un artículo que en esta misma edición publica el suplemento La República de las Mujeres, la diputada María Elena Lauranga destaca que “casi la mitad de los homicidios tiene a mujeres como víctimas y son perpetrados por integrantes del entorno familiar”, sin que esto tenga difusión alguna. Esto da una primera indicación respecto a qué grupo social es más vulnerable a la vez que invisibilizado, pero sobre todo, cuál es el ámbito más riesgoso desde el punto de vista criminal, compitiendo en proporciones con la misma calle.

Las razones del impacto son variadas y la indignación justificable como la de cualquier muerte ominosa y absurda. Pero el por qué del impacto depende de la degradación de los medios televisivos (incluyendo canal 5) que en total exhibieron el asesinato 48 veces en dos días, a razón promedio de una vez por hora, de diarios con páginas web (incluyendo este mismo) que subieron las imágenes de cámaras de seguridad cuya función es auxiliar técnicamente a la policía y la justicia y no violar la intimidad y exacerbar el morbo. El sentido de presencia, proximidad y hasta realidad que la televisión produce, tiene dos consecuencias: aproximarse al duelo propio, como si esa muerte fuera cercana y generar la sensación multiplicadora de que estos hechos se reiteran con cada repetición televisiva.

La construcción televisiva de la indignación tendrá efectos inmediatos, pero es en última instancia, groseramente insegura.

-El autor, Emilio Cafassi, es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

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1 Comentario

  1. walter dennis muñoz

    La mediatización exagera porque hace aparecer a los intelectuales academicista como llegando tarde siempre. Son aquellos que salen a abrir la puerta 30 minutos después que le tocaron el timbre. Entonces, escriben novelas, dan conferencias, como en Alemania donde el pueblo estaba predispuesto a la democracia, pero los cultos vivos y muertos no pudieron impedir el triunfo del nacionalsocialismo. Quienes sufren la agresión, más aún con muertes tienen un relato vivencial más contundente que la tv, y la respuesta del mal de muchos no es inteligente, el problema es que esta inseguridad en la convivencia social requiere una respuesta multidisciplinaria en la vida social y lo que hoy se ve, es pura desidia.

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