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Carta abierta a Benedicto XVI

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Estimado Su Santidad:

No tengo el gusto de conocerte personalmente, porque las veces que has venido a
España (y últimamente vienes mucho a España) yo no he acudido a vitorearte, y
cuando yo he estado en Roma nunca hemos coincidido en ninguna trattoria. Tal
vez si algún día me llamas a declarar a Roma podamos finalmente vernos las
caras.

Te escribo porque acabo de leer un libro que me ha gustado mucho, y
querría recomendártelo
. Ya sé que tú tienes mucho que leer y que escribir,
entre encíclicas, sermones, reprimendas y condenas. Aun así creo que este te va
a interesar. Verás: se titula "Curas casados. Historias de fe y ternura",
y ha sido publicado directamente por MOCEOP, porque no había sitio para ellos
en ninguna editorial.

Te prevengo de que no se trata del enésimo tratado sobre si mantener o no el
celibato obligatorio, aunque también de eso se habla en el libro. A día de
hoy todo el mundo sabe ya que la ley del celibato nada tiene que ver ni con la
fe ni con el evangelio, y que es una pura cuestión de cabezonería
, de
rutina o de algo peor. "El celibato obligatorio caerá como un fruto maduro
-se dice en este libro-: la gente normal ya lo ve; falta solo que lo vea la
jerarquía".

El libro tampoco es "un trabajo de investigación sociológica. Solo se
ha intentado realizar un aporte de tipo testimonial" (21). De hecho, se
trata precisamente de eso: recoge las historias y los testimonios personales,
personalísimos, unos más literarios, otros más descarnados, algunos objetivos y
otros sumamente íntimos, de 23 varones y de algunas mujeres (sus esposas) que,
en un cierto momento de sus vidas, decidieron continuar su ministerio como
personas casadas, sin dejar por ello de sentirse curas, es decir,
"animadores de la fe y de las celebraciones". Demostrar, con los
hechos, que "es posible ser cura sin ser clero"
(87).

A pesar de que se aborde el tema de los curas casados, no creas que se
trata de morbosas historias de debilidad ante las urgencias de la carne
.

Como dice en el epílogo José Mª Castillo (de quien sin duda has oído
hablar), son historias que "muestran una fortaleza mucho mayor de lo que
la gente se imagina" (340). Y hasta lo hacen con cierto orgullo, porque,
como ellos mismos afirman: "No nos causa ningún trauma sentirnos
marginales, sino más bien satisfacción". Convencidos de que: "Nos
incumbe como tarea pastoral acumular ex periencias que muestren que el
presbítero casado es una riqueza para las comunidades, para la teología y para la Iglesia en general"
(96).

Son testimonios duros. ¿Te imaginas, Su Santidad, lo que significaba
en los años setenta u ochenta, y aun en nuestros días, replantearse toda la
vida a cierta edad, con lo fácil que era seguir de curas, con la vida resuelta,
incluso con algún apañete sentimental?

Porque te debo decir -por si lo has olvidado- que, en la mayoría de los
casos, la Iglesia
no solo no facilitó ese pasaje, sino que se comportó peor que la madrastra
de Blancanieves
(Schneewittchen en alemán). "Me pareció una falta
gravísima de justicia -comenta uno de estos curas- que los obispos dejasen en
la estacada, sin pensiones, a curas mayores secularizados y, sobre todo, a
religiosas secularizadas sin posibilidad de trabajar ni de cotizar el mínimo de
años, después de haber entregado la mayor parte de su vida a la Iglesia" (259). Así
fueron las cosas, Su Santidad.

La mayoría de los que en este libro cuentan su experiencia habían salido de
familias humildes. Para ellos, el seminario menor -a donde fueron conducidos
muchas veces por curas recolectores de vocaciones-, pese al clima oscurantista
de aquellas décadas, fue un momento de grandes alegrías y de grandes amigos.
Amigos que, en algunos casos, han durado toda la vida. Espero que tú, Su
Santidad, después de tantos años de Curia no hayas olvidado todavía lo que es
un amigo
.

"Al seminario se entra con babas y se sale con barbas", le
había dicho a uno el cura de su pueblo (279). Y hay en este libro recuerdos muy
hermosos de los años en que las babas se iban cambiando en barbas: recuerdos de
niños, adolescentes y jóvenes seminaristas que se tomaron en serio su vocación
sacerdotal.

A muchos de los curas de este libro, a la mayoría, les tocó luego vivir la
primavera del Concilio Vaticano II. Espero que tú, Su Santidad, no hayas
olvidado lo que fue aquel concilio, en el que, aunque hoy nos cueste creerlo,
colaboraste activamente
. Por un momento, por unos años, la buena gente nos
sentimos orgullosos de nuestra madre la Iglesia que ¡por fin! recuperaba el aire de
autenticidad, de sed de justicia, de fraternidad universal que le había
insuflado el carpintero profeta a orillas del lago. Y, dos mil años después, se
ponía otra vez en sintonía con los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren (GS 1,1).

En ese espíritu conciliar, "eso de ser ‘segregados del pueblo’
nuestros protagonistas lo entendían cada vez menos
" (160). Y la
mayoría sintió que debía llevar una vida como los demás hombres y mujeres a los
que ellos les transmitían la buena noticia, ganándose el sustento como curas
obreros. Porque "no ser un profesional de la religión, ni vivir de ella,
hace que el servicio del evangelio sea más creíble, porque es gratuito"
(81), y porque "un trabajo civil que te dé independencia y
autorrealización social va limando y liberándote de la situación de poder y de
superioridad que el estatus de cura facilita en la sociedad" (126).

"El vivir diario de aquellas gentes -comenta otro- fuertes ante las
dificultades, me hizo caer en la cuenta de que mi labor no podía consistir en
alimentar más esa espiritualidad de ritos, rezos e iglesia" (277).
Comprendieron que no se trataba de dejarlo todo para seguir a un Jesús
espiritualista y abstracto, sino para encontrarlos de verdad a todos.

Y ello a pesar de que en aquellos días (como ahora, pero por otros motivos)
no era nada fácil hacerse un lugar en la sociedad
y conseguir un trabajo:
"En cuanto se enteran de que soy cura, me niegan la incorporación"
(287). En el libro se desgranan las experiencias más variopintas de aquellos
curas obreros: en el mundo rural, en América Latina, en grandes fábricas de
internacionales, implicados hasta las cejas en los movimientos sindicales;
impartiendo clases, o simplemente aceptando lo primero que salía para tener
algo que llevarse a la boca y situarse socialmente… Son historias crudas de
una fe de pan y cebolla.

Y también historias de ternura.

En este proceso de recuperación de los ideales evangélicos y de integración
en el pueblo, todos los que escriben en el libro se preguntaron, en un cierto
momento, qué sentido tenía vivir en medio de la gente con el corazón
obligatoriamente en cuarentena
. Quiero decir, Su Santidad, por qué el
ministerio al que con tanto ardor se dedicaban debía ir indisolublemente unido
a la soltería. Porque, como se dice en el libro, "El celibato es un carisma,
pero bien distinto del carisma del ministerio del presbiterado" (171). Y
se insiste en que "No es el carisma del celibato lo que está en discusión,
sino la ley del celibato" (176).

En algún momento, por los caminos más variados, Dios, celestina celestial,
puso en el camino de todos ellos a una mujer
. De repente, cuentan, "el
enamoramiento dejaba de ser una traición para ser una alternativa, una
maravillosa posibilidad" (145). De esto creo que tú, Su Santidad, y tus
más directos colaboradores sabéis poco.

En general, sabéis poco y mal de las mujeres ¡Con qué ganas esperamos
algunos un tiempo en que las mujeres puedan desempeñar cualquier ministerio en
nuestra Iglesia, y hasta llegar a ser Papa, una papisa a la que podamos llamar
simplemente "Susan", y no Su Santidad…! Pero me estoy desviando:
volvamos al libro.

A pesar de que también en las cuestiones amorosas y sexuales la mayoría de
ellos eran unos pardillos (es tiernísimo el testimonio de quien confiesa que
hasta los 30 años no tuvo su primera eyaculación voluntaria)
el encuentro
con la mujer fue decisivo en sus historias: "Ahora entiendo mejor -comenta
uno- por qué el amor conyugal fue siempre en la literatura bíblica imagen
privilegiada del amor de Dios a su pueblo, de Cristo a su Iglesia" (174).
Y "¿En qué Dios estamos pensando cuando nos imaginamos o proponemos que
amando menos a un ser humano lo amamos más a Él?" (342).

Con todo eso, con el trabajo civil entre la gente y con el matrimonio, llegó
la integración en pequeñas comunidades cristianas marginadas, en grupos
humanos donde lo de ser presbítero "casado o soltero importaba bastante
menos que esa triple pasión por Jesús, por el pueblo y por la comunidad"
(105), y donde prácticamente se podía seguir haciendo lo mismo que en la
parroquia, "pero ahora sin el sacramentalismo abrumador" (164).

Está claro que "quien celebra no es el cura, sino la comunidad. En la
comunidad no hay clérigos y laicos, docentes y discentes, sagrados y profanos,
sino que la propia comunidad es la protagonista de su caminar" (166). En
la mayoría de los casos, todo este proceso se hacía al margen del derecho
canónico, pero con la anuencia y la bendición de la comunidad cristiana de
pertenencia: decidimos "vivir lo que creímos que tiene que ser, sin
pedir ni esperar permisos" (89), y sin "reducirse al estado
laical"
, expresión que ofende también a los laicos (280).

Ya ves, Su Santidad: muchos hombres, con sus mujeres, que se colocaron
voluntariamente en el margen. Se convirtieron en hombres (y mujeres) de
avanzadilla, de frontera
. Pero, fíjate, en ningún momento rompieron con la Iglesia. Porque,
como le dijo un obispo a los representantes de Justicia y Paz: "Tenéis que
tener un pie fuera y otro dentro de la Iglesia. Si tenéis los dos pies dentro, nadie de
fuera os escuchará. Si tenéis los dos pies fuera, no representáis a la Iglesia" (263).

Y así siguen muchos aun, en los arrabales, incluso en sentido literal: "En
el arrabal, en las afueras, hemos encontrado una luz cálida que nos la
proporciona la libertad, nuestro amor y la fe en Jesús
. Aquí nos sentimos
más cerca de lo humano" (275). "El hecho de ver la Iglesia desde fuera de la
institución te da una perspectiva muy interesante, mucho más realista. Los que
están dentro del engranaje lo tienen más difícil" (209).

Veo, Su Santidad, que todavía no he hablado de los hijos y las hijas que
llegaron después. No es fácil ser "hijo o hija de cura", y de
esto también se habla en el libro… Pero tengo que ir terminando.

El libro es eso: la narración de 23 historias de coherencia y coraje, de fe
y ternura, en boca de sus protagonistas. Más un prólogo y un epílogo sobre el
MOCEOP (que "dejó de ser un movimiento meramente reivindicativo para ser
un movimiento de renovación eclesial" (87) y cuyo tino fue "saber
remover un puntal que tambaleaba toda la estructura
(…) No tanto el
celibato como condición, cuanto el clericalismo mismo" (87).

Hay también un documento final teológico para situar el celibato
ministerial, y, en las últimas de las 381 páginas, un Glosario por el que
desfilan personas y movimientos de la segunda mitad del siglo XX que
mantuvieron fresca la
Comunidad de Jesús, desde Herder Cámara al obispo Romero de
El Salvador y desde Pere Casaldáliga a José Antonio Pagola; desde
Cáritas a la Teología
de la Liberación,
a la Asociación
de El Prado o el movimiento Junior, recientemente disuelto por los expertos en
disolver.

En fin, "Un libro de testimonios de vida enmarcados históricamente, en
una etapa de contrastes y contraposiciones" (20). Al final de su lectura,
Su Santidad querido, te queda claro que "la ley del celibato y sus
secuelas no es una cuestión de curas, sino que nos afecta a todos"
(325),
porque ya "no se trata de reivindicar un derecho para un estamento ya de
por sí privilegiado, sino de luchar por un nuevo rostro de la Iglesia, objetivo central
del Vaticano II" (326).

"La concepción del cura como funcionario de la Iglesia debe pasar a mejor
vida"
(50), dice uno; porque "tengo mis serias dudas -añade otro-
de que la parroquia, o al menos la mayoría de ellas, sean hoy lugar de
evangelización" (60). Y resume Castillo en el epílogo: "La solución
para los problemas crecientes y acuciantes que hoy soporta la Iglesia no está ni en que
los curas se casen ni en que las mujeres sean ordenadas sacerdotes, sino en la
teología que justifica a la propia institución eclesiástica y al Dios que esa
teología pretende explicar" (346).

Nada más, Su Santidad. Yo creo que, si lees este libro, no te vas a
arrepentir
. Y quizás su lectura te dé un empujoncito y te anime a decir en
algún momento (quizás en el avión, ante los periodistas, donde ya has dicho
alguna que otra barbaridad) una frasecita que deje abierto el futuro para un
urgente replanteamiento del ministerio sacerdotal. Tal vez estos curas no lo
necesiten; pero la Iglesia
sí lo necesita. Y yo creo que debes hacerlo.

Porque, como se dice en el libro, "lo mismo que hay palabras y
comportamientos que rompen la comunión, también hay silencios y omisiones
cómplices con el pecado"
(175).

Ya vas teniendo tus añitos, Su Santidad, y a los ancianos se les permite
decir las verdades con descaro
("parresía", lo llamaban tus
predecesores). También la mayor parte de los que participan en este libro
tienen ya sus años ("Me siento padre y abuelo -dice uno de ellos- y veo a
Dios Padre mucho mejor que antes" (47); uno ya falleció, otro lucha ahora
mismo contra un cáncer, la gran mayoría están jubilados… Pero no han perdido
ni un gramo de esperanza. "Rozando la tercera edad, nosotros seguimos"
(282).

Mira, Su Santidad: durante tu reinado tú ya has dado demasiado espacio a
los fanáticos, a los trepas, a los miedosos, a los tarados…
¿Es mucho
pedir que, antes de morirte, dediques un momentito a los limpios de corazón, a
los hambrientos de justicia, a los que, a pesar de todo lo que han sufrido,
todavía son capaces de comprender los signos de los tiempos, de mirar el cielo
rojo al atardecer y anunciar: "mañana hará bueno"?

Si otro mundo es posible, como creemos firmemente, también es posible otra
Iglesia.

Un abrazo, Santidad (o "Santi", si lo prefieres).

*Fuente: Religión
Digital

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