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Partidos políticos o mafias que se reparten el botín del estado

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El sistema político chileno muestra signos de crisis,
incluso de agotamiento. La monarquía presidencial, el sistema electoral
binominal, los partidos políticos aislados de la sociedad civil, el matrimonio
entre los negocios y la política, todos estos elementos juntos constituyen una
jaula de hierro, que más temprano que tarde terminará por explotar.

Es cierto que los sistemas políticos, por muy inadecuados
que sean, tienen un poder de supervivencia y capacidad de sortear las crisis
son mucho más persistentes que los individuos – se dice, con razón, que la
muerte no existe en política-. Por condiciones históricas los sistemas
políticos chilenos han pervivido muchos años más a los anuncios de su propia
decadencia. En Chile hay algo de la idolatría del orden y de pánico al cambio
que permite que instituciones agotadas sobrevivan a las crisis.

Se supone que en una democracia representativa el soberano,
la ciudadanía, delega el poder a sus representantes, que se canalizan a través
de los partidos políticos y de las instituciones republicanas. En las crisis de
representación lo que ocurre es que los representantes están completamente
divorciados de los electores. 

En el caso actual, la Democracia Cristiana
y el Partido Socialista y todas las nuevas agrupaciones posteriores se han
convertido en mafias, en agencias de empleo, en propiedad personal de sus
presidentes y en grupos de presión, cuyos personajes principales son los
lobbistas.

Al socialismo y a los demócratacristianos les ocurre, como a
los viejos, que antes de llegar con paso de parada al sepulcro, comienzan a
revisar las viejas fotos, en blanco y negro, de sus glorias pasadas..

Aun cuando sus dirigentes no lo quieran ver, socialistas y
demócratacristianos tuvieron una magra votación en las elecciones
Parlamentarias: los primeros, un 10% y, los segundos, un 14%, que, en el caso
de los segundos, los retrotrae a las elecciones municipales de 1961.

En democracia se supone que los partidos políticos tienen
por función canalizar las opiniones existentes de la sociedad civil. En todo
sistema político la legalidad y el monopolio de la coerción legítima se lleva a
cabo en las instituciones democráticas, todas ellas surgidas de la soberanía
popular; el actor central debiera ser, siempre, el cuerpo electoral y, con
mayor amplitud, el pueblo; estas condiciones no ocurren en las crisis de
legitimidad – el representante sólo se representa a sí mismo y los ciudadanos
únicamente magullan su desagrado, convirtiendo el voto en un rito, cuyo
resultado se sabe de antemano.

Es cierto que en Chile los regímenes políticos se han
sostenido durante un largo período histórico: el portaliano, de 1830 a 1891, con dos etapas
diferentes – pelucones y liberales-; el de asamblea, de 1891 a 1925; el
presidencial, de 1933 a
1973; el de la alianza demócratacristiana-socialista, de 1990 hasta ahora, con
un turno de 10 años para cada uno de estos partidos. 

En el fondo, si se revisa bien la historia de Chile, a
partir de 1860, se observa un equilibrio entre el poder monárquico del presidente
y la fronda de los partidos, sea cual sea la Constitución que la
rija – la de 1833 y la de 1925-; sólo en el régimen de asamblea (1891-1925),
desaparece la monarquía presidencial, y la totalidad del poder reside en la
aristo-plutocracia de los partidos – liberales, nacionales, balmacedistas,
radicales, conservadores y demócratas-. En el presidencialismo, a partir de
1933, el monarca-presidente siempre dependió de los partidos y combinaciones –
radicales, demócratacristianos, socialistas y comunistas- que, en ese tiempo,
tuvieron la virtud, al menos, de integrar en su seno a algunas expresiones de
la sociedad civil, razón por la cual casi no hubo espacio para partidos
sindicalistas, campesinos, femeninos, de jubilados, u otros; los pocos casos
conocidos sólo confirman la regla.

Normalmente, en las crisis de representación el actor
principal debiera ser el ciudadano, que cuestiona las instituciones
periclitadas y carentes de sentido y funcionalidad. El diagnóstico es evidente
y compartido por muchos en la actualidad en que el padrón electoral no sólo es
viejo desde el punto de vista erario, sino también no da cuenta del universo
potencial de trece millones de electores, de los cuales sólo vota siete
millones de ciudadanos.

Cuatro personas designan, a dedo, a los candidatos a
diputados y senadores, además de repartir a su gusto todos los cargos del botín
estatal; dicho cínicamente, basta que se reúnan y concuerden los jefes del
partido demócratacristiano, socialista, PPD, radical, RN y la UDI para conformar el nuevo
parlamento, lo que no sería muy diferente del famoso "congreso termal" de
Carlos Ibáñez del Campo.

Poco importa que el Parlamento, en la actualidad, esté
desprestigiado a tal grado que los medios de comunicación se ríen de los
diputados, jugando con tan respetable corporación como "el gato maula con el
mísero ratón"; cada padre conscripto sabe, muy bien, que tiene su sillón
asegurado y todavía no me explico para qué diablo necesita la confirmación de
los electores. El rito electoral se ha convertido como territorio de los perros
que, con un pipi, asegura que ningún otro canino vaya a invadirlo.

Para ser
parlamentario nada más simple que estar siempre callado el loro, ser muy buen
amigo y servidor del presidente del partido, jamás protestar por el Distrito
que se le designa y asegurarse que por el binominal será elegido. Por último,
si por azar no sale elegido – casos muy raros en el sistema actual- hay, como
en la lotería, premios de consuelo: puede ser ministro, subsecretario, director
de empresas públicas y, si no es muy brillante, ser gobernador, intendente o
seremi; aun cuando sea muy chico el Estado, hay para todos; por último, está la
empresa privada 

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