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Carta de Norteamérica: Obama ante la amnesia política

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Cuando  Paul Krugman,
el destacado  economista y ganador del
Premio Nobel, publica en 2003 The Great Unraveling, Losing Our Way in the New
Century,1  una colección de ensayos y
crónicas, conservadores y gente de la derecha estadounidense  vieron el libro como una muestra típica del
alarmismo y negativismo de un intelectual liberal que atacaba
injustificadamente al gobierno de George W. Bush. 

Examinando los cambios de la economía dentro de un marco
político y social,  Krugman intentaba
explicar y alertar  sobre la  posibilidad 
de que un país  como EE.UU., que
"tenía tanto  a su favor",  podía venirse abajo rápidamente. El
economista atribuía, por un lado,  este
posible declinar  a un liderazgo
"increíblemente malo", tanto en el sector público como privado, y ubicaba su
centro vital en el Gobierno de Bush. Por otro lado, concluía que gran parte de
las medidas y decisiones del Gobierno respondían a una fuerza política de
extrema derecha que esencialmente intentaba cambiar la naturaleza política,
legal y económica del país. Algo que Krugman denomina, citando a
Kissinger,  un "revolutionary power."

Hoy, casi siete años después, los Estados Unidos no es un
país feliz ni tampoco esperanzado. 
La  fuerte y profunda  acritud de gran parte de la población hacia
Washington parece ser incomprensible en su falta de lógica y su desconexión con
el pasado inmediato.  Y la falta casi
total de discusión o diálogo político entre los dos partidos es tema diario de
los medios informativos.

Con cierta razón un respetado comentarista del NY Times
titulaba un reciente artículo  "The
Thrill is Gone"2 y comparaba la relación 
entre  Obama y el país con la de
un matrimonio joven cuya situación íntima se ha agriado. Pero la situación se
parece más a una separación matrimonial 
donde la estridencia y el egoísmo sin máscara tiñen  la visión y el sentir de una mayoría del
pueblo norteamericano hacia sus líderes en Washington, especialmente hacia  Obama. 

Lo que Krugman escribe principalmente entre los años 2000 y
2003 hoy asusta. Pero, para la gran masa de habitantes, pobremente
informados,  lo que tuvo lugar en 2009,
antes del comienzo de la presidencia de Obama, simplemente parece no existir ni
contar.  

La  situación política
actual,  según los insatisfechos, se
traduce simplemente en un clamor de que 
las  promesas no se han
cumplido.3 

Pero, la lista de logros de Obama, si bien corta, es seria y
sustancial. Por ejemplo, sus drásticas decisiones que previnieron el colapso de
la industria bancaria norteamericana, no son recordadas.  Tampoco su 
ley que dio acceso universal  al
seguro médico -un cambio transcendental que 
beneficia a casi 50 millones de norteamericanos sin seguro médico-  y que pasa el Senado sin un solo voto de la
derecha. Los 39 senadores republicanos, unánimes en su oposición, hoy continúan
atacando la nueva ley  a pesar de que sus
beneficios cubrirán a decenas de millones durante todas sus vidas. El iniciado
retiro gradual de las tropas en Irak no recibe aplauso.

Y  acusaciones sin
fundamentos ("Es un socialista…", "lleva al país hacia el socialismo", por
ejemplo) son repetidas  por
ciudadanos  día y noche.  Conversaciones con amigos y conocidos o
evitan el tema o  se interrumpen a menudo
(en mi caso) abruptamente cuando la 
familiar letanía de acusaciones y mitos comienza. 

Pero hay otra víctima de la odiosidad cerrada de la derecha:
ese terreno  legislativo neutro en el
medio de las dos filosofías de Gobierno, donde el diálogo y las
negociaciones  entre elementos moderados
de ambos partidos, republicanos y demócratas, podían generar  acuerdos y eventualmente leyes. 

Esa tierra de nadie, elemento esencial en la dinámica
legislativa de la democracia, ha desaparecido. Los llamados moderados dentro de
la derecha norteamericana parecen haberse evaporado, llevándose con ellos la
memoria de los ocho años de gobierno de George Bush.

Si bien es claro que el presidente Obama ha mostrado una
habilidad política enorme (como en el caso de su legislación de salud),  es también evidente que no ha podido navegar
con éxito las tormentosas aguas de la opinión pública.  

Hoy, por ejemplo, las encuestas, los diarios  y los programas de participación de oyentes
repiten y martillean la seria desilusión de muchos con el Gobierno actual.

Para los oponentes, 
el presidente  Obama debería haber
resuelto (con un triunfo claro) el problema de las dos guerras y los miles de
tropas en Irak y Afganistán; la crisis de la inmigración ilegal (acercándose a
15 millones de residentes ilegales) quizás con masivas expulsiones; la fuga de la
industria de todo tipo; el increíble déficit económico nacional (y no olvidemos
los déficits de la mayoría de los 50 estados y miles de ciudades);  el desempleo (catastrófico en muchas
regiones); la crisis inmanejable del crédito hipotecario; la  gigantesca deuda nacional  (en manos principalmente de China), y… ¿para
qué seguir?

Pero ¿cuándo comenzó este colapso económico? 

Recordemos  lo que los
oponentes del Presidente evitan recordar: Barack Obama ocupó su cargo
oficialmente el 20 de enero de 2009. 

Pero ya en  marzo de
2007, Business Week, una de las más importantes publicaciones económicas del
mundo, describía en forma alarmada el comienzo del "meltdown" (fundirse) del
mercado. 

Y el 16 de octubre del mismo año, de acuerdo a la agencia
AFP, el Secretario del Tesoro, Henry Paulson, hablaba en términos dramáticos
sobre la crisis que se avecinaba:   "Las
tendencia actuales sugieren  que  habrá justo sobre un millón de hipotecas de
casas no pagadas (casas que por falta de pago pasan a manos de bancos) de las
cuales 620.000 son subprime". (Esas cifras han hoy sido sobrepasadas en forma
chocante.)

[Hace unos días, en una estación de bencina de Alabama, el
dueño me hace bromas de que a juzgar por la patente del auto debo andar
perdido. De allí, casi sin notarlo, la conversación pasa a la situación
económica. "Debería estar creando trabajos en vez de andar viajando por todos lados",
sentencia el tipo. Le contesto que él, el inmencionable, ha corregido o
solucionado otros problemas económicos, como la crisis bancaria. El tipo me
contesta: "No ha hecho nada. Los bancos fueron salvados por el FED". 

Nos despedimos con amabilidad y en la carretera sintonizo
una estación de radio. Solo predicadores que asustan con sus prédicas  (como ese inmenso letrero al lado del camino
que  avisa: "PRAY NOW OR PAY LATER») o
los locutores que azuzan a los oyentes que llaman con preguntas sobre ‘esos
tipos de Washington’, que  destruyen al
país. Es el Sur.]

Volvamos a Krugman. Su libro impresiona primero por lo
temprano de sus advertencias, con artículos 
publicados cuando Barack Obama no figuraba aun en el horizonte
político.  Sin embargo, el impacto
principal está en la  Introducción, una joya de
análisis político y económico. Krugman, quien nos ha advertido que para hablar
de economía  es necesario hablar de
política,  se revela como un  impactante comentarista político, apoyado en
estudios y cifras económicas irrefutables.

Cuando Krugman se describe como uno de los primeros
comentaristas que ha señalado la "chocante o desmedida deshonestidad" de la
administración de Bush, el comentario nos parece visceral, casi exagerado;
después de todo, la presencia de la verdad en el mundo político es esporádica.
Pero el papel de la mentira, nos sugiere, en los ocho años de la administración
Bush  parece ocupar un rol central. 

Es difícil contar cuantas veces las palabras ‘lie’
(mentira), "mendacity" (mendacidad), "tricks", "evasions", "blatant lies"
(fraude, como en el caso de intento de privatizar la Seguridad Social)
aparecen en el texto del libro de este distinguido  economista. 
La pregunta surge entonces: "¿están los 
EE.UU. en el año 2003 ante una epidemia de mentiras y
tergiversaciones,  o ante un plan nefasto
de un grupo extremista?"4

En cuanto a lo de las mentiras y tergiversaciones: hay
alguien de importancia que corrobora las imputaciones de Paul Krugman.

Paul McClellan fue el portavoz de Bush por varios años.
Dedicado y fiel  a Bush desde  su tiempo como gobernador,  en 2008 publica un libro donde en algo más de
300 páginas describe su participación en su Gobierno.5 

Su título
sorprende:  "What Happened:  Inside the Bush White House and Washington’s Culture of
Deception". 
Pero su Prefacio, con
sus referencias al "Evangelio, Dios, la verdad, personas de fe,"  nos entrega 
algo radicalmente distinto de las memorias de operadores políticos
recientes; sus  francas descripciones de
esos años se asemejan,  en efecto,
un  a acto de contrición.6

McClellan nos entrega un cuadro detallado del abuso de la
verdad y describe en detalle una ‘cultura de la decepción’,  donde el juego político dominante  se basa en las manipulaciones de  las tonalidades de la verdad,  en crear verdades parciales, llegando  eventualmente a crear ficciones políticas que
desplazan la realidad.  

McClellan, en un acto final de fidelidad, cree  que Bush no se entregó conscientemente a  las prácticas destructivas de la política
actual norteamericana.  Cree, o quiere
creer, que Bush, como muchos otros, simplemente decidió jugar el  "Washington game"  de la manera que lo encontró,  en vez de tratar de cambiarlo. 

Hoy  es claro que la
realidad política actual es en gran parte un producto de las políticas y
decisiones de Bush y su equipo. Esa es la realidad que hoy enfrentan Obama y la
sociedad norteamericana que parece  estar
más cerca de las predicciones de Paul Krugman ("un país con tanto a su
favor…").

La amnesia política, 
esa  diaria incapacidad de
recordar -tanto el pasado reciente, como el pasado anterior donde las ideas
democráticas y las aspiraciones sociales y humanistas eran entonces las monedas
del transar político- parece haber debilitado a los EE.UU. más que la tragedia
de las Torres.  

La advertencia de Krugman, siete años después de su
publicación en forma de libro,  sigue
clara y atemorizante. Quienes pueden destruir a EE.UU.  políticamente están más cerca de su centro
político y operacional de lo que la mayoría de sus casi 350 millones de
habitantes parecen darse cuenta.

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