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Militares latinoamericanos: buenos alumnos

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En Estados Unidos no hay golpes de Estado… porque no hay embajada norteamericana.

En la antigüedad clásica del imperio griego la ciudad de Esparta fue
legendaria por sus guerreros. Legendaria también era la forma en que los
mismos se preparaban: entre otras cosas, debían pasar un día entero
sosteniendo el escudo en posición de defensa, sin moverse. Eso templaba
el espíritu para la lucha. No hay dudas que el ejercicio en cuestión
daba resultado. La capacidad de los espartanos en el
combate–evidentemente, muy buenos alumnos– hasta el día de la fecha
sigue siendo proverbial; a nadie se le ocurriría, por cierto, pedirle
que filosofaran como sus vecinos los atenienses. Ellos no estudiaban
para eso. Pero sí fueron un modelo de soldado abnegado, obediente y
disciplinado. Dicho de otro modo: cada uno en lo suyo. Esparta en la
guerra, Atenas en la filosofía y en las artes.

Los militares latinoamericanos, desde que existen los Estados nacionales
por esta parte del mundo –no más de dos siglos– se han dedicado a su
profesión, la guerra, claro está; pero en muy buena medida a un tipo de
guerra bastante peculiar: las guerras civiles. En el transcurso del
siglo XX hubo pocas guerras interestatales en la región; la función de
las fuerzas armadas se vio dirigida básicamente a la represión interna.

Como parte de la Guerra Fría (la tercera guerra mundial, como se la
llamó), prácticamente todos los países del área latinoamericana vivieron
guerras internas insurgentes y contrainsurgentes. Con distintas
modalidades –urbanas, campesinas, con mayor o menor involucramiento de
la población civil– en todo el subcontinente, entre las décadas de los
60 y los 80, tuvieron lugar feroces procesos de militarización. A la
proclama revolucionaria siguieron invariablemente atroces respuestas
represivas.

La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los Estados nacionales a
través de sus cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en
evidencia dos cosas: por un lado ratifica qué son en verdad las
maquinarias estatales (“violencia de clase organizada”, según la clásica
definición leninista de 1917), a favor de qué proyecto se establecen y
perpetúan (obviamente no es con el campo popular). Y por otro lado,
desnuda la estructura de los poderes: los ejércitos reprimieron el
proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su mandato; el real poder
que usó la fuerza para seguir manteniendo sus privilegios no aparece en
escena. Los militares –buenos alumnos– pusieron en práctica aquello que
se les enseñó.

Hoy día, terminada la Guerra Fría y el “peligro comunista”, dado que las
sociedades fueron hondamente desmovilizadas como producto de la brutal
represión ejercida, los cuerpos de seguridad retornaron a sus cuarteles.
Incluso en los últimos años del siglo pasado y principios del actual,
habiéndose tornados ya innecesarios los ejércitos para el mantenimiento
de la “paz” interior –porque el trabajo de sofocamiento de la protesta
estaba ya cumplido, claro– se iniciaron tibios procesos de revisión de
las guerras internas, de sus excesos y abusos. Pero que, por supuesto,
no pasaron de tibios. Los famosos Juicios de Nüremberg en la derrotada
Alemania de post guerra fueron posibles porque los juzgadores ganaron
incuestionablemente el conflicto; aquí las cosas no fueron así. ¿Quién
ganó las guerras sucias de Latinoamérica? Los militares, buenos alumnos
de los manuales estadounidenses, condujeron esas guerras; los verdaderos
ganadores siguieron siempre con sus negocios, sin ensuciarse, sin
mancharse las manos.

Pasadas las dictaduras militares, con distintas modalidades los países
que sufrieron esos monstruosos conflictos armados internos iniciaron
alguna suerte de ajuste de cuentas con su historia. Más allá de los
resultados de esos procesos, desde el enjuiciamiento y condena a los
comandantes argentinos (luego indultados) hasta la total impunidad y el
retorno al poder por vía democrática en, por ejemplo, Bolivia o
Guatemala, el común denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos
contrainsurgentes cargan con todo el peso político y la reprobación
social respecto a las guerras sucias transcurridas. De los verdaderos
beneficiados se habla poco, o no se habla.

Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron sucias, de más está
decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas, la violación
sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales enteras,
constituyeron parte de las estrategias de guerra seguidas por todos los
cuerpos militares. Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los
proyectos revolucionarios de Latinoamérica de décadas pasadas, tenemos
inmediatamente la imagen del verde olivo y las botas militares. Y un
uniformado no es, precisamente, el primer amigo del ciudadano de a pie.
Pero no para otra cosa que no fuera esa represión interna estuvieron
preparados los ejércitos de la región. Su ejes fundamentales, bases de
las guerras sucias, expresan claramente lo que se consideraba más
necesario y efectivo para la “defensa de la patria”: 1) la
clandestinidad/ilegalidad, que desdeña e ignora la ley y se oculta en la
oscuridad y la impunidad bajo el amparo de los organismos de seguridad
del Estado; 2) la construcción de un “enemigo interno”, a partir de una
moralidad estrecha que señala, denuncia y sanciona en un solo acto al
opositor como fuente de todos los males, criminalizándolo y abriendo la
posibilidad de su exterminio; y 3) la presión psicológica: que pretende
“ganar los corazones y las mentes” de aquellos a quienes está
violentando.

La doctrina militar de todos los ejércitos latinoamericanos no se
elaboraba –ni se elabora hoy– en Latinoamérica: para eso estaba la
Escuela de las Américas en Panamá, por años sede del Comando Sur de las
fuerzas estadounidenses impartiendo sus clases. Los cuerpos castrenses
del área –una vez más: buenos alumnos– han funcionado lisa y llanamente
como ejércitos de ocupación; sus hipótesis de conflicto no eran las
guerras contra otras potencias regionales sino el enemigo interno. Su
estrategia, en definitiva, tenía como objetivo mantener aterrorizadas a
las propias poblaciones. Esos soldados, preparados por Washington en su
lógica de contención del avance comunista, adiestrados en las más
despiadadas metodologías de guerra sucia, y bendecidos por los grupos de
poder locales (¡ese es el punto clave!), en las pasadas intervenciones
que tuvieron no hicieron sino cumplir con el papel para el que fueron
educados. En otros términos: fueron excelentes estudiantes. En su
preparación iba implícita una cuota de desconfianza perpetua en la
democracia como forma de gobierno; su perspectiva es hacer de la
sociedad civil un gran cuartel. Las dictaduras que barrieron el
continente el siglo pasado no fueron sino eso, permitiendo a los grupos
de poder (locales y con sede en Estados Unidos) hacer sus negocios sin
interferencias. A ellos, en definitiva, no les afecta en nada si la
sociedad civil es una base militar o no; al contrario, la militarización
les da mayor tranquilidad.

Hoy día, reiteramos, esos buenos alumnos no han desaparecido, y la
lección aprendida sigue en pie. Con un escenario distinto al de la
Guerra Fría, el paisaje político-social de la región no se ha alterado
en lo sustancial: las oligarquías vernáculas siguen haciendo sus
negocios –agroexportación en buena medida– y Washington continúa siendo
la gran potencia que mueve los hilos (haciendo los negocios más
grandes). Las “democracias vigiladas” siguen (relativamente) de moda.
Pero cuando ya no sirven para contener los reclamos populares, ahí
aparecen nuevamente las fuerzas armadas, reinstalando el orden que se
podría romper. Su convivencia con las democracias representativas es
siempre precaria, inestable. Están apegadas al poder civil formal…
mientras las cosas no se salgan de cauce. Si eso sucede, los buenos
alumnos vuelven a actuar. Lo cual muestra que el poder real no está ni
en las fuerzas armadas ni en las estructuras democráticas formales. Es
decir: el poder duro siguen siendo los de siempre. Y los buenos alumnos
cumplen con su tarea de defenderlo.

Si en relación a las guerras sucias de algunos años atrás debemos
revisar el pasado y el papel de los represores, ello es importantísimo,
sin dudas. Es más: es imprescindible: “los pueblos que olvidan su pasado
están condenados a repetirlo”, se ha dicho con razón. El futuro se
construye mirando el pasado; la basura no puede esconderse debajo de la
alfombra porque inexorablemente, siempre, lo que se buscó esconder
retorna. Pero revisar el pasado no debe ser sólo el juicio y castigo a
los responsables directos de los crímenes infames que enlutaron las
sociedades latinoamericanas las pasadas décadas, no debe ser sólo el
castigo a los alumnos que hicieron su tarea. Las fuerzas armadas
cumplieron sus funciones, como sus mismos comandantes se cansaron de
repetir en cualquiera de los países donde condujeron las guerras
internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por supuesto que lo
condenable es la extralimitación en que, como Estado, incurrieron estas
fuerzas. El Estado no puede reprimir a su población, pero lo sucedido
demuestra patéticamente de qué Estado hablamos. Es quimérico pensar que
este aparato de Estado es de todos; las dictaduras militares lo
demostraron. Cuando el andamiaje real del poder de las clases dominantes
es tocado, ahí se desnuda el carácter del Estado, de las democracias
parlamentarias. Y lo mismo sucedería en la “cuna de la democracia”, los
Estados Unidos, si la protesta popular se saliera de cauce.

Si se pide juicio y castigo a los responsables de los cientos de miles
de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países
latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para
no olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que
el enemigo no es el guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo. Es
decir: podemos pedirle que filosofe a un soldado espartano… pero él no
está preparado para eso. Los buenos alumnos repiten la lección que
estudiaron.

Las fuerzas armadas latinoamericanas siguen siendo el reaseguro de los
poderes reales, de las oligarquías nacionales, de los capitales
transnacionales invertidos en estas latitudes. En estos últimos años se
les enseñó a respetar (formalmente) a los poderes civiles, es decir: a
las administraciones políticas de turno –que, por supuesto, no son el
poder real–. Y de buenos alumnos que son, en estas últimas dos décadas
no ha habido golpes de Estado dirigidos por militares sublevados. Pero
en todos los países de la región (salvo claramente Cuba, donde las cosas
sí son distintas), las fuerzas armadas ahí siguen estando, siempre
listas para “defender a la patria”; ahora, ya no de los ataques del
“comunismo internacional” sino de otros nuevos peligros (así
considerados, al menos, en las actuales hipótesis de conflicto:
populismos radicales, narcotráfico, terrorismo internacional,
movimientos sociales desbocados).

En estos últimos años vimos varios casos donde las fuerzas armadas
vuelven a tener un protagonismo político importante, pero siempre con un
perfil bajo que no desembocó en abiertos golpes castrenses a la
institucionalidad democrática con la instauración final de un presidente
militar de facto. De hecho, el papel de los cuerpos militares fue
diverso en los distintos casos: fueron parte activa y principal en las
crisis políticas en Haití (quitando al presidente Jean-Bertrand
Aristide, en 2004) y en Honduras (derrocando al presidente Manuel
Zelaya, en 2009), sacándolos físicamente de la escena incluso con la
apariencia de crisis palaciegas. Tuvieron papeles más ambiguos en las
situaciones de Bolivia en el 2008, o en el golpe contra el presidente
venezolano Hugo Chávez en el 2002, o en la reciente asonada en Ecuador
cuando la movilización policial contra el presidente Rafael Correa,
jugando en estos casos el papel de espectadores/defensores de la
legalidad y el apego a las constituciones.

En todo caso, como cuerpos con incidencia política, pueden llegar a ser
defensores del orden democrático-parlamentario formal existente sin
participar en forma abierta en golpes de Estado (como lo acaban de ser
en Ecuador, o como lo fueron en Venezuela en el 2002, donde no se
atrevieron a acometer contra los pueblos movilizados), pero hasta ahí
llegan. Defensores de las causas populares, definitivamente no. Jamás se
los prepara para eso, y de buenos alumnos que son, cumplen bien lo
aprendido.

Si por allí encontramos militares que se salen de cauce y toman caminos
más nacionalistas y antiimperialistas (con numerosos ejemplos en la
historia latinoamericana del siglo XX, como Juan Domingo Perón en
Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Omar Torrijos en Panamá, Juan
Velasco Alvarado en Perú, o el actual Hugo Chávez en Venezuela), o
abiertamente contestatarios, llegando al caso de algunos que abrazan un
camino socialista, llegando en algunos casos a formar movimientos
armados marxistas (lo sucedido, por ejemplo, con algunos militares
guatemaltecos como Marco Antonio Yon Sosa o Luis Turcios Lima, por
ejemplo), esos, definitivamente, no son buenos alumnos. Al contrario:
saldrían reprobados.

Todo esto, entre otras cosas, nos debe dejar la convicción que mientras
las armas sigan apuntando hacia los trabajadores, hacia los pobres y
excluidos –como continúa pasando ahora– es muy difícil cuando no
imposible cambiar algo de verdad en las estructuras de nuestras
sociedades. Los militares, sin dudas, son los mejores alumnos que
aprendieron la lección sobre cómo mantener “la casa en orden” (¿para qué
otra cosa están si no en nuestros países?). Si ahora los crueles y
sangrientos golpes de Estado de décadas pasadas no están a la orden del
día, es porque en la geoestrategia global de Washington eso se reemplazó
por los llamados “golpes suaves” (lo de Honduras del año pasado, por
ejemplo, o el intento recién sucedido en Ecuador), donde incluso se da
el golpe “en defensa de la democracia”.

Los cuerpos armados siguen siendo una pieza fundamental en el entramado
de poder. A los buenos alumnos los profesores siempre los estiman, y
cuando es necesario, les consiguen trabajo.

– Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante
una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo
en otras fuentes.

*Fuente:
Rebelion

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