Nos ha tocado vivir una época de desesperanza, de acumulación de
desilusiones en lo ideológico, en lo político, en lo social y en lo
económico. Las situaciones parecieran no tener salida y ello nos lleva a
aceptar resignadamente la realidad o a la desesperación. Los procesos
humanos se van gestando lentamente. Hace más de un siglo Nietzsche
hablaba de -“nihilismo fatigado”, aquél que caracteriza a nuestra
cultura actual: no esperar nada, no es posible hacer nada; y de
–“nihilismo activo”, el desprecio por la realidad que lleva a la
violencia y al terrorismo. Habla del sinsentido, del aburrimiento, de
la muerte de Dios. Después de él, Sartre dirá: ”Ni esperanza ni
desesperación, sino desesperanza”. Esta desesperanza es como un infierno
anticipado, un arrastrar la vida sin sentido. Es necesario
reencantarse, vivir debe ser hacer proyectos de futuro, tener
ilusiones. Cuando Don Quijote perdió la ilusión, dice a Sancho: “Ya no
soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano”, dice Sancho: “¿Qué
tonterías dice, mi señor? ¿Cómo no va a ser Don Quijote? Venga, venga,
vamos, ánimo, que la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida
es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos
le acaben que las de la melancolía”.
La esperanza sacó al ser humano de la prehistoria, lo hizo caminar por
los caminos de la historia y lo empuja a un futuro siempre mejor. El
que espera llega a la meta, camina. Esta insatisfacción diaria que nace
de estar inmersos en una sociedad capitalista, injusta y cruel es
precisamente lo que debiera despertar esperanza. Esperar algo nuevo,
esperar cambios, esperar más justicia, más solidaridad, más alegría.
Puedo, entonces, decir que hay una –“espera fatigada”, en la que no soy
sujeto de la historia, soy un observador triste y aburrido; puede
también haber una –“espera activa”, en la que soy protagonista, soy
proactivo, inicio aquellos cambios que espero. No todos tenemos la
posibilidad de hacer grandes cosas, bastará con las que están a nuestro
alcance. Cada uno, de acuerdo a su circunstancia, puede cambiar las
cosas: sonreír, dar, saludar; una palabra amable, una flor, un abrazo.
El esfuerzo diario es hacer bien lo que tengo que hacer y “ver” al otro,
especialmente al pobre, al marginado.
Cuando una sociedad no tiene esperanza, carece de futuro, languidece su
vitalidad y se paralizan sus iniciativas. En Chile tenemos motivos para
esta desesperanza: años de dictadura en la que nuestra juventud no
pensó, no decidió, no tomó la vida en sus manos. Sólo era bueno el
éxito, el negocio y el consumo que nos llevaron a esta espantosa
diferencia socio-económica. Sólo unos pocos privilegiados tienen
oportunidades, acceso a educación y salud de calidad.
Para vivir hay que esperar, tener ilusiones, metas que sean buenas,
necesarias y posibles, difíciles de conseguir, que exijan esfuerzo. Así
la esperanza se transforma en incentivo para una existencia más plena.
Para que esta espera no nos lleve al consumismo, su objetivo es una vida
más plena y un deseo grande de ser, no de tener. Nos inoculan
permanentemente la necesidad de tener: éxito, prestigio, cosas. Ante
esta presión, es necesario decidir, también permanentemente, entre luz y
tinieblas en cada momento, en cada pensamiento, en cada acto.
A pesar de su visión desesperanzada, Nietzsche tiene una frase hermosa:
“El que tiene por qué vivir, sabrá también cómo.” La recordé estos días
en los que el país vibra de esperanza: “Estamos bien, en el refugio, los
33”. Este grupo de mineros, sepultados por la codicia, vive esa espera
activa: por sus familias, por amor, por ganas de vivir, por futuro. Nos
están dando una gran lección que no deberá diluirse, una lección que
nos muestra y demuestra que la esperanza sólo es posible en un mundo que
permite sueños de futuro, tener deseos comunes, tener algo por qué
vivir. Que la esperanza de más paz, más justicia, más amor nos de la
fuerza de espíritu para ponernos en marcha, para exigir el cumplimiento
de los derechos de cada ser humano aquí y ahora.
-Email de la autora: mepazos@gmail.com
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