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Y afuera hace tanto frío

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María de los Angeles sabía que éste no era un mundo para María Luz.
Menos aún cuando le había tocado afrontar uno de los inviernos más
crudos de Chilecito en lo que intentaba que fuera su casa, de techo de
lona y paredes de nylon en un asentamiento del barrio Pomán Norte. Este
jamás podía ser mundo para ella, pero lo mismo le puso Luz, como su
madre le cargó el Angeles, siguiendo siempre a María. Como arrojando a
tientas una señal al cielo, a veces tan lejano de la última gente, la
gente de los fondos, de las profundidades de este mundo que, estaba
segura, no era para María Luz.

El frío vino bravo este año. Las garrafas (NdR.: envases de gas) 
desaparecieron y las pocas de las que supo eran demasiado caras para su
penuria crónica. Apenas unas ramas, un carbón y el brasero de fueguito
tímido que no alcanza para el calor ni para entibiar algo de comer. El
invierno fue demasiado para los dos meses de María Luz, que sabía en su
fragilidad que éste no era un mundo para ella. Le costaba respirar
cuando su madre llegó al hospital. Había aspirado monóxido de carbono y
le había tomado frío, mucho frío, tanto frío.

Quince se murieron de invierno ya en el país, mientras la nevada es
fiesta en La Angostura y Las Leñas (NdR: Centros de Deportes Invernales)
y es suplicio para centenares de miles de niños que sienten agujas en
los huesos y bajo cero en la panza y un estilete helado que entra en la
noche por las heridas de la ventana y los tajos del techo, cuando hay.

María Luz se quedó quietita en el Hospital y María de los Angeles se
volvió a sus paredes de nylon del Pomán Norte. Sin Luz ni Angeles. Ni
María.

Hace unos años las llamaron “garrafas sociales”. Estaban subsidiadas
para que los pobres las pudieran comprar a 16 pesos. Pero
invariablemente sucede un loco fenómeno: en el invierno desaparecen. Y
millones comienzan a pasar frío despacito, a medida que junio se
desvanece y julio entra a los golpes, como si se pusiera botas y
uniforme. Entonces María Luz y sus hermanos de Chilecito y las Marías
Luces de Salta, de Jujuy, de Santa Fe, de Buenos Aires empiezan a
helarse desde los huesos al alma y a comer lo que hay frío y a no tener
una leche que queme la garganta y como los pulmones ya venían debiluchos
porque este mundo no parece ser para las Marías Luces ni para sus
hermanitos de la cabeza a los pies de este país aparece la tos y el
espasmo y todo lo que podía evitarse si el Estado agendaba que las
garrafas tienen que estar a 16 pesos en invierno y no desaparecer como
por pases de magia o costar de pronto 50 pesos para que se convierta en
oro para el pobre.

Hace tres meses que las garrafas sociales -la calefacción y la cocina
para dos millones de familias- empezaron a ausentarse de almacenes y
despensas. No hubo medidas de emergencia ni decretos presidenciales ni
campañas mediáticas ni gritos pelados de los opositores. Los que nunca
tienen nada, los que nunca tienen voz, emprendieron un peregrinaje
fatigoso a pie o en bicicleta en busca de una garrafa de diez kilos que
después había que traer, si es que aparecía. Cuadras y cuadras.
Kilómetros. Las inspecciones -que aparecen en julio, con la publicitada
ola polar que se apagará en los medios ante el primer crimen en el
conurbano- descubrieron que las pocas que hay tienen menos gas del que
anuncian las etiquetas y de menor calidad. La llamita es anaranjada y se
acaba pronto. Aunque cueste 35 pesos y no 16. Aunque haya costado
lágrimas y cuerpo y el presupuesto de la semana traerla a casa.

“La capacidad de suministro a la población es sólo del 20% de la demanda
actual”, dice el Defensor del Pueblo. Y todos piden que actúe la
Secretaría de Energía y el Ministerio de Planificación, pero los
escritorios están muy templados y circula el café caliente y la pobreza
está tan lejos, tan lejos de los expedientes y de los grandes temas que
para qué. Para qué si con una firma se destraba pero el invierno se
acaba en un par de meses y los pobres están curtidos y los hospitales
públicos abarrotados de neumonías y bronquiolitis y los que se mueren,
al fin y al cabo son los que no están hechos para este mundo. Como María
Luz o su vecino, el jubilado que era sereno de una cochera de
Chilecito.

"En los lugares donde antes se llevaban las garrafas una o dos veces por
semana ahora se lleva una vez cada 15 o 20 días. En muchos lugares
donde se llevaban 100 garrafas se están llevando 10. En los casos en que
sí se consigue la garrafa los precios son de 30, 40, 50 y hasta 60
pesos", dice la Defensoría del Pueblo de la Nación. El 80 por ciento de
los comercios vende la garrafa “fuera del precio regulado” y el 72 por
ciento con algún nivel de adulteración, viejas, sin las mínimas normas
de seguridad.

Los que tienen frío, los que nunca tuvieron nada, los que se quedaron
sin voz desde el principio de esta historia, salen a buscar leña por los
baldíos. O prenden fueguitos en braseros con carbón. Los olvidados de
esta tierra están condenados a hacer calor con veneno. A encerrarse para
que la tibieza no se vaya. Y a dormirse con el fantasma más
traicionero. El monóxido de carbono les arena los pulmones y les apaga
el cerebro. La gente se muere de invierno en estas tierras. De frío y de
calores mentirosos. En suelos por donde corre el gas. En casas por
donde pasa la red de gas natural pero la conexión cuesta 2.000 pesos. En
un país donde está todo. Pero la mayoría mira el banquete a través del
vidrio empañado por millones de alientos. Desde una calle donde la noche
destraba las heladas. Y demasiados este invierno sienten que este mundo
no era para ellos. Que está hecho para pocos. Y afuera hace tanto,
tanto frío.

Lunes, 19 de Julio de 2010

*Fuente:
Agencia Pelota de Trapo

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