El arte de seducir a las masas, es decir a grandes conglomerados humanos
constituidos por parte importante de la población de una nación, o el
país entero, o un continente, es atribuido generalmente a la fuerza
persuasiva de un hombre, o de un grupo pequeño de hombres entre los
cuales siempre habrá uno que destaca: el líder. El secreto del
artificio, se ha dicho muchas veces, es saber apuntar al lado más
vulnerable del conglomerado, al factor común de la masa, interpretar a
viva voz lo que es un anhelo sottovoce, un deseo encubierto, o quizás un
miedo soterrado, también una rabia tácita y contenida.
No decimos nada nuevo y este aserto se ha esgrimido para encontrar la
explicación del por qué un individuo es capaz de movilizar países
enteros, como por ejemplo la Alemania nazi, donde los camisas pardas
lograron aunar tras de sí a una enorme masa de ciudadanos que creyeron a
ojos cerrados en una prédica tan engañosa como atractiva para ellos,
enarbolada por un líder cuya principal arma, más que el tenebroso
aparato militar que logró construir, fue la palabra.
Escribo esto a propósito de las declaraciones de un imbécil al cual la
naturaleza, que suele ser poco selectiva, lo dotó como a todo el mundo
de un núcleo neuronal —el de Broca según los expertos— en su poco
privilegiado cerebro, y que permite el movimiento de la lengua. Sin
embargo, según los mismos expertos, nos diferenciamos de los loros
porque esta área lobular requiere de la asesoría de otra, la de Wernike,
donde se elabora la idea de la cual la lengua será sólo el portavoz.
El espécimen al cual nos referimos, patológicamente un afásico de
Wernike, o en palabras más sencillas un boludo, se permitió hacer, al
otro lado de la Cordillera, un parangón que con seguridad supuso él que
sería el acierto de su vida: homologar a Hitler con Salvador Allende.
Voy a conceder al analfabestia de marras, la razón en un aspecto de la
comparación, aspecto que, naturalmente, él no consideró ya que su
intención era rebuscar en el escuálido arcón de sus conocimientos, un
personaje execrable con el cual enlodar una figura, la de Allende, a la
cual este enano del intelecto no podría alcanzar ni aún en el más
colosal de sus esfuerzos por empinarse. El parangón que este cronista
acepta entre el Führer alemán y el líder criollo, es el extraordinario
don de la palabra, la maciza estructura de la oratoria, el magnetismo
fascinante del discurso capaz de subyugar a las masas más allá, incluso,
de la racionalidad singular que posea cada individuo integrante de esa
masa.
Sé que incluso este vértice, el único que podría parangonear —permítanme
la licencia del lenguaje— a estos dos personajes de la humanidad,
diametralmente opuestos en los objetivos de su gravitación histórica y
en la moral de sus principios, puede llegar a molestar a quienes han
hecho de Allende, con justísima razón, un personaje de culto que
representa los más nobles valores capaces de alojar el alma humana. Sin
embargo, si hacemos abstracción del sentimiento apelando sólo a la
objetividad de una destreza, en este caso la de la palabra, podríamos
llenar un lista numerosa de grandes oradores que incluiría no sólo a los
“buenos” (como en las películas del oeste) sino que también a algunos
rufianes de la historia.
Para atenuar las maldiciones de quienes han llegado trabajosamente hasta
este párrafo del presente artículo, y se han acordado amablemente de mi
santa madre por homologar la oratoria de don Adolfo con la de Allende,
les recuerdo que los griegos, padres de la retórica, entre los muchos
dioses que se autoadjudicaron, concedieron gran culto a Hermes, que no
sólo era el representante de la elocuencia ante el Olimpo, sino que
también de los bribones y mentirosos, entre otras gracias que podía
conceder este muchacho.
Pero en fin, tómelo usted sólo como una introducción blasfemante y hasta
fuera de contexto porque lo que yo pretendo es escarmenar en lo que se
esconde detrás de estas “salidas de madre” que, con poca diferencia de
tiempo, han vomitado dos conspicuos seguidores del pinochetismo
coincidiendo, además, geográficamente para sus exabruptos. Mis dudas son
precisamente acerca de la definición de tales absurdos: ¿son en
realidad exabruptos o corresponden a un plan más profundo trazado con
sibilina meticulosidad?
Veámoslo desde una perspectiva distinta a una simple mala conexión
anatómica entre la boca y el recto de ambos personajes. Lo primero que
resalta es que en los dos casos la reacción del gobierno, reconózcalo
usted, ha sido sorprendente. No sólo se llega al extremo de destituir a
un embajador al que previamente el mismo presidente desautoriza, sino
que más tarde el propio ministro del interior reacciona con extrema
dureza para condenar el paralelo que hiciera el otro tontorrón entre
Hitler y Allende, defendiendo “urbi et orbi” la figura del presidente
mártir. ¿El mundo al revés?
Para intentar entender semejante entuerto hay que empezar por recordar
que hasta hace poco tiempo la derecha jugó su prestigio y su futuro
político reivindicando y defendiendo esos negros años de la dictadura, y
denostando hasta la saciedad la obra y la figura de Salvador Allende.
Sin embargo las sucesivas derrotas, más la irreversible condena
mayoritaria de los chilenos y de la opinión pública mundial, fueron
convenciendo a estos apologistas del golpismo que esa política, la de
“trapearle la cocina” al dictador y de la cual Iván Moreira fue un
experto, no era buen negocio.
Tapar bien la fetidez del cadáver y poner distancia con él fue, sin
duda, la nueva táctica que, además de otros factores donde no escapan
las torpezas de la Concertación, posibilitaron finalmente el regreso de
la derecha al poder.
Entonces, ¿para qué desenterrar los restos pestilentes del pasado, cabe
preguntarse, si en nada ayudan a la estrategia de hoy? Si usted leyó las
divagaciones de este cronista en un artículo anterior, y que
seguramente calificó eufemísticamente como “hilar muy fino”, atribuimos
ahí el ofertón que en mayo hiciera Piñera al país a una planificación de
envergadura mucho mayor, destinada a fortalecer el frente
antibolivariano que se ha convertido en la máxima prioridad de la
oligarquía latinoamericana y del departamento de estado norteamericano.
Dijimos también que para que Chile se fortalezca como bastión
antichavista, la derecha debe permanecer en el poder más allá del
efímero lapso de cuatro años que dura el mandato de don Sebastián. Y qué
mejor que refrendar la inesperada política económica del gobierno con
una pública y vehemente condena a quienes ofenden una figura, la del
Presidente Allende, arraigada profundamente en el corazón de un pueblo
como el chileno.
Dejo entonces planteada la duda: ¿fueron ambos afásicos de Wernicke,
auténticamente pelotudos, o fueron estratégicos “palos blancos”
destinados al lucimiento democrático y humanista de un gobierno difícil
de concebir como tal? ¡Ah. Chi lo sa! Tenemos, entonces que seguir en
compas de espera, atentos al movimiento de la próxima pieza porque
quizás no estemos aún totalmente curados de espanto.
Antes de terminar quiero reparar un olvido. En todas estas parrafadas no
nombré al cavernícola que hizo la comparación entre su Fuhrer y
Allende: se trata de Fulano de Tal, que como dijéramos, ofició de
ministro del trabajo y, aunque usted no lo crea, de “previsión” social
de la dictadura. Entre la herencia que De Tal le dejó al país, está la
máxima expresión del capitalismo a ultranza defendido por las bayonetas:
el gran negociado de las AFP que es el hilo del cual, mes a mes, amigo
mío, pende su jubilación, hilo del cual es usted, por desgracia, la
parte más delgada.
-El autor es escritor
(devenido en cronista de asuntos políticos).
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