Sesenta años después de la capitulación alemana, el historiador Stefan Doernberg, un berlinés de 80 años, recuerda cómo entró con el Ejército rojo en Berlín y saboreó al igual que sus camaradas rusos la derrota de la Alemania nazi de Adolf Hitler. En el libro «Servicio en el frente» (Editorial Ost), Doernberg narra su historia personal, como niño judío que tuvo que sufrir las humillaciones de los nazis, como huido y reclutado en el Ejército Rojo, como soldado triunfal en Berlín. Pero su historia corre en paralelo a la de la II Guerra Mundial: sólo un centenar de alemanes, entre ellos él, lucharon con la URSS, y sólo él y otros dos entraron aquel 8 de mayo de 1945 en Berlín. Doernberg, en persona, fue el encargado de redactar la rendición. Berlín- Para Stefan Doernberg, la conquista de Berlín por el Ejército Rojo supuso una vuelta a sus orígenes. Un regreso agridulce: la alegría ante la victoria frente a la Alemania nazi y la tristeza de ver su ciudad natal reducida a escombros. Doernberg fue uno de los pocos alemanes que entró con el Ejército Rojo en Berlín tras la derrota del Tercer Reich. Y fue testigo de la firma el 8 de mayo de 1945 de la capitulación definitiva de la Alemania nazi. Doernberg nació en el seno de una familia burguesa judía en el barrio de Wilmersdorf en Berlín en 1924, año en el que Adolf Hitler redactó «Mein Kampf» (Mi lucha) mientras cumplía condena por el «putsch» fallido de Múnich contra la República de Weimar.
La llegada de Adolf Hitler al poder en 1933 marcó para siempre la vida de Stefan Doernberg y la de su familia. Su padre, judío, funcionario del Comité de Desempleados de Berlín y miembro del Partido Comunista de Alemania (KPD), fue en varias ocasiones víctima en las calles de Berlín de las represalias de los nazis, quienes finalmente le detuvieron en marzo de ese año.
Miedo a las SA nazis. A los nueve años, supo lo que significaba ser judío en la Alemania nazi. El pequeño Doernberg tenía tanto miedo a que las SA se llevaran también a su madre que sufrió una crisis nerviosa que le provocó una «alopecia areata» (caída del cabello) cuyas consecuencias son todavía hoy visibles. Los miembros de las Juventudes Hitlerianas le pegaban por la calle «por ser judío», explica este alemán. Y los nazis cerraron en 1933 el colegio Montessori de Dahlem al que Doernberg acudía. Él y su hermana Eva fueron a partir de entonces a la escuela judía. «Cada vez me sentía más extraño en un país dominado por los nazis, que, sin embargo, yo seguía considerado mi patria», cuenta en su libro «Servicio en el frente» (editorial Ost).
En 1935, Stefan Doernberg abandonó Berlín con su madre y su hermana para trasladarse a Moscú, donde les esperaba su padre, que, entretanto, había huido. La vida de esta familia comunista alemana en la Unión Soviética tampoco fue fácil, ya que también fueron víctimas de las represiones de Stalin.
El 21 de junio de 1941, Stefan Doernberg celebró su 17 cumpleaños con sus compañeros de colegio en el parque Gorki de Moscú. Al día siguiente, el comisario del pueblo de Asuntos Exteriores Molotov, que había negociado en 1939 en nombre de Stalin el Pacto germano-soviético de no agresión, anunciaba en la radio que Alemania había invadido la Unión Soviética sin declaración de guerra y había bombardeado varias ciudades. Al conocer «la mala noticia», este alemán no se lo pensó dos veces y ese mismo día se alistó como voluntario en el Ejército Rojo para enfrentarse a la Alemania nazi. «Consideraba lógico defender contra el enemigo al país que me había acogido y que podía considerar mi patria», explica este historiador, que en los ochenta fue embajador de la República Democrática Alemana (RDA) en Finlandia. «Había muchas formas de resistir contra el fascismo y una de ellas era formar parte de la Coalición anti Hitler», dijo Doernberg durante un encuentro con periodistas extranjeros en el Museo Berlín-Karlshorst, donde está la sala en la que se firmó el 8 de mayo de 1945 la capitulación definitiva de la Alemania nazi. «Yo siempre estuve convencido de que íbamos a ganar a Hitler», asegura.
Doernberg, de 80 años, reconoce que su caso es casi excepcional. Sólo un centenar de alemanes lucharon durante la guerra en las filas del Ejército Rojo. Recuerda que, en general, sus camaradas rusos le trataban bien a pesar de que era alemán, aunque reconoce que algunos de ellos le miraban con recelo porque «pensaban que quizá fuera un espía». Pero podían estar tranquilos, porque Doernberg «odiaba el fascismo tanto o más que mis camaradas rusos».
Durante la contienda, Doernberg no mató a ningún combatiente alemán: «No disparé un solo tiro», explica y como era bilingüe alemán-ruso, las autoridades soviéticas le asignaron a una unidad especializada en guerra psicológica, «redactábamos octavillas de propaganda antinazi y hacíamos emisiones de radio para convencer a los alemanes de que la guerra era mala».
A pie desde Rusia. Doernberg recorrió los 2.000 kilómetros que separan Moscú de Berlín vestido con el uniforme del Ejército Rojo. El 31 de enero de 1945 atravesaba con sus camaradas rusos entre Poznan y Küstrin la frontera del país que su familia tuvo que abandonar diez años antes huyendo de la locura racista y antisemita. Doernberg recuerda que un soldado ruso había colocado ahí un cartel con caracteres cirílicos que decía: «Aquí comienza la maldita Alemania».
Doernberg estuvo bajo las órdenes del mariscal ruso Gueorgui Konstantínovich Zhúkov en la batalla de Seelower Höhen, el último frente antes de la toma de Berlín y la más sangrienta que tuvo lugar en suelo alemán. Esta zona pantanosa junto al río Oder se convirtió en la tumba de 33.000 soldados soviéticos, 12.000 alemanes y 5.000 polacos. «Ningún punto del suelo alemán está tan empapado de sangre como Oderbruch», corrobora Doernberg. Asegura que las dos semanas que trascurrieron entre la batalla de Seelower Höehen y la toma de Berlín por el Ejército Rojo fueron «las más largas de mi vida». Doernberg quería estar presente en «la liberación» de su país natal del nazismo. El 23 de abril de 1945 pisó por primera vez las calles de Friedrichhagen y Köpenick, a las afueras de la capital alemana. Sólo tres alemanes -él, Marienne Weinert (hija del poeta Erich Weinert) y Konrad Wolf (hijo del escritor comunista Friedrich Wolf y hermano del futuro jefe de los espías de la Stasi Markus Wolf)- entraron con el Ejército Rojo en Berlín. En la capital alemana, aparentemente nadie había oído nada del asesinato a sangre fría y de manera industrial de seis millones de judíos. Nadie había sido miembro del partido nazi, a pesar de que el NSDAP contaba con diez millones de afiliados. Muchos aseguraban ser comunistas o socialistas a pesar de que ignoraban el nombre de los dirigentes de estos partidos y no sabían cuál era el emblema del KPD o del SPD, recuerda Doernberg.
Zona cero.
Este berlinés quedó muy impresionado cuando vio que su ciudad natal había quedado prácticamente reducida a escombros, que se había convertido en una inmensa zona cero. Doernberg asegura que los casos de violaciones de mujeres alemanas perpetradas por soldados rusos fueron una excepción. Y considera lógico que los berlineses tuvieran miedo del Ejército Rojo por varias razones: la primera, porque «la mayoría sabía que se había llevado a cabo una guerra de aniquilación en el Este, aunque no conocieran los detalles, y temían las represalias de los soviéticos». La segunda, porque la propaganda de Goebbels contra los judíos y los eslavos, a los que los nazis consideraban «infrahombres», había sido muy efectiva. Y tercera, porque a nadie le gusta que un Ejército extranjero ocupe su país.
Para Doernberg, la II Guerra Mundial terminó el 2 de mayo. Ese día firmó la capitulación el general de artillería Helmuth Weidling, responsable en los últimos días de la guerra de la defensa de Berlín.
A Doernberg le ordenaron sus superiores mecanografiar la capitulación, que luego firmó Weidling. Para los aliados, en cambio, la auténtica capitulación, la de la Wehrmacht, se firmó el 7 de mayo en el cuartel general aliado de Reims (Francia). Para los soviéticos la capitulación definitiva se firmó la medianoche del 8 al 9 de mayo en Berlín-Karlshorst, aunque los aliados lo consideran sólo un acto de propaganda para Stalin. Doernberg, dado sus conocimientos de ruso y alemán, también fue testigo de las negociaciones entre los aliados y la Alemania nazi en Karlshorst. El general mariscal de campo Keitel fue quien firmó la capitulación definitiva de los alemanes en el antiguo casino de la Wehrmacht en Karlshorst, que hoy alberga el museo germano-soviético. El general ruso Zhúkov cerró la ceremonia con las palabras «la delegación alemana puede irse». Cuando se le pregunta si no se sentía extraño luchando contra sus compatriotas, Doernberg dice: «Yo no luché contra mi país natal, sino que luché por mi patria, porque mi país natal no era la Alemania de Hitler».
09-05-2005
* Fuente: Rebelión
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