II Parte: Si no fuera por la toma de Berlín, Rusia se habría implicado en una III Guerra Mundial
por Valentín Falin, Viktor Litovkine (Moscú, Rusia)
15 años atrás 20 min lectura
NdR piensaChile: Por el gran valor de su contenido en el 65 aniversario del fin de la II Guerra Mundial reproducimos este artículo del 30 de marzo de 2005.
La Red Voltaire continúa en colaboración con la agencia Ria Novosti la serie de publicaciones inéditas sobre algunos misterios y móviles recónditos de la Segunda Guerra Mundial emanados de la apertura de archivos históricos recientemente expuestos a investigadores. Esta segunda parte muestra la manipulación de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, su estrategia de atrasar su ataque contra los nazis para que los comunistas soviéticos se debiliten con las tropas hitlerianas o la tentación de encontrar un compromiso con los nazis e incluso una alianza con los fascistas contra el peligro bolchevique.
La Red Voltaire continúa en colaboración con la agencia Ria Novosti la serie de publicaciones inéditas sobre algunos misterios y móviles recónditos de la Segunda Guerra Mundial, aquellos factores que determinaron ciertas decisiones, de la cúpula política y militar de la URSS, en el arduo camino a la Gran Victoria. Nuestro interlocutor es Valentín Falin, Doctor en Historia, entrevistado por el comentarista militar de Ria Novosti Víctor Litovkin.
Víctor Litovkin: -Hoy en día, la víspera del 60 aniversario de la Victoria, se han reavivado nuevamente las polémicas en torno a la Operación de Berlín que fue realizada por las tropas del 1er Frente Bielorruso en la fase final de la guerra. En Occidente todavía se oye el reproche de que la Unión Soviética y Gueorgui Zhukov sacrificaron numerosas vidas en aras de una efímera acción propagandística, la de enarbolar una bandera roja sobre el Reichstag. ¿Cuál es su opinión a este respecto?
Valentín Falin: – Pues debería confesarle que yo también me he preguntado siempre si la Operación de Berlín realmente merecía el sacrificio de casi 120.000 soldados y oficiales soviéticos. ¿Eran justificadas tantas víctimas para que Berlín cayese bajo nuestro control? Y hablando así a solas conmigo mismo, no conseguía dar una respuesta inequívoca hasta que un día me leí la versión íntegra de varios documentos británicos, que habían sido clasificados como secretos hasta hace cinco ó seis años, y pude comprobar aquellos datos con la información a la que había tenido acceso, por necesidades del trabajo, en la década del 50. Fue entonces cuando se disipó parte de mis dudas y muchas cosas se pusieron en su lugar.
La determinación soviética de tomar Berlín y colocarse en la línea demarcadora que había sido trazada durante la reunión de Stalin, Roosevelt y Churchill en Yalta obedecía, en grado considerable, a un objetivo de suma importancia: hacer cuanto estuviera a nuestro alcance para prevenir los planes aventureros que venía tramando el líder británico con el apoyo de algunos sectores influyentes dentro de EE.UU. e impedir que el conflicto derivase en una III Guerra Mundial, en la que Rusia se vería enfrentada a sus aliados de ayer.
V.L.: – ¿Cómo era posible? Si la coalición antinazi estaba en el auge de su gloria y eficiencia…
V.F.: – Lamentablemente, la vida es pródiga en cataclismos. Difícilmente podríamos encontrar a otro político del siglo XX que fuera equiparable a Winston Churchill en cuanto a la habilidad para despistar a gente propia y ajena. El ministro de Guerra en la Administración de Roosevelt, Henry Stimson, describía la actuación del premier británico como «la modalidad más desenfrenada del alboroto». Y en lo que más progresó el futuro sir Winston era en las intrigas y en la política farisaica en relación con la Unión Soviética.
En sus mensajes a Stalin, Churchill «rezaba por que la alianza anglo-soviética fuese una fuente del bien para ambos países, las Naciones Unidas y el mundo entero» y deseaba «un éxito absoluto para esa empresa noble», refiriéndose así a la extensa ofensiva que el Ejército Rojo venía preparando con mucha prisa en todo el Frente Este en enero de 1945, cuando Washington y Londres suplicaban a Moscú una ayuda urgente para los aliados cuya situación en Ardenas y Alsacia era crítica.
Eso, de palabra. Y en realidad Churchill se sentía libre de cualquier compromiso ante la Unión Soviética y hasta intentó, en vísperas de la cumbre de Yalta, orientarle al presidente Roosevelt hacia una confrontación con Moscú. Fracasando en su propósito, el premier se embarcó en aquella singladura a solas.
Fue en aquellas fechas cuando Churchill ordenó almacenar las armas de trofeo alemanas con vistas a su eventual uso contra la URSS e internar en el sur de Dinamarca y en la tierra de Schleswig-Holstein, por divisiones, a los soldados y oficiales de la Wehrmacht que se rendían a las tropas británicas. Más adelante veremos el objetivo general de este plan malicioso engendrado por el líder inglés.
Recordemos que tanto en el plano formal como en la práctica, el Segundo Frente abierto en Occidente dejó de existir en marzo de 1945. Las unidades alemanas se rendían o bien se iban replegando hacia el Este, sin oponer resistencia digna a los aliados.
La táctica de los alemanes consistía en retener, dentro de lo posible, las posiciones a lo largo de la línea de confrontación germano-soviética hasta que el Frente Oeste, ya virtual en aquellas fechas, y el Frente Este, existente en realidad, se fundieran en uno solo para que las tropas americanas y británicas pudieran relevar a las unidades de la Wehrmacht en la tarea de contrarrestar la «amenaza soviética» que se iba cerniendo sobre Europa.
Los aliados occidentales habrían podido avanzar hacia el Este más rápido de lo que hicieron, si las planas mayores de Montgomery, Eisenhower y Alexander hubieran coordinado mejor sus acciones y fuerzas y hubiesen gastado menos tiempo en las querellas internas y en la búsqueda del denominador común.
Mientras Roosevelt estaba vivo, Washington no se apresuraba a poner cruz y raya en la cooperación con Moscú, por diversos motivos. Para Churchill en cambio, era necesario deshacerse de los rusos porque habían cumplido ya su misión.
Preguntémonos cuál debía haber sido la reacción de los dirigentes soviéticos después de que se enteraron del doble juego de Churchill.
¿Reconfortarse con la idea de que la victoria conjunta estaba cerca y que cada una de las tres potencias, mediante los acuerdos logrados, podría establecer el control en la zona de su responsabilidad?
¿Confiar en las decisiones tomadas con respecto a Alemania y sus satélites? ¿O resultaba más seguro atenerse a los datos fidedignos sobre la traición que se estaba tramando y en la que Churchill involucraba a Truman, a sus asesores Leahy y Marshall, al jefe del servicio de inteligencia norteamericana Donovan y a otros cargos parecidos?
– No tengo respuesta.
Recordemos que la reunión de Yalta terminó el 11 de febrero. En la mañana del día siguiente, 12 de febrero, los mandatarios americano y británico se fueron a casa. En Crimea se acordó que la aviación de las tres potencias se atendría en sus operaciones a ciertas zonas delimitadas, pero ya en la noche del 12 al 13 de febrero los bombarderos de los aliados occidentales arrasaron la ciudad de Dresden y más tarde las fábricas más importantes en Eslovaquia y en la futura zona de ocupación soviética en Alemania, para que los rusos no pudieran quedarse con las instalaciones productivas.
En 1941 Stalin sugirió que la aviación británica y americana bombardease los campos petroleros de Ploesti, usando para ello los aeródromos de Crimea, pero nadie quiso hacerlo en aquel entonces. Los ataques aéreos fueron realizados solamente en 1944, cuando las tropas soviéticas se habían acercado a ese centro petrolero que venía suministrando el combustible a Alemania desde principios de la guerra.
V.L.: ¿Y Dresden? ¿Por qué estorbaba a los aliados?
V.F.: Uno de los principales objetivos del ataque aéreo contra Dresden eran los puentes del Elba. El planteamiento de Churchill, compartido por los americanos, era retener al Ejército Rojo en el Este, a la mayor distancia posible.
V.L.: ¿Quiere decir que la destrucción de la ciudad fue una especie de efecto colateral?
V.F.: Son los llamados costes de la guerra. Aunque también había otro motivo. En el briefing pre-vuelo se les había dicho a los pilotos británicos que demostrasen a los Soviets todas las capacidades de la aviación de bombardeo aliada, cosa que hicieron en varias ocasiones. En abril de 1945 lanzaron bombas contra Potsdam. Destruyeron Oranienburgo.
Supuestamente por una equivocación de los pilotos que en teoría habían apuntado contra la sede de la Lüftwaffe en Zossen, según nos explicaron más tarde. Era una de esas incontables declaraciones para despistarnos. El bombardeo de Oranienburgo, donde se encontraban laboratorios alemanes que trabajaban con el uranio, se llevó a cabo por una orden de Marshall y Leahy, para que las instalaciones, personal, equipos y materiales no cayeran en nuestras manos. Todo quedó pulverizado.
Cuando centramos hoy la mirada en los acontecimientos de aquella época tenaz y nos esforzamos por analizar, dentro del sistema de coordenadas vigente entonces, por qué la dirección soviética aceptó un sacrificio tan grande en la recta final de la guerra, tenemos que preguntarnos si había o no un margen de maniobra. Aparte de las tareas inmediatas de la campaña bélica era necesario solucionar las charadas políticas y estratégicas a largo plazo, en particular, oponer diques ante los planes aventureros de Churchill.
V.L.: ¿No podíamos acaso decirles a los aliados que estábamos al tanto de sus planes y que los considerábamos inadmisibles? ¿Haber expuesto esa alevosía a la luz pública?
V.F.: No estoy seguro de que hubiera surtido efecto. Se hizo un intento por influir en los socios mediante un buen ejemplo. A través del diplomático Vladímir Semenov sé que Stalin invitó a su despacho a Andrei Smirnov, en aquel entonces jefe del 3-er departamento europeo en el ministerio de Exteriores soviético, para debatir con él, con la participación de Semenov, las eventuales variantes de acción en los territorios incluidos dentro de la zona de responsabilidad soviética.
Smirnov informó que las tropas rusas, persiguiéndole al enemigo, sobrepasaron en Austria la línea de demarcación acordada en Yalta y propuso retener estas nuevas posiciones para ver cómo se comportaría EE.UU. en situaciones similares.
Stalin lo interrumpió diciendo que estaba equivocado y le dictó el texto de un cable que debía enviarse a los aliados: «Las tropas soviéticas, persiguiendo a las unidades de la Wehrmacht, se vieron obligadas a cruzar la línea que habíamos acordado anteriormente. Quisiera confirmar por la presente que, una vez terminadas las operaciones bélicas, la parte soviética se encargará de retirar sus tropas poniéndolas dentro de los límites establecidos para las respectivas zonas de ocupación».
V.L.: ¿El telegrama aquel se envió a Londres y a Washington?
V.F.: No sé adónde ni a quién. Tampoco sé si se envió por la vía militar o por la política. Sólo estoy reproduciendo lo que me contó un testigo de aquel episodio. También es cierto que nuestro planteamiento no le causó ninguna impresión a Churchill.
Después del 12 de abril de 1945, cuando murió Roosevelt, él empezó a presionar muy fuerte sobre Truman persuadiéndole que no hace falta cumplir los acuerdos de Teherán y Yalta. Según él, era hora de crear nuevas situaciones que requerirían de soluciones diferentes. ¿Qué clase de soluciones?
Las potencias occidentales, en opinión del premier británico, se habían colocado por una evolución natural de los acontecimientos en unas posiciones más avanzadas hacia el Este, y era donde las «democracias» debían afianzarse.
Churchill se oponía a la conferencia de Potsdam o cualquier otra reunión que formalizara la victoria rindiendo el tributo a la aportación hecha por la Unión Soviética. Según la lógica del primer ministro, se presentaba ante Occidente la oportunidad de aprovechar un momento en que la URSS tenía recursos prácticamente agotados, retaguardia demasiado extensa, tropas cansadas de la guerra y equipos desgastados, por lo cual era necesario lanzarle un reto a Moscú y obligarla, ante la alternativa de otra guerra penosa, a plegarse al dictado de los anglosajones.
Quisiera subrayar aquí que no es una especulación ni tampoco una hipótesis sino la constatación de un hecho con nombre propio. A principios de abril o, según otros datos, a finales de marzo de 1945, Churchill ordenó que se procediera con la máxima urgencia a los preparativos de la Operación «Impensable», nueva guerra que tenía que empezar el 1 de julio de 1945 y en la cual deberían participar las tropas estadounidenses, británicas, canadienses, el cuerpo expedicionario polaco y diez o doce divisiones alemanas, aquellas que se mantenían sin disolver en la tierra de Schleswig-Holstein y en el sur de Dinamarca.
La verdad es que el presidente Truman se abstuvo de apoyar aquella idea jesuita, por ponerle un término suave. Como mínimo, por dos razones. Primero, porque la opinión pública en Estados Unidos no estaba dispuesta a aceptar una traición tan cínica a la causa de las Naciones Unidas.
V.L.: Vamos, semejante perfidia…
V.F.: Sí. Pero no era ésta, probablemente, la causa principal. Los generales norteamericanos defendieron la necesidad de mantener la cooperación con la URSS hasta que capitulara Japón. Además ellos suponían, al igual que los militares británicos, que era más fácil desatar una guerra contra la Unión Soviética que terminarla con éxito. El riesgo les parecía demasiado grande.
Preguntémonos otra vez cómo debía haber actuado la cúpula militar de la URSS ante las informaciones de ese tipo. La Operación de Berlín, si Usted prefiere, era una reacción al Plan «Impensable». La hazaña realizada por los soldados y oficiales rusos en aquella batalla era una advertencia a Churchill y sus coidearios.
La autoría del guión político de la Operación de Berlín pertenece a Stalin. A su vez, Gueorgui Zhukov fue el autor general de su componente militar y también el hombre que más tarde se vio obligado a asumir el fuego de las críticas por el elevado coste de aquella batalla grandiosa que se desarrolló en las inmediaciones de Berlín y dentro de la capital alemana.
En parte, las críticas obedecían a motivos emocionales. El mariscal Konstantín Rokossovski se había acercado más que Zhukov hacia Berlín y, probablemente, ya se estaba preparando mentalmente para aceptar las llaves de la capital del Tercer Reich.
Sin embargo, el alto estado mayor le encomendó a Rokossovski otra misión, tal vez, porque Stalin mostraba preferencia por un jefe militar de carácter más duro. Otro mariscal ruso, Iván Kónev, también se vio relegado a un segundo plano durante la Operación de Berlín. Se afligió mucho, él mismo me lo confesó un día…
V.L.: Claro, también él estaba más cerca de Berlín que Zhúkov en abril de 1945…
V.F.: Sea como fuere, el escogido fue el mariscal Zhúkov, quien pasaba por ser la mano derecha del Comandante en jefe. La inminente caída de Berlín, por tanto, resaltaba la gloria militar del «mismísimo», el cual estaba dirigiendo esa mano derecha.
Parece que en aquellas fechas Stalin todavía no era demasiado perceptible al cotilleo de los chismosos, quienes le atribuían a Zhúkov ciertas frases acerca de los graves errores cometidos por el máximo dirigente tanto en 1941 como en otros períodos…
V.L.: ¿Qué ha sido entonces Berlín para nosotros?
V.F.: El asalto a Berlín y la Bandera de la Victoria enarbolada sobre Reichstag representaban, desde luego, más que un símbolo o una nota final de la guerra. Y menos aún, se trataba de una acción propagandística. Era una cuestión de principios para el Ejército entrar en la guarida misma del enemigo y así marcar el fin de la guerra más difícil en la historia de Rusia.
Era de allí, desde Berlín según creían los combatientes, de donde había salido la fiera nazi que trajo innumerables penurias al pueblo de la Unión Soviética, Europa y del mundo entero. El Ejército Rojo llegó a aquel lugar para inaugurar un nuevo capítulo en la historia de Rusia, Alemania y toda la humanidad…
Fijémonos en los documentos que se estaban elaborando por encargo de Stalin en la primavera de 1945, en los meses de marzo, abril y mayo. Un investigador objetivo se dará cuenta de que no era un sentimiento de venganza lo que determinaba la futura línea de la URSS.
Los dirigentes soviéticos sugerían tratarla a Alemania como a un Estado derrotado, y a los alemanes, como a un pueblo responsable de haber desencadenado la guerra. Pero nadie se proponía convertir su derrota en un castigo sin prescripción y sin cabida para un futuro más digno. Stalin estaba poniendo en la práctica una consigna que había planteado en el año 1941: los Hitlers vienen y se van pero Alemania y el pueblo alemán se quedan.
Lógicamente, era necesario hacer que los alemanes contribuyesen a la recuperación de la «tierra arrasada» que habían dejado como herencia en los territorios ocupados. Para indemnizar todas las pérdidas y los daños ocasionados a la URSS no habría bastado siquiera la totalidad del patrimonio nacional de Alemania.
Coger cuanto fuera posible sin asumir como lastre la manutención de los propios alemanes, «pillar a tope», en éstos términos nada diplomáticos Stalin guiaba a sus subalternos en el tema de las compensaciones. Ni un clavo estaría de más para sacar de las ruinas a Ucrania, Bielorrusia o las regiones céntricas de Rusia que tenían destruidas más de un 80% de las instalaciones industriales. Un tercio de la población perdió sus viviendas.
Alrededor de 80.000 km de raíles en el territorio ruso – más que el conjunto de los ferrocarriles alemanes antes de la Segunda Guerra Mundial – habían sido volados, reducidos por los nazis a una chatarra deforme, y hasta las traviesas quedaban rotas.
Al mismo tiempo, los mandos militares soviéticos recibieron la firme orden de poner cese a las arbitrariedades inevitables en toda guerra en relación con los civiles, en primer lugar, las mujeres y los niños. Los violadores debían entregarse a los tribunales de guerra. Hubo de todo.
Paralelamente Moscú exigía represalias severas contra cualquier arremetida o acto de subversión que pudiera producirse en Berlín o dentro de la zona de ocupación soviética por culpa de «elementos incorregibles o no rematados».
No faltaban, por cierto, quienes quisieran disparar a las espaldas de los vencedores. La caída de Berlín fue el 2 de mayo, pero los «combates locales» se prolongaron por diez días más. Iván Zaitsev, quien trabajaba en la embajada soviética en Bonn, me confesó una vez que siempre había tenido «más suerte que nadie»: la guerra finalizó el 9 de mayo y a él le tocó pelear en Berlín hasta el día 11. A las tropas soviéticas se oponían en Berlín las unidades de la SS procedentes de 15 países. Junto con los nazis alemanes estaban allí los de Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y vaya a saber de dónde más…
V.L.: ¿Pero la toma de Budapest se prolongó por más tiempo que la de Berlín, no?
V.F.: Budapest es un caso aparte. Estamos hablando de Berlín ahora. Lo que pasaba allí provocaba mucho dolor de cabeza a los mandos soviéticos. Establecer el control sobre esa ciudad era una tarea complicadísima. Para acceder a Berlín, no bastaba con pasar los altos de Seelow o superar, con bajas muy considerables, las siete líneas habilitadas para una defensa duradera.
En las afueras de la capital alemana y en las principales arterias urbanas estaban enterrados los carros de combate, que hacían las veces de puestos de fuego blindados. Cuando las unidades soviéticas salieron, por ejemplo, a la Frankfurter Allee, una avenida que conducía hacia el centro, les recibió una ráfaga de fuego que se cobró muchas víctimas…
V.F.: ¿Esa calle se había llamado Hitler Strasse antes de la guerra?
V.F.: La siguieron llamando así hasta mayo de 1945. Los tanques enemigos se encontraban en todos los puntos clave a lo largo de esa calle, y sus tripulantes estaban disparando a bocajarro contra la infantería, los camiones y los carros de combate soviéticos con la desesperación de personas condenadas. La Wehrmacht quería organizar en las calles de Berlín un segundo Stalingrado, esta vez, en el Spree.
Cuando pienso en todo ello, no dejo de sentir cierta desazón. ¿No habría sido mejor acaso tomar Berlín en un cerco y esperar a que se rindiera? ¿Realmente era tan necesario izar la bandera sobre el edificio de Reichstag, maldito sea? Centenares de soldados rusos murieron durante aquel asalto.
Por supuesto, es difícil juzgar a los vencedores y a los vencidos a posteriori. Eran, probablemente, las razones de calibre estratégico las que primaron en aquellas fechas. Las potencias occidentales, cuando estaban reduciendo a escombros Dresden, intimidaban a Moscú con el potencial de su aviación de bombardeo.
Stalin, seguramente, también quería enseñarles a los autores del Plan «Impensable» que el Ejército soviético tenía un enorme poderío de fuego y choque, aludiendo así a que el desenlace de la guerra se decide en la tierra, no en el aire ni en el mar.
V.L.: ¿Podríamos afirmar que la toma de Berlín frenara a Londres y a Washington en la tentación de empezar la III Guerra Mundial?
V.F.: Una cosa es evidente. La batalla de Berlín fue un balde de agua fría para muchos cerebros calenturientos, con lo cual cumplió su misión política, psicológica y militar.
El éxito relativamente fácil de primavera de 1945 embriagaba a un montón de gente en Occidente. Bastaría con citar el caso del general estadounidense George S. Patton, quien exigía histéricamente no detenerse en el Elba y mover las tropas norteamericanas a través de Polonia y Ucrania hacia Stalingrado para terminar la guerra en el mismo lugar donde Hitler había sufrido una derrota.
A los rusos Patton los llamaba «descendientes de Gengis Khan». Tampoco Churchill se preocupaba mucho por el lenguaje y aplicaba a los rusos los epítetos de «bárbaros» y «monos salvajes». Es decir, la «teoría de los infrahombres» no era un monopolio alemán.
La muerte de Roosevelt provocó un cambio casi relámpago en las directrices de la política norteamericana. En su última alocución al Congreso de EE.UU., el 25 de marzo de 1945, el presidente advertía que la nación estadounidense debía asumir la responsabilidad por la cooperación internacional o, de lo contrario, sería responsable de un nuevo conflicto a escala mundial.
Esta advertencia o legado político no perturbó a su sucesor, Truman, quien anunció por primera vez, en una reunión celebrada el 23 de abril en la Casa Blanca, su propia línea a corto plazo: la capitulación de Alemania era una cuestión de varios días, a partir de lo cual las trayectorias de la URSS y EE.UU. iban a divergir radicalmente. El equilibrio de los intereses era una tarea para flojos y lo que primaría en adelante era la Pax Americana.
Truman estaba a un paso de declarar sin más dilaciones, a bombos y platillos, el término de la cooperación con Moscú. Y lo habría hecho si no fuera por la oposición de los militares estadounidenses. De haberse producido una ruptura con la URSS, Washington habría tenido que acabar con Japón por cuenta propia, lo cual le habría costado según las estimaciones del Pentágono entre uno y dos millones de vidas de «chavales americanos».
Así que los militares de EE.UU., guiándose por razones propias, impidieron en abril de 1945 una avalancha política. Pero no fue por mucho tiempo.
La «ofensiva contra Yalta» se llevó a cabo de forma implícita, poniéndose en escena la capitulación de Alemania en Reims, un acuerdo separado que se enmarcaba en el Plan «Impensable».
Otro testimonio de que las relaciones entre los antiguos aliados ya estaban tocando fondo tras la caída de Berlín fue el rechazo de Eisenhower y Montgomery a la participación en un desfile conjunto que se pensaba organizar con motivo de la victoria en la capital alemana. Ellos dos, junto con Zhúkov, debían pasar revista a las tropas.
V.L.: ¿Es por eso por lo que el Desfile de la Victoria fue celebrado en Moscú?
V.F.: No. Aquel desfile en Berlín también llegó a celebrarse, en julio de 1945, pero el mariscal Zhúkov pasó revista a solas. Y el Desfile de la Victoria en Moscú, como es sabido, fue el 24 de junio.
* Fuente: VoltaireNet
Primera parte I: La Segunda Guerra Mundial podía haber terminado en 1943
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