Chile es uno de los pocos países del mundo en que el aborto es ilegal. Se podría decir que ninguna otra sociedad del mundo cuida tanto el derecho a la vida de sus fetos. Uno tiende a pensar que este respeto por la vida luego se expresa en el cuidado que se le brinda a los niños, cuando ya dejan de ser fetos. No obstante, y muy desgraciadamente, en Chile abundan los casos de niños discriminados por distintas razones: por su clase social, el nivel de ingresos de sus padres, el color de la piel, el apellido, alguna discapacidad, el lugar donde viven. Incluidos en este universo que no debía existir, están los niños que nacen con un cromosoma extra en el par 21 de sus cromosomas, los niños con Trisomía 21, o, como es más comúnmente conocido, con Síndrome de Down. Las madres y los padres de los niños con Síndrome de Down nos vemos enfrentados constantemente con la discriminación descarada hacia nuestros hijos e hijas, y por más que buscamos que sean integrados en nuestra sociedad, somos testigos de cómo nuestros seres amados son rechazados por la comunidad a la cual pertenecemos.
Afuera hace calor. El verano quema las calles y en Providencia aún hay familias que no salen de veraneo. Hay ciertos lugares con un tufo a ideas alternativas, incluso progresistas, que ofrecen talleres de verano para nuestros hijos. Estos talleres usualmente están ubicados en lindas casonas llenas de colores y flores. Llevan atractivos y creativos nombres que invitan a pensar en la apertura, en la expansión, en el regocijo de la vida. Inscribí a mi hijo de seis años en uno de estos lugares. Sé, por dura experiencia (en otro taller de Ñuñoa), que ese extra cromosoma que lleva en sus células y que deja su huella en su carita, sus manos, su caminar, su habla, su capacidad limitada de aprender (en comparación con los “otros”) nos podría traer problemas, por lo cual, al averiguar sobre los talleres y al inscribirlo, dejo constancia de su Síndrome. Trato de ser abierta y positiva, probemos, les digo. Trato de ser madura, si no resulta sólo deben ser francos conmigo. Trato de ser tolerante, si no pueden, entenderé. Trato de ser proactiva, es un niño hermoso, les va a encantar. Pero… siempre hay un pero ¿no? pero para Xavier, y para su madre, hay demasiados peros. Y hoy hubo un pero más…
Al llevarlo al taller iba con un nudo en la garganta. Era como su primer día de escuela. Me sentía nerviosa pero expectante. Entramos. A pesar de haber avisado de antemano que Xavier tiene Síndrome de Down, juro que al entrar sentí cierta tensión, una incomodidad en el lindo espacio donde se vende arte y juegos y música para los niños en verano. Pero lo atribuí a mis nervios, mis temores. También me percaté que la profesora no lo saludó como luego saludaba a otros niños recién llegados. Debe ser tu acomplejada imaginación, me dije, con actitud positiva. Era como si nadie –incluyéndome a mí– supiera qué hacer. La profesora me preguntó: "¿Sigue instrucciones?". "Depende", le dije, "de cuan complejas sean". Por cierto, ella debió ser más clara. Xavier no sigue instrucciones como para armar una maqueta de avión o como para realizar manualidades que requieran mucha destreza. Pero todos los días va a su escuela especial en Ñuñoa, después de vestirse y lavarse los dientes solo y abrir la reja con llave, y saludar a Don Agustín, el jardinero que cuida la placita al lado de la casa, y todos los días, Xavier corta y dobla papeles, y pinta y aprende a leer y come solo y va al baño solo y juega con sus compañeros, y va a clases de música. Conoce muchas letras, cuenta hasta diez y es travieso. Pero no le dije nada de eso. Ella ya estaba saludando a los nuevos niños y no preguntó más. Decidí marcharme, y dejé ahí a mi querido Xavier, con varios números de teléfono para avisar por si surgía algún problema, mientras él se despedía de mí con un beso y una gran sonrisa, echándome del taller, listo ya para su mañana de juegos y nuevas amistades.
Tres horas después, me arranqué del trabajo y fui a buscarlo. Iba con el dinero para pagar y pensando en cómo organizar sus idas y venidas los días siguientes. Como una madre cualquiera. Cuando entré a la casona, lo vi corriendo en el segundo piso con otros niños. Se veía tan feliz. Estaba con ellos, y ellos con él. Escuché su risa brotar como burbujas de alegría en el aire. Fuerte, feliz. Se me hinchó el pecho de orgullo. No pude evitarlo. Cuando me vio y con un grito alegre me saludó: ¡¡¡Mamá!!! los otros niños, los “normales”, bajaron corriendo a recibirme y rodeándome me contaron que Xavier había chupado el micrófono en clase de música, ¡que había hecho no sé qué otra locura! Me lo contaban con alegría, encantados y sorprendidos. Pero… pero me llamó el director del lugar, a conversar arriba. De inmediato supe que venía el rechazo. ¿Por qué arriba? Sabía que íbamos a hablar de algo privado, algo que debía mantenerse oculto de los otros apoderados quienes esperaban abajo a sus hijos, algo que debía ser tapado bajo un tupido velo, algo delicado, algo anormal, algo que generaba cierta vergüenza. Cuando vi sobre la mesa unos dibujos de unas flores, y vi tan feliz a Xavier, me surgió por un segundo una loca esperanza: el profe me iba decir que Xavier lo pasó muy bien, que ellos estaban felices con él ahí, que me iba a mostrar la hermosa flor que había hecho. Pero no, claro que no.
“Lo lamento” me dijo, “Xavier no tiene… nosotros no tenemos… este no es un jardín infantil… lo que hacemos es enseñar técnicas a los niños…. Xavier no tiene capacidad para concentrarse”… algo así me explicó. “¿Qué es lo que usted lamenta?”, le pregunté. “Qué Xavier no se puede quedar acá, a pesar de que yo tenía muchas ganas de que se quedara”. “No se preocupe, yo lo lamento infinitamente más que usted”. No alcancé a decir más porque sin poder controlarme, me puse a llorar. Tontas lágrimas hirviendo saltaban de mis ojos, humillándome aún más. En ese momento, Xavier, el niño de seis años que no sabe dibujar flores, que no puede concentrase lo suficiente como para encajar en un mundo perfecto, el niño con su idioma secreto y una pregunta en los ojos, me tomó de la mano, como si él fuera el adulto, y firme y resoluto, me dijo, “Mamá tamo”. La profesora que estuvo con él durante la mañana pasó por mi lado, seguida por sus polluelos, y no me vio. ¡Literalmente estaba a tres centímetros de mi espacio pero no vio mi llanto, ni vio a mi hijo colgado de mi mano tratando de consolarme diciéndome que me ama! No me vio. Sospecho que nunca me vio, ni en la mañana cuando llegué ni después cuando me retiraba. Y que nunca vio a Xavier. Sospecho, incluso, que no nos quería ver.
Me retiré sollozando. Mi hijo tomado de mi mano tratando de volar, corriendo y saltando, pero preocupado. Me miraba y me preguntaba “¿Triste?”. “Sí, un poco triste, pero sólo un poco”. De vuelta a casa, Xavier. Yo me voy al trabajo, y tú vuelves a casa, a estar con la joven mujer peruana que te cuida. La mujer sin educación universitaria, sin títulos ni diplomas, que ha tenido que aguantar todo tipo de discriminación en Chile, pero que canta y juega contigo, que te enseña y te lleva a los talleres que no existen para ti. Una mujer que no tiene la experiencia de criar hijos, pues no tiene hijos, no como la profesora del taller, cuyos dos hijos también participaban en el taller (y de hecho, fueron ellos y no su madre quienes recibieron –muy dulcemente– a Xavier); una mujer sin training, a diferencia de los profesores y profesionales que lideran talleres de verano para niños y para quienes un periodo de tres horas basta para decir “Lo lamento”.
Ándate, Xavier, a casa. En el Chile del siglo 21, no hay espacio para ti y tus compañeros con Síndrome Down. En el fondo de su corazón duro, nuestra sociedad y su frío mercado libre no quieren integrarte, no quieren hacer el esfuerzo para que un niño de seis años pase tres horas al día con otros niños de su edad jugando y pintando. Quieren perfección. Quieren enseñar técnicas para que los niños aprendan a hacer un dibujo, un producto para llevar a casa para que sus padres digan: “Volvamos el próximo año”. Sólo los que se dan el tiempo para conocerte saben que aunque a veces parte de ti pareciera pertenecer a un “ser de otro mundo, un animal de galaxia” como canta Silvio Rodríguez, eres, en realidad, como cualquier otro niño: humano y hermoso. Y lo lamento, pero aún no encuentro en el mercado un espacio de juegos de verano para ti.
Isabel Toledo V.
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