El complejo y desigual proceso de construcción contrahegemónica en América del Sur tropieza con diversas dificultades propias de la resistencia de los poderes tradicionales, nacionales e internacionales. También, con las limitaciones que las diferentes alianzas políticas y de clase le introducen a cada experiencia, del mismo modo que la tan inevitable cuanto morigerable burocratización de los cuadros políticos en su tránsito a la gestión cotidiana y el poder, entre otros muchos factores endógenos y exógenos. Pero a todo ello debe sumarse la internacionalmente realimentada hostilidad de fragmentos dispersos de izquierda, cuyo potencial aporte a la profundización de la contrahegemonía no sólo está sustraído, sino involuntariamente adicionado a la reacción, es decir, a la restauración hegemónica.
Esta autoexclusión (y posterior autoconvergencia con la más rancia derecha) está fundada en un simplismo analítico de la experiencia de conjunto del subcontinente y de cada resultante nacional, al que se le aplica luego el igualitarismo práctico discepoliano al que aludí en la contratapa del domingo pasado. Un dirigente “revolucionario” argentino que tiene el mérito de escribir con asiduidad y persistencia desde este paradigma, Jorge Altamira, concluía respecto a la pasada reunión de la Unión de naciones suramericanas (UNASUR) que no hacía falta esperar el desarrollo del encuentro para prever el “fiasco” producto de la “capitulación” de los mandatarios participantes. Su carácter “burgués” así lo determinaba, genéticamente. El mitin fue sólo su ratificación fenomenológica ya póstuma. Para que no queden dudas del nivel de generalización, sostiene que “las burguesías nacionales manifiestan cotidianamente su avanzadísimo estadio de agotamiento, incluso en sus variantes indigenistas y bolivarianas”, en obvia referencia a Bolivia y Venezuela. No es precisamente alta esta mira, aunque refleja con reiterada sinceridad la columna vertebral de este tipo de razonamiento.
A consecuencia de este nivel de generalización maniquea, las diversas experiencias progresistas sudamericanas son caracterizadas como gobiernos neoliberales y por tanto indistintos de sus predecesores mediatos e inmediatos. De Chávez a Tabaré. De Evo a Lula. De Correa a Lugo y por añadidura y mayor razón, a todo el resto. No cabe duda que el conglomerado es muy desigual. Basta reparar en los gobiernos peruano y colombiano y también en la magnitud de las contradicciones, dubitaciones y tibiezas que manifiestan las dos únicas presidentas de la región, que con idas y vueltas algo impredecibles, van abriendo un surco fertilizado para la siembra derechista. Allí probablemente la continuidad progresista (si es que puede calificarse así) se quebrará.
Tampoco debe despreciarse el impacto que las movilizaciones y luchas en determinado país, tanto como sus ausencias y letargos, tienden a producir sobre el resto alterando el ritmo estructuralmente espasmódico de la dinámica política y social. En algunos casos, tal como me permití señalar en mi libro “Olla a presión”, de modo casi excluyente. La intensa y extendida insurrección popular argentina de diciembre del 2001 insufló vigor, confianza y combustible movilizador a los procesos brasileño y uruguayo, para su posterior desembocadura electoral, en mucha mayor medida que en la nación sede del epicentro. Y si algún proceso debe cuidarse, tanto a nivel social en general, cuanto interno en las alianzas y partidos gobernantes, es el de la burocratización y concomitante desmovilización una vez que se ha accedido al gobierno. Resulta indispensable alentar la movilización y participación política creciente, como mecanismo de defensa y factor de profundización de las transformaciones.
Aunque más infrecuente que la caracterización de neoliberalismo, la de socialdemocratización también ha fundamentado algunas autoexclusiones por izquierda. No tan disparatada como la primera, en la medida en que al menos aprehende algunos aspectos fundantes de la socialdemocracia originaria del siglo XIX y comienzos del XX, pierde consistencia comparativa a medida que se trazan los paralelos con su versión actual.
Efectivamente en sus orígenes, la socialdemocracia tuvo que adoptar la decisión estratégica respecto a si centraba su lucha principal o incluso exclusivamente (aunque a favor del socialismo) en las instituciones políticas existentes, esto es, mediante la consecución de las reglas de juego y dispositivos parlamentarios y de poder representativo a escala nacional y local. O si, inversamente, esta estrategia estaba centrada en batallas extraelectorales. De todas formas, el punto de convergencia no es sólo el camino, sino el hecho de que la socialdemocracia concentró sus esfuerzos en el desarrollo de modestas reformas parciales dentro del capitalismo. Y aunque tal política no es incompatible con el objetivo de largo plazo de una transformación radical del capitalismo, de hecho se ha ceñido en la disputa por la administración más eficaz del capitalismo europeo en su fase imperialista, sin poner en cuestión ninguno de sus rasgos, incluyendo los más abyectos, intervencionistas y hasta criminales.
Es indudable la coincidencia aparente, también, del énfasis que la socialdemocracia ha puesto históricamente en el valor de la democracia como sistema político, concibiéndolo acríticamente como el único en el que las instituciones representativas existentes se despliegan en la actualidad. Esta democracia nombrada sin adjetivos, queda así identificada con la democracia en cuanto tal, como encarnación del modelo ideal, aquel cuyos dispositivos, siempre inacabados y perfectibles, garanticen de forma creciente la socialización del poder decisional. Pero no es este el caso entre los progresismos más avanzados del sur que embrionariamente han comenzado a debatir esta problemática y en algunos casos a producir reformas, tanto constitucionales como en las comunicaciones, el acceso educativo, las libertades cívicas y los derechos. A lo sumo, sólo muy parcialmente podría asemejarse al modelo chileno.
Sin embargo, cuanto más jaqueda por la derecha se sitúa la experiencia reformista, menor es la posibilidad de audacias aún en el plano de los dispositivos políticos. Si se remite a una mera contraposición entre democracia y autoritarismo, se obstruye la posibilidad de señalar los elementos negadores de la soberanía popular que van adhiriéndose a la democracia realmente existente.
En ningún caso son reconocibles, in extenso, rasgos imperialistas, sino por el contrario, desigualmente tímidas confrontaciones con los imperios. Tampoco la mera continuidad de políticas neoliberales, ni una confianza ciega en los mecanismos políticos de la democracia fiduciaria, ni voluntad desmovilizadora, aunque cierta pasividad deba atribuirse al descuido de políticas antiburocráticas y estimulantes del control y la participación ciudadana.
Tampoco se sigue de aquí que se trate de experiencias de transición al socialismo, ni aún en las autodefinidas como tales. Antes bien, estamos ante modelos desarrollistas, bastante más precisos y radicales que la referencia cepalina sesentista o de democracia popular con algunos componentes populistas, dependiendo fundamentalmente de la tradición que el populismo haya desarrollado o no en la cultura política nacional. También influye la naturaleza y profundidad de las reformas a implementar, según el nivel de subdesarrollo de partida de cada caso. Podrá llamárselos también reformistas, progresistas o genéricamente de izquierda, aunque en todos los casos estas sociedades están por el momento circunscriptas a la llamada paradoja reformista. Por un lado, están presas de la impopularidad o impotencia de cualquier alternativa radical o revolucionaria, mientras por otro, toda transformación llegará en el mejor de los casos hasta los siempre insuficientes límites de un capitalismo humanamente travestido. ¿Modesto propósito? Indudablemente. Pero mucho más lo será si lejos de acompañarlo participativa y críticamente, se lo abandona por una aventura tan electoralera como probablemente insignificante en resultados y desmovilizadora.
Un último factor a considerar es el de las personificaciones de cada alternativa progresista nacional, además del peso de ellas respecto al colectivo político que lo sustenta y a cuyo control y dirección deberían someterse. Tanto más estables y maduras serán las experiencias cuanto menor sea la influencia de la personalidad por sobre la estructura, y viceversa. Pero también en este aspecto, las experiencias sudamericanas vienen marcando una tendencia inédita y rupturista. A los antecedentes de Evo Morales en Bolivia, al que se sumaron los de Ortega y Funes en Centroamérica, les sigue la probable y deseable resultante de Mujica en Uruguay, una rara avis de estatura ética, renovación político-discursiva, arraigo popular y trayectoria difícilmente igualable entre los líderes de izquierda contemporáneos, que el espacio aconseja tratar para la próxima columna.
Por último, no es totalmente ajeno al problema político general del peso de las personalidades, la posición o alineamiento de las muy diversas fracciones de las izquierdas, entre otras, las que tratamos aquí. Las heridas narcisísticas reclaman en ocasiones más autonomía que el corset de la razón. Si fuera sólo por sus caracterizaciones y consecuentes tareas revolucionarias, no se encontrarían dispersas como escombros de demolición. Es allí donde la sociología y la politología pasan a declarse inermes y sólo el auxilio del psicoanálisis rescata la elucidación del pantano soberbio de la irracionalidad.
– El autor es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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