Sobre el libro «La paz en Colombia», de Fidel Castro
por Pedro de la Hoz (Cuba)
17 años atrás 7 min lectura
Durante los últimos meses diversos acontecimientos de la realidad colombiana fueron comentados por el compañero Fidel en sus habituales Reflexiones publicadas en la prensa cubana. La operación humanitaria auspiciada por el presidente venezolano Hugo Chávez que culminó el 10 de enero con la puesta en libertad de Clara Rojas y Consuelo González, retenidas por la guerrilla; la incursión militar del primero de marzo, con asistencia norteamericana, que masacró en territorio ecuatoriano a combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y a jóvenes de otras nacionalidades, en flagrante violación de la soberanía de un país extranjero, condenada días después en la reunión del Grupo de Río en la capital dominicana; y la liberación de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt y otras 14 personas en una acción que contó con el apoyo logístico y de inteligencia de Estados Unidos, motivaron sucesivas apreciaciones del líder de la Revolución cubana acerca de la connotación de los hechos y sus implicaciones políticas y éticas en el ámbito latinoamericano y caribeño.
A partir de una pregunta que se hace a sí mismo —»¿Fue objetivo y justo mi análisis sobre Marulanda y el Partido Comunista de Colombia en las Reflexiones publicadas el 5 de julio del 2008?»—, Fidel emprendió la escritura de La paz en Colombia, revelador título publicado por la Editora Política, y que le llevó 400 largas y arduas horas de documentación, análisis y redacción.
A lo largo del libro, Fidel desarrolla tres ideas centrales: una, la caracterización y el desarrollo de la personalidad del fallecido jefe de las FARC, la evolución de la guerrilla y su papel en el complejo entramado político colombiano; otra, la incidencia del poder oligárquico, sus instrumentos de explotación y represión, y su alianza con el imperialismo norteamericano en la génesis y ejercicio permanente de la violencia; y, en tercer término, la real naturaleza de los vínculos de Cuba con los movimientos revolucionarios de América Latina y su larga y sostenida contribución a la búsqueda de una solución justa, realista y humanitaria al conflicto armado que desangra a Colombia.
Este país, andino y caribeño al mismo tiempo, es una larga y antigua herida enconada en el cuerpo del continente. Aún antes de que cayera asesinado en una calle bogotana Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, fecha en la que cobró impulso la espiral de violencia que llega hasta hoy, la nación vivió muchas páginas de terror. En otra de sus Reflexiones (17 de julio del 2008), Fidel, quien se hallaba en Colombia durante los trágicos sucesos conocidos como El Bogotazo, evoca haber leído «noticias sobre las matanzas que tenían lugar en el campo bajo el gobierno conservador de Ospina Pérez. Se informaba normalmente sobre decenas de campesinos muertos en aquellos días».
La paz en Colombia no es un ensayo especulativo, sino un testimonio apegado a la objetividad de los hechos. Desde los primeros capítulos —en los que glosa la Primera y la Segunda Declaración de La Habana (1960 y 1962), imprescindibles para entender la respuesta del Gobierno y del pueblo cubanos ante el acoso del imperio y sus súbditos latinoamericanos— hasta el último —donde contrasta las memorias del ex mandatario colombiano Andrés Pastrana con sus propios recuerdos sobre los temas abordados en sus conversaciones con este, y se publican las expresiones de Pastrana acerca de la «transparencia, sinceridad, lealtad y amistad hacia Colombia» del líder cubano—, Fidel privilegia la exposición documental.
De tal modo, el jefe histórico de las FARC (su verdadero nombre era Pedro Antonio Marín) es visto a través de los excelentes testimonios del escritor Arturo Alape y se ve a sí mismo en los llamados Cuadernos de Marulanda. Un testigo clave para comprender la intríngulis de las negociaciones de paz en la época de Pastrana es citado ampliamente en el libro: José Arbesú, funcionario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba que asistió a las negociaciones de Caiguán en enero del 2001 y luego sostuvo entrevistas con Marulanda.
De sumo interés resultan, además, las referencias escritas por Jacobo Arenas (nombre de guerra de Luis Morantes), autor del Diario de la resistencia de Marquetalia (1972), militante comunista que se incorporó a las FARC y aportó a la formación ideológica de los cuadros de la guerrilla. Arenas falleció en 1990, luego de haber sido uno de los principales artífices del movimiento Unión Patriótica, en el que las FARC y otras fuerzas se agruparon para participar en la escena política pública. Durante el gobierno de Belisario Betancur, dos candidatos presidenciales, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y miles de sus militantes fueron asesinados por grupos paramilitares, fuerzas de seguridad y sicarios del narcotráfico.
El libro también revela la decisiva mediación cubana en la liberación en 1996 de Juan Carlos Gaviria, secuestrado por el Movimiento Dignidad por Colombia —episodio de tintes tan rocambolescos que al abordarlos Fidel lo hace en un capítulo que titula «Sucesos de ficción», y aún antes en la solución pacífica de la crisis planteada por la ocupación y toma de rehenes el 27 de febrero de 1980 en la Embajada de la República Dominicana en Bogotá.
La transcripción de largos fragmentos de la conversación de Fidel con comandantes guerrilleros de la Coordinadora Simón Bolívar en La Habana en 1991 evidencia el respeto con que el líder de la Revolución cubana trató el delicado tema de la insurgencia en el país sudamericano.
En aras de ofrecer una idea más precisa del contexto en que se desarrollaron en décadas anteriores las luchas populares en el continente frente al injerencismo y los crímenes imperiales, Fidel incluye en su exposición detalles de la concertación internacionalista que contribuyó al triunfo del sandinismo contra la dictadura somocista en 1979, y de la brutal agresión yanki contra Granada en 1983, que costó la vida a colaboradores cubanos que se hallaban en esa isla caribeña entregados a una noble misión civil.
Con total franqueza y absoluta transparencia, y a partir del cúmulo de informaciones manejado, Fidel define a Marulanda como un líder que «comprende las realidades del país y de la época que le tocó vivir. Estaba lejos de ser el bandido y narcotraficante que se empeñaron siempre en presentar sus enemigos». En otro momento evalúa: «Hizo cosas extraordinarias con unidades guerrilleras que, bajo su dirección personal, penetraban en la profundidad del territorio enemigo. Cuando alguien fallaba en el cumplimiento de una misión parecida, estaba listo siempre para demostrar que era posible».
Pero a la vez, con honestidad y conocimiento de causa, plantea desde un principio: «Mi desacuerdo con la concepción de Marulanda se fundamenta en la experiencia vivida, no como teórico sino como político que enfrentó y debió resolver problemas muy parecidos como ciudadano y como guerrillero, solo que los suyos fueron más complejos y difíciles». Ya hacia el final argumenta: «Yo discrepaba del jefe de las FARC por el ritmo que asignaba al proceso revolucionario de Colombia, su idea de guerra excesivamente prolongada”. “Es conocida mi oposición a cargar con los prisioneros de guerra, a aplicar políticas que los humillen o someterlos a las durísimas condiciones de la selva. De ese modo nunca rendirían las armas, aunque el combate estuviera perdido. Tampoco estaba de acuerdo con la captura y retención de civiles ajenos a la guerra».
En cuanto al Partido Comunista de Colombia, Fidel describe cómo, al igual que otras formaciones similares en América Latina, «fueron miembros disciplinados de la Internacional mientras existió formalmente» bajo la línea del Partido Comunista de la URSS. En el caso de Cuba, no sin contradicciones ni tensiones, prevaleció la unidad entre las fuerzas revolucionarias. Los desencuentros programáticos y tácticos entre el Partido colombiano y los movimientos insurrecciónales, en diversas etapas de la historia de ese país, no implican, en modo alguno, una devaluación de sus abnegados militantes.
Entre las conclusiones que se derivan de la lectura de este libro, hay dos que deben ser subrayadas: la actuación interesada y perniciosa del imperialismo norteamericano en el conflicto colombiano de una parte, y de otra, el valor de los principios revolucionarios.
Solo desde un compromiso entrañable con la verdad, la justicia, el destino de los pueblos y la fe martiana en el mejoramiento humano se puede concebir un libro como este.
Una contribución de tal magnitud a la comprensión de los dramáticos avatares de la historia colombiana a lo largo de las seis últimas décadas es posible por la cultura política, la lucidez analítica y la altura ética de un hombre al que un colombiano ilustre, Gabriel García Márquez, ponderó al decir: «Su visión de América Latina en el porvenir, es la misma de Bolívar y Martí, una comunidad integral y autónoma, capaz de mover el destino del mundo».
* Fuente: Granma
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Un refugiado es un refugiado
Un niño es un niño y el miedo es el miedo
Destierro es destierro
Y una hipocresía es una hipocresía
No hay signo, no hay bando
No hay ideología ni misterio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
Un daño es un daño, del verbo dañar
Todos los daños son daños centrales
Un niño es un niño
No existen los daños colaterales
No hay meta, no hay causa
Ningún motivo, ningún premio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
El fin es un punto por siempre distante
Una cambiante ficción
Un ciclón a merced de una hoja
Una paradoja como la de Zenón
Donde algo parece que se va acercando
Y siempre se escapa, siempre se esconde
Siempre a la misma exacta distancia
De un mismo horizonte (mismo horizonte)
El dedo que aprieta el gatillo
Debería saber esto
No hay tuyos ni suyos ni míos
Si son niños, son nuestros (todos los niños son nuestros)
Ni patria ni credo hay
Ni diferencias de criterio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio