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Una loca historia de Chile

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Cuando estudiaba historia, en la Universidad Católica, mis profesores, todos conservadores, de la escuela de Eyzaguirre, distinguían entre el historiador y el periodista. Sólo, posteriormente, me convencí de que muchos periodistas escriben mejor historia que quienes se dedican a ella por oficio. Edwards Bello, Genaro Prieto y, actualmente, Hernán Millas, son mucho más entretenidos y verídicos que los historiadores de profesión.

En la época de mis estudios se creía que la historia terminaba en 1891 y todo lo que ocurría posteriormente era objeto del interés periodístico, contradiciendo a Toynbee y a Marc Bloch que sostenían que no se puede entender el pasado sin comprender el presente. Por lo demás, Francisco Antonio Encina y Alberto Edwards son más cronistas que historiadores.

Hernán Millas es un gran periodista; escribió en Ercilla, Clarín, La Época y el Topaze, además, ha publicado una serie de libros, como Francotiradores del humor, Los Señores sensores, Habrase Visto, Historia de Centavos, Bernardo Leighton, el Buen Hermano, Testimonios, La familia militar, La Buena Memoria, La Buena Vida y la poca Vergüenza, La Sagrada Familia y Grandes Amores, una verdadera biblioteca.

La tarea del cronista es hacer vivir las cosas del pasado; es lo contrario del archivero o del sepulturero: convierte el pasado en presente. 

Las 563 páginas de Una Loca Historia de Chile, de Millas, contiene muchos detalles desconocidos por el gran público; es el caso del capítulo llamado Cuando el Banco Central fue asaltado, en el cual relata cómo el Club Green Cross, arruinado futbolística y económicamente, tuvo como mecenas nada menos que la bóveda del Banco Central; uno de sus directores, Fernando Jaramillo, que trabajaba en la bóveda de dicho Banco decidió, desesperado por la pobreza del Club, pedir prestado a la bóveda fajos de billetes que le permitieran contratar a los mejores jugadores y así ganar las ligas. Desgraciadamente, esta estratagema fue descubierta, conduciendo a Jaramillo a la cárcel. El mecenas del “Club de los pijes” no eran los millonarios Labán y Sebastián Piñera, sino nada menos que el instituto emisor.

Para seguir con el deporte, ahora que está de moda el tenis – por la medalla de plata de Fernando González- Millas nos trae al recuerdo la encantadora historia de Anita Lizana, que ganó importantes torneos internacionales y se casó, en Escocia, con Ronald Ellis, quien la amó tiernamente. Anita temía que Ronald, en su visita a Chile, descubriera el humilde origen de sus padres, pero él, en secreto, trató con un corredor de propiedades que adquirió para la familia de su esposa, una buena casa, en La Reina. Al morir Anita pidió, especialmente, que la sepultaran junto a su marido, “no me separen de Ronald”, fue su última voluntad. Una bella historia de amor de Anita Lizana, “la ratita chilena”.

En mi infancia me encantaba el fútbol y leía, semanalmente, la revista Estadio. Admirábamos a Sergio Livington, que había jugado en Racing; a los hermanos Robledo, contratados por Clubes ingleses; a Luís Ayala, que entrenaba en el Estadio Francés, y así otros deportistas más. La gran figura mítica era David Arellano, que había muerto en un partido de fútbol, en Valladolid. El Colo Colo se reunía en el “Quitapenas”, un bar ubicado cerca del Cementerio General. Era famoso el mito de la derrota de Manuel Plaza, que perdió la maratón porque se perdió de camino. Hoy nuestros atletas son mucho más pillos – como el ciclista Almonacid en los últimos JJOO de Beijing- que usan tretas para salir en las cámaras sin conseguir ningún triunfo.

Para vergüenza nacional, Chile fue un refugio para los criminales nazis: Julio Walter Rauff – el inventor de las cámaras de gas, que asesinó a miles de judíos – y Klaus Barbie – el carnicero de Lyon- Estos genocidas usaron a Chile como asilo; en el caso de Rauff, la Corte Suprema negó la extradición sosteniendo que sus crímenes habían prescrito, incluso, le otorgó protección judicial ante el peligro que fuera raptado por los cazanazis; luego murió cómodamente en Chile.

Hernán Millas fue, durante mucho tiempo, comentarista político. En el libro que comentamos, nos cuenta sobre el complot de Colliguay: González Videla estaba terminando su período bastante desprestigiado. El dirigente bancario Edgardo Mass, en una de las manifestaciones del hambre, había amenazado al presidente González Videla y fue tan fuerte su discurso que aterró a sus compañeros sindicalistas. La familia de Mass y Domiciano Soto su desaparecimiento, lo que provocó un escándalo en los Diarios, denunciando al Presidente como culpable del rapto. La investigación del periodista José Gómez López había descubierto el autosecuestro; la policía encontró a Mass y Soto jugando rayuela, en el pueblo de Colliguay, a pocos kilómetros de Quilpue. Todo había sido una conspiración planeada por el profesor Guillermo Izquierdo Araya, para derrocar a González Videla.

La verdad es que antes de leer el libro no sabía que Las Condes no debía su nombre al pueblito de la canción, sino a las niñas “Conde” que atendían, cariñosamente, a los señores que viajaban desde Santiago a ese lugar para conversar con estas señoritas. Claro que en esa época, al parecer, a ningún alcalde se le ocurrió la idea de Gonzalo de la Maza, de convocar a un plebiscito para expulsar a los travesti.

En el capítulo llamado Mañana, gran revolución gran, Millas ironiza sobre la llamada República Socialista de los doce Días; en esos tiempos, las revoluciones se hacían lanzando panfletos al centro de la capital y todo el mundo era socialista, incluso los Edwards que quisieron entregar El Mercurio a sus empleados- por cierto que esta idea  fue efímera-. Según Genaro Prieto, la República Socialista duró menos que una alfombrilla. Millas cita una frase de mi abuelo, Rafael Luís Gumucio Vergara, que decía: “en la plaza se divisaba un anciano que repartía barquillos a los niños; un señor le decía a otro: ese anciano era Marmaduke Grove, el que hacía revoluciones”. La gente gritaba siempre “¿quién manda el buque? Marmaduke”, se respondían. Sus discursos eran aterradores amenazando a los burgueses de ser colgados en los faroles de la Alameda.

El general Lagos era el jefe del Regimiento de San Bernardo y su apoyo era fundamental para instalar y derrocar gobiernos – siempre lo hizo para los otros y cuando lo quiso hacer para sí mismo se le pasó la vieja.

La personalidad de Pedro Aguirre Cerda, “don Tinto”, da pábulo para un bello retrato a Hernán Millas. Este presidente fue el más querido de la historia de Chile, sin embargo, era el líder de la tendencia contraria al Frente Popular, al interior del Partido Radical, a pesar de eso, él se identificó con el pueblo y este lo sintió como uno de los suyos. Don Pedro fue el gran protector de Gabriela Mistral, uno de los pocos que la comprendió y captó su carácter de gran mestiza de América Latina. Aún ahora, los siúticos chilenos, que siempre queremos imitar a los países ricos, desconocemos la riqueza americana de nuestra poetisa de todos los tiempos.

La derecha política, como siempre, tenía miedo al triunfo del Frente Popular: curas y monjas andaban sin sotana ni hábito, respectivamente, por temor a ser asaltados por “los rojos”, pues estaban convencidos de que se iban a repetir las escenas de la República Española. Hernán Millas recuerda la gestión de Leonardo Guzmán ante mi abuelo Rafael Luís Gumucio, que terminó en una reunión en la casa de Guzmán, donde se acordó el pleno respeto del Frente Popular a la iglesia; a tal grado Aguirre Cerda cumplió su palabra que pidió el nombramiento de José María Caro, como primer cardenal chileno y auspició, desde La Moneda, el Congreso Eucarístico. Aún tengo, entre mis documentos, la carta que mi abuelo le dirige a sus hijos relatando, ante notario, el acta de este encuentro.

Dos acontecimientos marcarían la generación de mis padres: la caída de Carlos Ibáñez del Campo, en 1931, y la revolución española – Ese junio de 1931 es equivalente al 11 de septiembre de 1973, en el sentido de que todos los participantes tienen relatos y vivencias imborrables -. En 1931, los carabineros y los militares no se atrevían a salir uniformados a las calles, pues la civilidad los despreciaba profundamente; en 1973, se comportaron como una jauría. Las muertes del profesor Zañartu y del estudiante Pinto Riesco, así como la toma de la Universidad, terminaron por obligar a Ibáñez a renunciar; todo esto en el cuadro de la crisis económica mundial. Recuerda Millas que mi abuelo Gumucio, cuya esposa, Amalia Vives, había muerto en el exilio, ofreció al derrocado dictador Ibáñez ir a buscarlo a su casa y asilarlo en la calle Riquelme, lugar de su residencia.

La visita del socialista Indalecio Prieto, que pertenecía al sector más moderado del partido, fue un acontecimiento en Chile: la mayoría progresista del país solidarizaba con la república española. Millas relata los esfuerzos del cónsul Pablo Neruda, para traer a los refugiados españoles, en el famoso Winnipeg, y las presiones de la derecha para impedir tan solidaria labor. Cuenta Millas que algunos españoles creían que Valparaíso era un puerto tropical, con rumba, magos y guayabas; la mayor parte de ellos se quedaron en Chile, aportando en los distintos quehaceres de la ciencia, las artes y la literatura, entre otros oficios.

Fray Andresito era un cura limosnero, de origen humilde, con cara de pueblo y vestido con humilde sotana; debiera haber sido santo del pueblo, sin embargo, la iglesia no mostró interés en siquiera hacerlo beato, en fondo, prefirió a San Martín de Porres, un peruano de la escoba – la verdad es que en los santos siempre predominaban los reyes y los aristócratas-. Fray Andresito hizo varios milagros, entre ellos sanar a la sobrina del presidente de la república, Aníbal Pinto, sin embargo, cuentan que una señora aristocrática y beata se decepcionó al conocer personalmente a Fray Andresito, pues no podía concebir cómo Dios daba sus virtudes a un ser tan insignificante y pobre – parece que el racismo también se da en el cielo -.

Hernán Millas escribe sobre todos los temas históricos, por ejemplo, se refiere a las dos primeras damas de la historia de Chile, Nicolasa Valdés Carrera, esposa de Mateo Toro y Zambrano –el Conde de la conquista- y Rosario Puga, señora de Bernardo O`Higgins; parece que ambas eran mujeres fuertes. La primera era famosa por los postres y parece que murió, según Millas, a causa de unos higos mal lavados, que la llevaron a contraer el tifus; la segunda sí que era de armas tomar: no dejaba de ponerle los cuernos a nuestro héroe que, por lo demás, no estaba muy dotado para este santo estado. También relata la historia del “rey de Zapallar, un balneario donde la oligarquía mostró toda su brutalidad xenófoba contra los visitantes judíos, andinos y pobres. El Instituto Nacional está de moda, a causa de su pésima infraestructura  y mala gestión de sus autoridades; el relato de Millas recuerda el aciago día en que el Instituto fue entregado a la Municipalidad de Santiago. Además, dedica un capítulo a la reforma de la Universidad Católica de Valparaíso, cuyos dirigentes eran Luciano Rodrigo, Jaime Esponda, Eduardo Vío, Sergio Allard, y tantos otros.

El libro de Hernán Millas, La Loca Historia de Chile, me parece uno de los mejores aportes que, narrado en forma amena y buen estilo, informa, educa y motiva a muchos chilenos, en este marasmo de ignorancia, que es el Chile de hoy.

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