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La dictadura de las directivas de los partidos políticos

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El caso del nombramiento, por parte de la directiva del Partido Socialista, para reemplazar al fallecido diputado, Juan Bustos, en el distrito de Quilpue-Villa Alemana,  que recayó en el secretario general del Partido, Marcelo Schilling, no puede ser más burocrático y autoritario. La directiva, presidida por Camilo Escalona no consultó, ni siquiera, a los militantes socialistas del distrito, lo que constituye un nombramiento por voluntad regia; para nada importó la válida opinión del senador de la zona, Carlos Ominami, y para qué preguntarle a los ciudadanos que, en teoría democrática, son los verdaderos detentadores del poder, y se supondría que los diputados son sus representantes. Al parecer, para ser diputado actualmente hay que ser bien visto o válido del senador Escalona.

En la fenecida república el Partido Socialista se caracterizaba por la vehemencia de sus debates, incluso algunos, burlonamente, lo llamaban una federación de fracciones; hoy, el disenso y la crítica apenas se puede desarrollar, pues hay del que manifieste su crítica u oposición, pues es condena a las penas del infierno. La directiva de Escalona, que hace homenaje a los métodos de los servicios secretos de la antigua RDA, hace uso del poder absoluto para amenazar a sus diputados y senadores con la prescindencia de su presentación a la reelección, pues según él, el solo hecho de presentar una reforma constitucional que reponga la representación de los ciudadanos, en base a la soberanía popular, por medio de elecciones extraordinarias, constituye una ofensa al poder absoluto de los partidos para llevar candidatos de representación popular; equivaldría, llevando el argumento al absurdo, que la soberanía no reside en el cuerpo electoral, sino en la directiva de los partidos políticos.

Por las razones anteriores y otras de similar peso, es evidente que los jóvenes se nieguen a inscribirse en los registros electorales, y cada día sean menos los militantes de los partidos políticos que, en fondo, constituyen un mero adorno, que deben seguir, con o siervos de gleba a los señores feudales, dueños de los partidos; afortunadamente, ya pasaron los tiempos de los corderos, salvo que quieran postular a un cargo estatal, es completamente tonto militar en un partido político. Como los basileos griegos, a los militantes y a los demás ciudadanos sólo les resta, como recurso, aplaudir o reprobar.

El caso chileno no está lejos de constituir una crisis de representación política, que no se expresa por el famoso “peso de la noche” portaliano: una larga fiesta que evita la explosión del rechazo ciudadano a las castas en el poder.

Estas crisis de representación, en Chile, no son nuevas: por ejemplo, en 1910, Valdés Canje, Recabarren, Tancredo Pinochet y tantos otros, denunciaron la decadencia del parlamentarismo plutocrático, pero fueron necesarios más de diez años para que explosionara definitivamente con el “cielito lindo” de Alessandri, en 1920, y el ruido de sables, 1924. La historia marcha más lentamente de lo que se como la visualizan sus contemporáneos: las crisis de representación no explotan en lo inmediato, sino  que se incuban y, con el tiempo, llegan a su maduración; es por esto que ninguna casta en el poder se da cuenta del polvorín en que se encuentra.

Las Constituciones y los sistemas electorales constituyen las claves explicativas de la reproducción de las castas políticas: De 1833-1891, el nombramiento de senadores y diputados a dedo, por parte del presidente de la república; 1891-1925, el cohecho y la compra de cargos parlamentarios; 1925-1973, la monarquía presidencial, regulada por los partidos políticos; hasta 1964, el universo electoral correspondía a un porcentaje ínfimo de la población capacitada para votar; sólo la reforma de los años 70 hizo posible que el universo electoral representara el 80% de los ciudadanos habilitados para sufragar.

La Constitución de 1980 es, por esencia, antidemocrática: sus principios fundamentales son el desprecio a la soberanía popular y la tiranía del mercado neoliberal. En el fondo, la Concertación no ha cambiado nada fundamental de esta herencia envenenada. Para usar términos de Weber, nuestro sistema político es una verdadera jaula de hierro burocrático: separa radicalmente el sistema político de la soberanía popular; entre los políticos y los ciudadanos hay una fosa irremontable. En el fondo, las instituciones se encuentran en una pecera que no se alimenta de la ciudadanía y subsisten por sí mismas.

Una monarquía presidencial, por un lado, con mucho más poder que el que daba la Constitución de 1925, un parlamente casi decorativo, con limitadas facultades fiscalizadoras y, sobretodo, un sistema electoral binominal que asegura la subsistencia de dos castas políticas y la exclusión de todo aquel que disienta de la dictadura de las directivas de los partidos políticos. No es cierto que la izquierda sea antisistémica, lo que ocurre es que el binominalismo le impide tener una justa representación.

Se han presentado, en algunos los partidos políticos, rupturas importantes, en la mayoría de los casos, por expulsión de parlamentarios disidentes; la única solución que tienen las directas para acallar el debate interno y la crítica ha sido el recurso a coerción. Es posible que la Concertación haya pagado y lo siga haciendo altos costos por esta solución facilista de sus conflictos internos, sin embargo, por el sistema electoral, las directivas de los partidos políticos finalmente terminarán reduciendo a la nada estos nuevos partidos heterodoxos. La jaula de hierro no puede ser traspasada sin un reemplazo de la Constitución de 1980 y de un nuevo sistema electoral.

El caso Schilling es la expresión más cínica del autoritarismo partidario: es evidente, para cualquier persona que tenga dos dedos de frente y un mínimo espíritu democrático, que es una aberración que el autoritario presidente socialista Camilo Escalona, pueda nombrar a su real gana, a un representante popular. ¿ A quién representa Marcelo Schilling? Hasta ahora, solo a Camilo Escalona y a contados miembros de la directiva de su partido. Es posible en que épocas antiguas de la historia de Chile, el director supremo nombrara al senado conservador, y en el siglo XX, Carlos Ibáñez nombrara, a su gusto, al parlamento termal de Chillán; el General decía: “ a este no lo nombro porque tocó camioneta…”

Si lleváramos al absurdo este método sería más fácil que cada una de las combinaciones nombrara un candidato en cada distrito, y  así evitaríamos el gasto en las elecciones. Así ocurrió, en la última elección, en Valdivia, con Andrés Allamand y Eduardo Frei.

La propuesta de reforma constitucional, presentada por los diputados Marcos Enríquez-Ominami y Álvaro Escobar es de un sentido común indiscutible: si los diputados son representantes el pueblo, es al cuerpo electoral al que corresponde elegirlos y, en el caso del fallecimiento de un parlamentario, es de lógica común que se llame a elecciones extraordinarias, como se hacía en la época republicana. 

¿Dónde está la raíz de este absurdo, que un presidente de partido pueda nombrar por sí y ante sí a un diputado? Se encuentra en la mentalidad de absoluto desprecio a la soberanía popular, a la cual adherían los constituyentes de 1980. Lo absurdo es que demócratas, como el senador Escalona, se presten para defender y utilizar, sin ningún pudor, una institución autoritaria. Al parecer, cada día le gustan más algunos métodos del innombrable.  

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