Lejos de ser un “separador de aguas” o la expresión de la disputa entre dos bandos irreconciliables, la discusión sobre la Ley General de Educación descubre a pingüinos, profesores, Gobierno y oposición sujetos por igual al simbolismo fácil y terrible de leyes, reglamentos, ordenanzas, decretos que resuelven pesadillas ya rutinarias como la mala calidad de la educación chilena.
Recordemos el añejo desencuentro entre las minuciosas disposiciones de leyes y las desordenadas prácticas sociales que se intentan ordenar y que a la larga quedan bajo el arbitrio de las conciencias individuales.
La disputa por la LGE expone parte de nuestra mitología local. Es como el aplastante mito del pecado original que nos libera moralmente de la responsabilidad de aquella culpa, aunque paradójicamente nos la vuelva a echar sobre los hombros pero en las generaciones siguientes. Pelear por la LGE nos tranquiliza y desculpabiliza frente al problema que no se resuelve tan sólo con la mejor de la leyes, sino con la intervención radical sobre los comportamientos dentro y fuera de la sala de clases.
Los mitos no sólo tranquilizan al desculpabilizar, también cumplen la función condicionante de toda ideología, como es controlar, educar y someter. El mito de la LGE encubre una moral sobre el papel de las leyes en nuestra sociedad y la incapacidad del ciudadano por gestar cambio social.
La educación es mala en Chile no sólo porque al salir de la enseñanza media la mayoría de los jóvenes no entiende lo que lee, tiene dificultades para redactar una carta de presentación, no saben realizar operaciones lógicas fundamentales, se pierden en cálculos matemáticos simples o son incapaces de significar las informaciones que leen en Internet o las noticias que aparecen en la televisión.
La educación es mala en Chile porque tampoco hay donantes de órganos, porque se naturalizó la violencia hacia los niños, porque el racismo y la xenofobia la vive cualquiera que hable con acento extranjero o tenga la piel más oscura, porque conducir ebrio no escandaliza a nadie, porque un minusválido está condenado a una vida de menor valor, porque persiste la cultura del “pitito”, y nadie reconoce que el narcotráfico y el consumo de drogas se expande como un cáncer social.
La educación es la costura que une todas las piezas de la sociedad y no se remite tan sólo al sistema formal de educación. Echarles toda la culpa a los profesores y establecimientos escolares es otro mito que libera a la familia de toda responsabilidad sobre la formación de las nuevas generaciones. La familia es la primera y más fuerte instancia de educación. Así, cualquier medida que favorezca el papel de la mujer en la familia rebotará en la contención y superación de esta crisis. Al menos hay estudios que indican que los jóvenes que obtienen mejor rendimiento en la escuela son aquellos con madres que han pasado por la educación superior.
No obstante, el primer educador de Chile no es Gabriela Mistral, sino la televisión que difunde una moral, un marco para interpretar el mundo, expande y deforma las lagunas que quedaron en la educación formal, tiene la capacidad de orientar la información nueva hacia actitudes de vida (civiles, políticas, morales) con la habilidad del entretenimiento. Por ley el Ministerio de Educación debería intervenir en el desarrollo de la televisión abierta, pero volvemos a mitologizar el poder de las instituciones en las transformaciones que reclamamos para nuestra sociedad.
Si el chileno es un animal mitopoyético que instala en el Olimpo las leyes y las instituciones entonces terminemos con el sistema binominal, reformemos la Constitución y dejemos de ser rehenes, secuestrados por la derecha y chantajeados perpetuamente por la Concertación. Solo con esta disposición es posible considerar el auténtico papel de una nueva ley de educación.
– La autora es Académico e investigadora. Arena Pública, plataforma de opinión de Universidad Arcis
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