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Compañero presidente Salvador Allende

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“El presidente socialista chileno, que se suicidó [luego que] la fuerza aérea bombardeó el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973, encarnó la noción de un tránsito institucional hacia el socialismo, para el cual precisaba de una coalición de fuerzas progresistas y la participación activa de las masas. Pero no pudo imponer esas políticas. Con su gesto final deshonró a sus enemigos. En su postrer discurso señaló que algún día se abrirían las “grandes alamedas” hacia una sociedad mejor. Una herencia de honor y dignidad”.
 
El análisis de la trayectoria global de Salvador Allende, y en especial de sus posiciones en el agitado período de la Unidad Popular, permite interpretar de manera adecuada el término de su vida. No fue éste un acto romántico que buscaba forzar una entrada heroica en la historia, ni tampoco un acto desesperado. Constituyó en realidad un gesto que prolonga la trayectoria de Allende como gran político realista. En medio de la desolación y la metralla supo buscar la mayor eficacia para su acto final. En este momento del relato esta afirmación resulta enigmática. Nuestro objetivo es transformarla en verosímil y convincente, para trasladar ese gesto del terreno de la épica al de la política.

En una izquierda que desde temprano se coloca al amparo del marxismo y en un partido que en la década del sesenta deriva hacia el maximalismo, Allende representa un tipo particular de político revolucionario, aquel que cifra esperanzas en el poder electoral como expresión del poder de masas y que cree en las posibilidades históricas de acumular fuerzas para el socialismo desde dentro del propio sistema político.

No es un tribuno revolucionario amante de la retórica, sino un político forjado en las luchas cotidianas por conseguir espacios para una política popular dentro de un sistema democrático representativo en el cual eran factibles las políticas de alianzas para la izquierda. Pero nunca abandonó la crítica al capitalismo y el deseo del socialismo. Esa constituye la gran diferencia de las posiciones de Allende con las del Partido Socialista actual. Que Allende fuera un político realista no significaba que negara el futuro y se conformara con una política pragmática.

Su visión de la política se fraguó en el período de las coaliciones de centro izquierda (1938-1947), especialmente en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, del cual fue ministro de salud. En esa práctica descubre lo que desde 1952 sería el centro de su estrategia, la búsqueda de la unidad entre los dos grandes partidos populares, el Partido Socialista y el Partido Comunista. Se da cuenta de que las rivalidades entre esas dos fuerzas produjeron la debilidad de la coalición gobernante y generaron los límites de sus reformas, puesto que favorecieron las posibilidades de maniobra del aliado centrista, un partido intermedio pendular (el Partido Radical).

Esos gobiernos fueron ejecutores de un programa democrático burgués o, dicho en otras palabras, de una modernización capitalista con legislación social y papel arbitral del Estado que, a diferencias de otros líderes socialistas, Allende nunca puso en duda. Pero las fuerzas de izquierda de la colación no fueron capaces de profundizar el sesgo popular de las reformas, en parte por falta de unidad entre ellas, pero también por una barrera ideológica: su marxismo obrerista. No supieron comprender el papel del desarrollo del campo para una estrategia que necesitaba armonizar, en el marco histórico de los años cuarenta, la modernización capitalista y las estrategias de desarrollo del sujeto popular, constructor futuro del socialismo.

Para realizar esa política de unidad socialista-comunista Allende se vio obligado en 1952 a un gesto paradojal, quebrar su propio partido. Este se obsesionó entonces con la búsqueda de un camino latinoamericano hacia la revolución, inspirado principalmente en la idea de una “tercera vía” de Haya de la Torre  y los apristas, pero cuya materialización en ese momento era representada por Perón y el justicialismo argentino. Allende se opuso a esa deriva hacia el populismo, se retiró del Partido Socialista para organizar con los comunistas, que aún estaban en la ilegalidad, el Frente de la Patria. De allí surgió la primera candidatura de Allende, en 1952.

Si gesto de entonces lo convierte en el líder de la unidad con los comunistas y en vocero del primer germen, aún impreciso en su formulación teórica, de la política de conquista electoral del gobierno por una colación revolucionaria. Esa estrategia ya se pone en ejecución antes del 20º Congreso del partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), aunque se trate de una política que era todavía una prolongación de las tesis de los frentes de liberación nacional que planteaban los partidos comunistas en casi toda América Latina.

Los resultados electorales de 1958, ocasión en la que casi obtiene el gobierno, convierten a Allende en líder de los sesenta, una época en que la línea del tránsito institucional al socialismo, llamada también vía pacífica o no militar, debe competir con la vía de la derrota militar de las clases dominantes que permitía la destrucción del estado burgués. Esta última formula había demostrado su factibilidad en Cuba.

Allende siguió siendo abanderado de la izquierda Chilena de los sesenta, aunque su realismo histórico lo coloca más cerca de los comunistas que de las posiciones de su propio partido. No se deja arrastrar por el viraje hacia la izquierda que los socialistas chilenos emprenden después de la derrota de la campaña presidencia de 1964. Entonces, muchos políticos de ese partido se apresuran a decretar el cierre de las posibilidades electorales y anuncian la necesidad de cambiar de estrategia, sin darse el trabajo de estudiar las especificidades del caso chileno, con su compleja estructura de clases, su competitivo sistema de partidos y su imaginario de una larga y constante tradición democrática.

Allende se mantuvo al margen de esa Vorágine. Sin dejar nunca de valorar y apoyar a Cuba, continúa creyendo, casi en solitario entre los socialistas, que era posible triunfar en las elecciones presidenciales y desde allí impulsar un tránsito institucional al socialismo. Esa actitud lo hace blanco de muchas críticas, en especial de la acusación de tradicionalismo.

La mentalidad triunfalista de la década de los sesenta, un período optimista respecto a  la actualidad de la revolución y a su ineludible necesidad histórica para superar la incapacidad del capitalismo subdesarrollado, impidió que los partidos y los intelectuales marxistas se plantearan las preguntas esenciales que requería la construcción del socialismo en Chile por la vía institucional. ¿Era éste posible en condiciones de aislamiento de los sectores progresistas del Partido Demócrata Cristiano, potenciados por el liderazgo de Radomiro Tomic? ¿Cómo conseguir mayoría estatal y de masas, requisito esencial del modelo, sin construir un bloque por los cambios, un amplio arco progresista?

Democratización radical 
Durante ese intenso período que fue la Unidad Popular (etapa de felicidad por la construcción de futuro, y también de tragedia en ciernes) Allende fue más lejos que nadie en la definición del horizonte estratégico. En su discurso del 21 de mayo de 1971, hablando de la meta y no sólo de la fase, definió el socialismo chileno como libertario, democrático y pluripartidista. Esa concepción lo transforma en vanguardia, en un adelantado de las tesis del eurocomunismo. Avanza más allá que los comunistas chilenos, porque éstos no abandonan la concepción ortodoxa del socialismo por construir y  son atrapados por la lógica del “momento decisivo” en el cual debe obtenerse el “poder total”. Los comunistas prolongaban esa fase en el tiempo, pero no prescindían de ella. Lo dice con precisión la famosa metáfora de su dirigente Luis Corvalán sobre el destino final del tren  del socialismo: éste llegaría hasta Puerto Montt, en el extremo sur de Chile, aunque algunos aliados transitorios decidieran desembarcarse antes.

Pero Allende, que tenía claro desde el principio que no había tránsito institucional sin la creación de una alianza estratégica con todos los sectores progresistas que generara una sólida mayoría en las masas, no fue capaz de imponer esas políticas en los tiempos exigidos. Su lucidez fue vana.

Nunca quiso abandonar su ética humanista para usar los recursos autoritarios del poder, tal como hicieron casi todos los presidentes entre 1932 y 1973, quienes echaron mano de todos los resortes para reprimir, los legales y los ilegales. A mi entender hizo bien, aunque con esta actitud privara a su “revolución” del recurso de atemorizar. El grado de desarrollo de la crisis a principio de 1973 lo hubiese obligado no sólo a perseguir legalmente a ciertos sectores opositores sino también a los grupos de izquierda que se oponían a su política, metiéndose así en un callejón sin salida. Fue un político democrático, aun en aquellos tiempos de constantes amenazas a la gobernabilidad, de intervenciones extranjeras ostensibles y de prácticas terroristas de la ultraderecha.

No obstante, y sin llegar al autoritarismo, debió haber jugado el papel del presidente fuerte en un sentido preciso. Es decir, adquiriendo autonomía respecto de los partidos e imponiendo sus decisiones en los momentos cruciales. Fueron las vacilaciones de los partidos, su lentitud para decidir, las que precipitaron el final e hicieron el golpe más fácil para los enemigos. Lo que sucedía era que la Unidad Popular estaba desgarrada por el empate catastrófico entre quienes aceptaban la necesidad de negociar y quienes postulaban “avanzar sin transar”.

El problema de fondo es que Allende (y su asesor, el valenciano Joan Garcés, quien hizo en este terreno los mayores esfuerzos conceptuales), no pudieron construir de manera teórica global ni darle hegemonía cultural a esa reformulación del socialismo. No buscaban crear un nuevo reformismo ni un camino socialdemócrata. Se trataba de hacer de la democratización radical de todas las esferas de la vida social  el eje de la transformación social. Su carácter revolucionario consistía en eso y no en el uso de la violencia para resolver el problema del poder. El resultado fue la derrota, por desgracia para el futuro de los ideales socialistas.

Allende no ingresa a la historia por su muerte, sino por su vida, aunque su muerte potencia su mito. Allende, por sus instinto político y su realismo histórico, llego a representar la expresión simbólica de una “nueva forma” de acceder al socialismo, en un momento en que los síntomas de crisis de los socialismo reales ya empezaban a apreciarse.

Allende se suicida. No entiendo por qué se ocultó durante tantos años esa realidad. Optó por una muerte intencional , no por una procurada por el azar de la batalla. El suicidio de Allende fue un acto de combate. En esa terrible mañana del 11 de septiembre pasa del dolor a la lucidez. Primero lo abruma la traición. Múltiples testigos hablan de su preocupación por “Augusto”. Incluso en uno de los discursos de esa mañana conmina a los militares leales a salir en defensa del gobierno. ¿En quien otro general podía haber pensado que en Pinochet, al cual había confiado las jinetas de Prats?

¿Cómo habrá sido ese dolor? Shakespeare le hace decir a Julio Cesar: “Tú también Brutus?”(1) Es un lamento de estupefacción ante la miseria en que ha caído el amigo. Esa pregunta representa la máxima intensidad  del dolor ante el afecto frustrado. Se la debe haber hecho Allende varias veces en el curso de aquella mañana.

Pero en algún momento Allende llega al dominio ascético de sí. Controla el dolor para ponerlo al servicio de la política. En efecto, nunca pensó salir vivo de La Moneda. Pero creo que presagiaba una muerte en combate. Allende pensaba en [la] resistencia, en militares capaces de honrar sus juramentos y en partidos capaces de transformar sus palabras en actos, por tanto en enfrentamientos. No se imaginaba solo, abandonado, rodeado nada más que de sus fieles, mientras la Unidad Popular decretaba el cese del fuego. Ya no podía esperar ese hálito casi imperceptible que llega de improviso en las batallas y que mata evitando la decisión de morir.

En el nuevo escenario, el de su sobrevivencia  a los bombardeos de La Moneda y la derrota sin resistencia, Allende busca conseguir el mayor efecto político.  Descarta el exilio y prepara la respuesta más adecuada, que debe ser la mejor expresión de sus ideales y también producir el mayor daño a aquel que ejecutó la tragedia de Chile. Ese es el gesto del suicidio. Aquel acto salpica a Pinochet para siempre con la sangre de Allende. Esa fue su primera marca, huella indeleble.

En el mismo momento de triunfar, Pinochet empieza a caminar hacia donde terminará, como un soldado sin honor, que huye de su responsabilidad, que sobrevive a base de trucos legales. Otra hubiera sido su suerte sin no se hubiera embarcado desde el principio en la máxima crueldad, si hubiese aplacado las fuerzas oscuras que lo condujeron a bombardear la Moneda y a forzar el suicidio de Allende, a dejarlo sin opciones dignas.

Con la muerte de Allende, Pinochet quedará para siempre manchado. Triunfador, pues modeló la sociedad chilena de hoy, no podrá jamás tener el sitial de héroe, porque héroe puede ser Agamenón, pero no Egisto.

¿Por qué Pinochet actuó así? Porque necesitaba de un poder propio, que no proviniera del “padre”, de quien lo invistió como jefe. Ese impulso inconsciente e incontrolado lo condujo a un error de cálculo: temer más a Allende vivo que a Allende muerto. Ese parricidio simbólico ha sido para Pinochet la marca que Allende le impuso como su destino. Ni siquiera pudo matarlo, porque Allende fue quien eligió su muerte.

Como en el drama de Sartre (2), Pinochet ya está rodeado de moscas. Es por eso que sus discípulos y sus favorecidos reniegan de él ahora. Sus lugartenientes militares declara su repudio a las violaciones de los derechos humanos y a las exhumaciones ilegales de restos. Necesitan hacerlo para conservar la legitimidad del modelo. Quieren que olvidemos que lo creado es producto de la fuerza maquiavélica del poder sin trabas, de un terror a cuya cabeza estuvo Pinochet con ellos.

Allende perdió la primera batalla por un nuevo socialismo. Pero no es un fantasma agobiado. Es la bandera de una lucha a retomar. El socialismo del mañana serán todas las luchas por una profunda y radical democratización de la sociedad, en todas las esferas, incluida la de la economía.

Pero las revoluciones, esos momentos dramáticos en que una sociedad enfrenta el desafío de girar sobre sí misma, ¿pueden prescindir en forma total del maquiavelismo y la dureza del líder, cuyo papel es poner en evidencia la fuerza desatada del poder y la inconmovible energía y certeza que lo impulsa? 

– Este artículo fue publicado originalmente en LE MONDE DIPLOMATIQUE, de Santiago, Septiembre 2003. Transcripción y notas de H.H.B.

– El autor es sociólogo chileno, profesor de la Universidad ARCIS de Santiago, autor de un importante número de libros, entre los que se cuentan: “Democracia y socialismo en Chile”, Santiago, Ediciones FLACSO, 1984; “La forja de ilusiones: el sistema de partidos, 1932-1973”, Santiago, ARCIS/FLACSO, 1993; “Chile actual: Anatomía de un mito”, Santiago, ARCIS/LOM, 1997; “Conversación interrumpida con Allende”, Santiago, LOM Ediciones, 1998; “Socialismo del siglo XXI. La quinta vía”, Santiago, LOM Ediciones, 2000; “Fracturas. De Pedro Aguirre Cerda a Salvador Allende (1938-1973”, LOM Ediciones/Universidad ARCIS, 2006.                

Notas:

1. William Shakespeare, “Julio Cesar”, Acto III, Escena I, No. 77 
2. “Las Moscas”, la primera obra teatral de Jean Paul Sartre, escrita en 1943.

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