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Madres de Plaza de Mayo: 30 años de amor y rebeldía

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“En la Plaza éramos todas iguales. En los organismos de derechos humanos había siempre un escritorio de por medio, había siempre una cosa más burocrática”, reflexiona Hebe de Bonafini a la hora de explicar la potente cohesión que las mantuvo firmes en las condiciones más duras. No era fácil estar allí, en los inviernos de fines de los 70, con todo en contra: la represión, el frío, la soledad, la indiferencia de una sociedad anestesiada por la plata dulce y atemorizada por la violencia. Fue el período en que pocos podían comprender tanta obstinación en medio de tanta adversidad.

Se ganaron el apodo de “locas”, que llevan con orgullo hasta el día de hoy.

Sufrieron el secuestro y desaparición de su principal dirigente, Azucena Villaflor. Decidieron seguir en la Plaza, donde habían comenzado su ronda un sábado 30 de abril de 1977, en uno de los momentos más álgidos del genocidio. Empezaron a caminar cuando la policía les espetó un “caminen” para dispersarlas, y nunca más se detuvieron. Daban vueltas y vueltas a la Plaza “aferrándonos las unas a las otras”, recuerda Hebe. Y así se convirtieron en un grupo-comunidad, “esa comunión entre seres humanos que nos pasaban las mismas cosas”.

Buscar a sus hijos desaparecidos fue el comienzo de una de las más sencillas y conmovedoras aventuras políticas del siglo XX. Amas de casa tradicionales, muchas de ellas sin más estudios que la escuela, y el mercado y el vecindario, donde las mujeres de los barrios populares tejen esas solidaridades anudadas por los afectos, lubricadas por la ternura. Con la increíble candidez que enfrentaron a los asesinos, decidieron un buen día identificarse con un pañuelo-pañal blanco para que las reconocieran las nuevas que se les acercaban. Un pañuelo que representa a sus hijos ausentes, que pronto se convirtió en el emblema de Madres.

Cómo no recordarlas poniendo el cuerpo frente a la caballada militar que acordonaba la Plaza. Cómo no reconocerlas en su firme y serena intransigencia. Cómo no admirar tanto coraje. Olga Aredez dio vueltas durante años a la plaza de la pequeña ciudad de Libertador, donde reclamaba por la desparición de esposo. Sola, con su pañuelo y su cartel, sola, desafiando el dominio feudal de los dueños de los ingenios azucareros. Con los años se convirtió en referencia y ejemplo de tenacidad hasta conmover otros corazones, en otras partes de Argentina y del mundo.

Con el tiempo dieron algunos pasos sorprendentes. Durante años cada madre llevaba a la Plaza la foto de “su” hijo. Un buen día, decidieron que todos eran hijos de todas, y cada una comenzó a llevar cualquier retrato, despojándose así de la maternidad como propiedad para socializarla, en un gesto que no puede comprenderse desde la ideología ya que partió de esa fuerza motriz de los procesos sociales que las instituciones políticas no pueden comprender: el amor.

Trabajaron en base al consenso y fueron construyen el grupo-comunidad más por intuición que por racionalidad. Se convirtieron así en un colectivo diferente que se reconocía en su autonomía: del Estado, de los partidos, de iglesias y sindicatos. Crecieron hacia adentro, desplegando una lógica bien distinta a la que conformaba a las izquierdas de la época. Así, se convencieron que el puro crecimiento exterior (cuantitativo, acumultivo) las sometía a la agenda de los poderosos y de los estados. Crecimiento interior es lo que les permitió dejar de luchar por “su” hijo, rechazar las indemnizaciones por que no estaban dispuestas a negociar la sangre de los suyos, y esquivar las tentaciones de cargos y prebendas. La lógica de Madres va a contrapelo de toda institucionalidad pero tiene fuerte empatía con procesos sociales como los que encarna el zapatismo y el movimiento sin tierra.

Por el espacio creado por Madres pasaron varias generaciones de activistas y militantes sociales. Allí aprendieron, por encima de líneas políticas que Madres nunca tuvo, valores de solidaridad, fraternidad, compromiso. Madres fue una escuela. Allí donde alguien luchaba, por pequeño o lejano que fuera su Ya Basta, hasta ese lugar iban las madres portando sus pañuelos y sus saberes forjados en la lucha. Luego crearon la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, espacio de formación y debate en el que participan miles de piqueteros, luchadores sociales de los más diversos espacios y gentes comprometidas con otras gentes.

Madres atravesaron los difíciles momentos de la guerra de las Malvinas, cuando fueron escupidas y ultrajadas por los indiferentes que no querían despertar de la siesta del consumismo, sin bajar los brazos ni hacer concesiones al chovinismo desatado en la etapa final de la dictadura. Cuando todo el país, incluyendo a los vociferantes partidos de izquierda, hacía piña con el poder apoyando la salvaje represión contra los guerrilleros que coparon el cuartel de La Tablada, en 1989, la voz de Madres se alzó solitaria para defender los derechos humanos de los asesinados y torturados. No discutieron si la acción era correcta, pero tuvieron otra vez el coraje de exigir respeto a la vida.

En los 90 la solitaria obstinación de Madres fructificó en decenas y cientos de colectivos autónomos que protagonizaron el levantamiento del 19 y 20 de diciembre de 2001, que puso fin al gobierno de Fernando de la Rua y a la fase más devastadora del modelo neoliberal. En la mañana del 20 estuvieron una vez más el la Plaza, desafiando el estado de sitio, mostrando al país que era posible resistir a los gases y a las balas. “La mayoría de las Madres no votamos”, dice Hebe. “Las Madres preparamos la tierra para que los jóvenes puedan cosechar la libertad. Regamos cada surco, con lágrimas. Entregamos la vida sin guardarnos nada, porque las cadenas del alma se rompen con el amor”.

En los últimos años Madres vienen apoyando a los gobiernos de Néstor Kirchner y de Hugo Chávez. Son opciones discutibles. Pero su larga marcha de amor y rebeldía es un legado a cultivar y un ejemplo a seguir.
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