Sin saber la última razón de los dioses, Amaliwak debe preparar una gigantesca embarcación en la que albergará a su familia y una pareja de los animales que habitan la tierra. Como ya recordará el lector, comienza entonces a caer una “lluvia de cólera de Dioses”, la llama Carpentier, que azota la tierra por un tiempo que el sabio Amaliwak es incapaz de medir.
El giro magnífico del relato se produce cuando, cesada la lluvia y anegado el mundo, la canoa de Amaliwak se comienza a encontrar con naves iguales y diferentes a la suya, en las que vienen otros hombres de diversas partes del mundo y del tiempo, “advertidos” como él, de que se acercaba la gran catástrofe.
Del Reino de Sin se ha salvado, con su familia y animales, un anciano de tez amarilla; de la tierra del Olimpo, los escogidos han sido el rey de Pitia, Deucalión, hijo de Prometeo, y su esposa Pirra; de la tierra electa de Yahvé viene el anciano Noé, con sus 600 años a cuestas; y de la región de la Boca de los Ríos el salvado es el babilonio Ut-Napishtin, advertido por el gran dios Enlil.
Todos ellos han tenido el privilegio divino de cruzar las fronteras del porvenir y recibir instrucciones de lo arcano con la misión de salvar la vida en la tierra en un momento en que el Creador, encolerizado por la perversidad y la corrupción humanas, decide destruir el mundo con un diluvio nunca mejor llamado universal que en este relato que reúne, en sus pocas páginas, varias leyendas sobre la llegada de la gran lluvia purificadora.
“Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura”, piensa Amaliwak, y Carpentier se encamina al cierre de su relato.
Los profetas y sabios de los orígenes de la humanidad pensante, tan cercanos a sus creadores (Noé, según el Génesis, es la décima generación de Adán y Eva), podían tener el privilegio de que sus divinidades les advirtieran sobre las consecuencias de la depravación de una raza humana, que sería cruelmente castigada por sus actos contra la naturaleza y contra sí mismos.
Los hombres del siglo XXI, tan lejanos de los dioses que en ocasiones hemos refutado su existencia, tenemos la fortuna de que la ciencia (y la realidad misma) nos haga advertencias similares que, quizás, todavía estemos a tiempo de escuchar, sin que sea necesario que comencemos a construir un arca en el patio de nuestras casas.
Es evidente que nunca, como hoy, los seres humanos han estado tan advertidos de la gravedad de sus actos contra una naturaleza que los incluye. Cifras espeluznantes, vaticinios apocalípticos, evidencias tenebrosas nos acompañan cada día para anunciarnos que el desastre es cada vez más inminente. Nunca, como hoy, la raza pensante ha tenido la responsabilidad de luchar por su propia subsistencia sobre el planeta donde se concretó el gran milagro de la vida inteligente.
Pero los pronósticos son cada vez más desalentadores. Solo ante la evidencia de que los osos siberianos hayan perdido el sueño por la tardanza del invierno, que un glacial ártico se haya quebrado con la amenaza de que, al derretirse, hará aumentar el nivel de los mares, o de que el recién abierto 2007 será uno de los años más calurosos que haya vivido la Tierra desde los días de la muerte de los dinosaurios, deberían bastar para enfrentarnos a lo evidente y detenernos violentamente.
Determinadas acciones locales, cada vez más extendidas, han comenzado a realizarse en el mundo para salvar a la naturaleza y, con ella, al hombre que la vive y explota. Sin embargo, la lentitud global al enfrentar el más grande desafío que se le ha presentado a la humanidad, y la indolencia incluso con que muchos gobiernos (entre más poderosos más indolentes) asumen el riesgo de un futuro de más y mayores catástrofes naturales por preservar las ganancias y hegemonías del presente, causan verdadero pavor por el nivel de irresponsabilidad que entraña.
Hace ya varios siglos los descendientes de Deucalión y Pirra establecieron la existencia de un juego dialéctico entre el exceso y el castigo. El hombre parecería haber tenido tiempo suficiente, desde entonces, para aprender la necesidad de los equilibrios en cada uno de sus comportamientos y en su relación con el mundo que lo rodea. Sin embargo, no ha sido así, y, lamentablemente, no parece que las cosas cambiarán demasiado pronto en ese sentido. Maremotos, huracanes, lluvias, sequías, calores y olas de frío desaforadas son las advertencias de los “dioses” a los humanos de hoy por sus excesos.
¿Seremos tan sordos como para no oír esas llamadas de la naturaleza que nuestros remotos antepasados ponían en bocas divinas?
La humanidad vive hoy una encrucijada dramática con la conciencia de que hasta es posible calcular el tiempo de acción que le queda a este tercer acto. El agotamiento de las reservas de combustibles fósiles; la escasez de agua que ya sufren millones de seres; la imposibilidad de la tierra de deglutir todos los detritus naturales, tóxicos y hasta radioactivos; la emisión de gases de efecto invernadero en cantidades inadmisibles, ponen el reloj geológico e histórico ante el hombre moderno con la alarma activada y la hora de sonar cada vez más cercana.
La inteligencia ha sido el signo distintivo de una especie capaz de elevarse sobre todas las demás en un pequeño planeta de la Vía Láctea. Sólo esa fabulosa cualidad de pensar y razonar puede hoy salvar al género, aunque al ritmo que van las cosas, con tan pocos líderes mundiales y voluntades individuales dispuestas no solo a pensar, sino a actuar drásticamente, todo parece indicar que las campanas sonarán y no podremos preguntar por quién: doblan por todos nosotros, por los hijos y los nietos de nosotros. Ya estamos más y mejor advertidos que Noé y Amaliwak.
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