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La volada feliz de Eugenio Tironi

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Eugenio Tironi es, a mi modo de ver, el más agudo y prolífero del “mundo feliz” de la Concertación: tiene asegurada sendas columnas en el diario La Tercera, de Copesa; sus escritos despiertan polémica entre otros, también apologistas del neoliberalismo. Si bien Tironi nos entretiene con sus análisis sociológicos, Sebastián Edwards interpreta el “oráculo de Delfos” para los inversionistas; ambos forman una buena pareja para el “café concert” del Chile actual. Tironi tiene como enemigos, además de los comunistas ambientalistas, los inconformistas de la Concertación, (Carlos Ominami, Sergio Aguiló, los llamados “díscolos” y cualquiera que se atreva a poner en duda las maravillas del gobierno de este conglomerado. Aburrido de sus éxitos locales, decidió tomar un año sabático en universidades norteamericanas y francesas.

El nuevo libro de Tironi, “Crónicas de viaje, Chile y la ruta a la felicidad”, editado por El Mercurio, Aguilar, lo catapulta al nivel de grandes escritores sobre viajes, algo así como Humboldt, Darwin, Tocqueville, Max Weber, entre otros autores. Eugenio Tironi pretende comparar la civilización norteamericana con la europea, en especial con Francia. Es cierto que la comparación requiere de una  gran capacidad intelectual, pero muchos de los aportes de Tironi son bastante evidentes, por ejemplo, que la cultura liberal de los estados de la costa occidental,  Nueva York, es muy distinta que las del interior – calvinista y localista -: basta sólo analizar las últimas elecciones  del país del norte para sostener, sin lugar a dudas, que el interior calvinista dio el triunfo al genocida Bush, rechazado por la liberal Nueva York y California . Que Estados Unidos es religioso, qué duda cabe; ya lo anotó Weber en su libro “Sociología de las religiones”, y que Francia es agnóstica, desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. También es evidente que Europa tiene una serie de leyes de protección a los trabajadores, garantías inexistentes en ese país de América del Norte; que en Francia el pueblo se rebela frente a la precariedad del empleo neoliberal, y así suma y sigue el producto de los análisis archiconocidos de nuestro viajero sociólogo.
Finalmente, esta comparación entre Europa y Norteamérica termina en Chile; Tironi invoca una de esas frases geniales de las que están plagados sus escritos: Pinochet y la derecha política serían los republicanos del país del norte, es decir, supongo Nixon, Bush, tiranos y pillines de ese calado, pero no creo que se pueda comparar a Pinochet con un partido democrático, y los demócratas gringos serían los partidos de la Concertación por la Democracia. No sé si los asimila a los Kennedy o a los Johnson, al fin y al cabo, para nuestro criollo escritor, no hay mayores diferencias entre la supuesta revolución liberal pinochetista y la alianza entre la Democracia Cristiana y la Social Democracia, constitutiva de la Concertación. A confesión de partes, relevo de pruebas. No hay ruptura entre unos y otros. Estoy aburrido de escuchar la repetición de las famosas planificaciones globales, descritas por el historiador Mario Góngora.
Que nuestra política, desde comienzos del siglo XIX hasta 1973, fue una imitación de la europea, bastaría solamente citar el Frente Popular  para comprobar este aserto y no constituye ninguna novedad, pues hay miles de libros de historia y economía que han tratado este tema; recuerdo el mejor de ellos, “Chile, un desarrollo frustrado”, de Aníbal Pinto. Para Tironi, la gran revolución llevada a cabo por Pinochet es habernos conducido del modelo francés al estadounidense.
La Concertación es una maravilla que aún, en las más grandes crisis, descubre la forma de salvarse cambiando el discurso: cuando parecía agotado el modelo socialista neoliberal, del profesor Lagos, irrumpió un proyecto cariñoso y comprensivo para los pobres, dirigido por una mujer, Michelle Bachelet.
Es evidente que en este último libro apologético Tironi reconoce que nuestra educación es pésima, que nuestro sistema de salud es peor y que la Previsión es catastrófica; claro que no emplea esos calificativos tan fuertes, pues ellos no pueden salir de tan fina pluma, pero se da el lujo de repetir críticas que hasta la derecha coincide. Eugenio podría ser como un Voltaire chileno pero, a diferencia del filósofo francés, por la forma en como alaba a la corte no corre el peligro del pensador galo, de caer en La Bastilla o tener que huir a Ferney, (Suiza).
Volvamos al inicio: el tema del libro es “la felicidad”; nuestro genio descubre que en la Constitución norteamericana están garantizadas la libertad y la búsqueda de la felicidad. Es evidente que todos los filósofos y psicólogos han hablado de estos valores. Como Eugenio es un sociólogo quiere, nada menos, que  medir la felicidad, hacer como una especie de ranking de los grados de felicidad de las distintas naciones; como es muy imaginativo, reemplaza el PIB, (Producto Interno Bruto), por el FIB – como la llama  él-, como un índice de Felicidad Bruta. Es una tontería, por cierto, creer que la felicidad es individual o en pareja; la felicidad es social, es nacional, es colectiva.
Que la riqueza no hace la felicidad, me parece habérselo escuchado a algún cura, que les promete el cielo a los infelices y el infierno a los ricos felices en la tierra. Tampoco la belleza es sinónimo de felicidad, recuerden el dicho “la suerte de la fea la bonita la desea”. Entonces, ¿qué diablos es la felicidad? ¿Son más felices los franceses, que comen queso y pasan en los cafés varias horas al día, pero trabajan bien ocupando poco tiempo de su cotidianidad, que los norteamericanos, que trabajan como burros, o los chilenos, que lo hacen peor aún, pues su rendimiento es deficiente?
Como no se puede hablar de clases y de lucha de clases, el FIB no puede medir y hacer diferencias entre la felicidad del rico y del pobre; al fin, da lo mismo, pues las estadísticas de nuestro genio no considera ni estratos, ni sexos, para medir la felicidad. Es fantástico este cambio de los ex marxistas al neoliberalismo: Ahora saciadas todas las necesidades vitales, no queda más que pensar en la felicidad; como en la antigua Grecia, los esclavos nos aseguran el sustento para poder filosofar a nuestras anchas.      
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