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La actitud del señor J. Ratzinger

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Un hombre que ha dedicado parte importante de su vida adulta a juzgar y a excluir a hombres, mujeres y pensamientos, incluso hasta modo de expresarlos, del ámbito de lo permitido, no es, no puede ser, un hombre de espíritu abierto, tolerante y solidario.

A lo más, será un hombre duro con talante caritativo, pero no un hombre abierto.

Un hombre que cree que él mismo, por imperio de la no tan lejana votación, por cierto que históricamente crítica, dada de manera muy peculiar y por unos pocos hombres, con  saldo a favor de su cargo, reviste el carácter de infalible, ciertamente, no es un hombre común, ni modesto o que acepte el error en él como en sus predecesores, a nombre y a título expreso, en personas y temas o personas que aquellas hicieron callar, que prohibieron argumentar o contra argumentar o, siquiera, teorizar respecto de sus comunes creencias desde una misma base argumental.

Van estas palabras dichas con la moderación en el tono, el respeto en el espíritu y la disposición de ánimo en buscar junto con usted el sentido último que acciones dadas en hombres públicos, con indisimulable poder, puedan tener tanto en todos los planos del acontecer, sea en el propio de la gente que lo escucha y sigue como en el general del que lo escucha con respeto y espíritu crítico, y también, cómo no hacerlo, en quien tan sólo lo oye pero no tiene o encuentra medios para escucharlo.

Estas afirmaciones, pues, no son, porque no sólo no pueden sino que no deben ser expresión tanto airada como tampoco provistas de una carga valorativa de grado alguno sino y apenas la constatación de un hecho que antecede toda discusión de un tópico en particular que la persona a cargo de la administración de un Estado, con las características y connotaciones del Vaticano, realice.

De este modo, antes que discutir el texto de la disertación que el señor Joseph Ratzinger leyera, quiero aquí reflexionar junto a usted esta como otras cuestiones para, luego sí, más adelante, analizar el cuerpo de tales afirmaciones y, entonces, ingresar al plano de la discusión filosófica de varios temas que es, a la postre, lo que uno espera se de cita.

El señor Joseph Ratzinger es, a no dudarlo, uno de los principales intelectuales europeos del momento. Tanto por su preparación, rigurosa, profunda y provista de un ser inteligente y altamente capaz en llevar adelante sus convicciones e ideas rectoras, cuanto su propia historia personal, deben despejar, absolutamente, todo error involuntario, toda sorpresa hallable en un texto, en suma, el haber incurrido, sin quererlo, en un lapsus scriptum u otro tipo de falla accidental (por no programada).

El señor Ratzinger, formado en Tübingen, tuvo a su cargo en los últimos lustros,  durante el gobierno de su antecesor, el señor Karol Wojtyla, la tarea de censor, la misión de que los intelectuales de su creencia religiosa, los teólogos, como así también cualquier hombre o mujer subordinados al poder del Estado del Vaticano, no se apartaran, en las variadas formas y matices de la expresividad humana, de la línea rectora que tal Gobierno lleva adelante y, en especial, en aquellos asuntos considerados estratégicos para el desarrollo de sus líneas principales de trabajo.

Por tanto, el señor Joseph Ratzinger sabe, conoce, por capacidad y experiencia, las virtudes y los peligros que no ya un texto, sino apenas la puntuación que uno de, tiene o puede tener en la interpretación final, total o parcial, que del mismo se haga.

Así, una disertación preparada para una Cátedra, en un recinto universitario, esto es, elucubrada, pensada en lo previo en qué decir, con qué forma y modos, no pudo tener, y no tuvo, errores accidentales. Fue premedita, en la cabal acepción de este vocablo. Reitero y amplío:  Lo que fue pensado, analizado y sopesado fue tanto lo escrito como lo finalmente leído.

En un texto que, repito, analizaré en su momento -que intentaré hacerlo, vamos-, encontramos, según creo entender,  dos asuntos claves: Colocarse desde la razón y a su vez llamar la atención del mundo islámico y con ello propiciar un diálogo, teniéndole como protagonista, desde el cual, entonces sí, buscar tender puentes, a su modo.

Luego, ambos asuntos creo tuvieron el éxito primario esperado. El tiempo dirá, para todas las partes, de su evolución en conquistar éxitos mayores para las gentes que los comprenden.

Por cierto que al argumentar desde la razón, el señor Ratzinger sabe, fehacientemente, que adolece de fallas estructurales que a la larga lo llevarán a operar desde una postura diferente por contraria, antes que complementaria.

Me explico: difícil es, aunque no imposible, lo admito, argüir que se procede desde la razón cuando en esta argumentación, la piedra angular de la razón está excluida: hablo de la duda razonable. Dicho esto para citar apenas un ejemplo.

Asimismo, la cita que motivara la reacción, seguramente ameritará su contextualización por parte de la contraparte así como también la réplica doctrinaria correspondiente.

Pero lo principal, estimado lector, que pido sea considerado desde el cero de la cuestión que entiendo estamos hablando de asuntos de hombres entre los hombres y para con el resto de los seres humanos, hombres y mujeres.

Que no hay otro juez que la conciencia crítica de cada uno y la honestidad intelectual, racional y sensible que todo ser que se precie de serlo, debe poner de sí en aras de un debate humanamente inteligente que busque, desde cada una de las posiciones, la mejora de la humanidad en dignidad, equidad, libertad y posibilidades de desarrollo sin exclusiones, sin explotaciones, sin aberraciones y, ciertamente, respetando la religiosidad que cada ser humano tenga, más allá de que la exprese o no en o desde las diversas religiones.

Dicho esto, lo próximo será, ahí sí, ingresar al análisis del texto en cuestión y, si cabe, contra argumentar. Incluso el advertir si lo que está en discusión son estas dos cuestiones o si incluso hay otras de igual o mayor proyección.
E-mail del autor: hectorvalle@adinet.com.uy
Artículo publicado por La Onda http://www.uruguay2030.com/LaOnda
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