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La casa de Irene de los Larraín

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La derecha chilena no ha evolucionado nada desde 1810: los dos partidos actuales tienen sendos larraínes como presidentes – RN, a Carlos, la UDI, a Hernán -; son como los inspectores Fernández y Hernández, de Tintín, o Pink y Punk, los famosos mellizos de la obra La visita de la vieja dama. En 1811, los Larraínes eran 800 personajes que se repartían los cargos, en el Congreso y en la iglesia; con razón, José Miguel Carrera los odiaba, pues eran pelucones y adocenados, algo así como la moderación que tanto le gusta a la derecha política y a sus yanaconas de la Concertación. Por suerte, José Miguel Carrera no era prudente ni moderado, si no, seguiríamos siendo colonia de España, aun cuando no estoy seguro de que ahora no lo seamos, producto de la venta del país realizada por Daniel López Pinochet

Hernán Larraín pertenece a un partido de raíz totalitaria, la UDI, que jamás permitirá que los roteques, atraídos por toneladas por el Cristo de Palo Longueira y el arcángel Lavín, puedan votar en una elección de presidente de esa colectividad. Buenos son los rotos para sacarse fotos con ellos, pero no los podemos convidar a sentarse con nosotros; al máximo, podemos ir juntos a misa, pues parece que don Jechu era medio pobrete. No nos puede extrañar que los partidos pechoños tengan, en su seno, asociaciones proletarias: a comienzos del siglo XX, los conservadores tenían a los “josefinos”, una especie de obreros apatronados y buenos para quebrar huelgas de sus congéneres; en la Falange siempre existió un Departamento Sindical que casi logró triunfar sobre los marxistas.

Carlos Larraín es un beato supernumerario de la orden del Opus Dei; todos pensarían que se ubicaría mucho mejor en la UDI, sin embargo, por antipatías personales con algunos de los líderes de este Partido, prefirió presidir RN y, como es conservador, poco tiene que ver con las locuras seudo liberales de Lúculo Piñera y se entiende bien con su socio, el otro Larraín. Estoy seguro de que como Maximiliano Ibáñez negaba su parentesco con su pariente Carlos –del mismo apellido – poco tiene que ver un aristócrata con un milico; a lo mejor, no me consta, los Larraínes negarán a Quenita, pues una dama de clase alta no puede andar mezclándose con un tal Zamorano, por muy ídolo que sea, ni mucho menos con los siúticos Ríos; lo mismo ocurre con la “pata” y otros Larraínes de la farándula.
Carlos Larraín es bastante bueno para meter la pata: parece que le cayeron muy mal el arcángel Lavín y Martín Lutero De la Maza, en su paso por la Municipalidad más pobre de Chile, Las Condes; respecto de Lavín, dijo que era un alivio que no hubiera llegado a la presidencia, y de Martín Lutero De la Maza, lanzó diatribas de parecido calibre. Larraín y Larraín están muy de acuerdo en ponerle la proa a la franchuta emigrante de Michelle Bachelet; y al cabo, ella no es g.c.u. –gente como uno -. No dudaron en rechazar el Informe Boeninger y se declaran felices con el sistema binominal, que les garantiza una sobre representación y no permite el ingreso de los rogelios al Parlamento, como si ellos se lo hubieran comprado al igual que sus latifundios. Hernán Larraín desplazó, autoritariamente, a su rival Juan Antonio Coloma, nieto del senador del mismo nombre que, como líder del partido conservador persiguió, con saña, a los antiguos rebeldes falangistas.
Apuesto que los Larraínes se las arreglarán para destruir, aún más, la zarandeada Alianza de dos Partidos que no se pueden ver ni en pintura. A lo mejor, si no fueran tan obcecados y permitieran la aprobación del sistema proporcional, con cifras repartidoras, podrían intentar aprovechar las diferencias entre la Democracia Cristiana, cada vez más derechista, y el socialismo renovado, día a día más oportunista, para atraer a algunos despistados “humanistas cristianos”, que están incómodos con los temas llamados valóricos; pero como el pituto es mejor que la marihuana, me parece muy difícil que los mamócratas cristianos renuncien a su teta, que significaría engrosar las ya alarmantes cifras de cesantía.       
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