El taller asesino del Cóndor
por Rosa Miriam Elizalde (Juventud Rebelde)
20 años atrás 10 min lectura
Si estas paredes pudieran expresar sus sentimientos, llorarían. No se aprecia a simple vista, que en cada tramo llovió alguna vez la sangre. Los rastros empiezan en la entrada principal del taller, por donde pasan los autos, que se abre y se cierra con una cortina metálica, de esas que se usan en las viejas bodegas de los barrios. Siguen en la puerta contigua, de tamaño natural, blindada y con una mirilla, que solo se abría si se pronunciaba un conjuro previamente convenido: “Operación Sésamo”, parodia del “Abrete Sésamo” de los cuentos de Alí Babá y los 40 ladrones.
Desde afuera, el edificio es demasiado estrecho y a una le cuesta trabajo imaginarlo como almacén de torturados. Apenas ocupa el espacio de un par de casas de la manzana. Tiene dos plantas. En la primera, entre carros viejos y otros nuevos secuestrados a las propias víctimas, había un tanque de agua y unos ganchos fijados en el techo, de donde se colgaban a los presos para supliciarlos con la técnica del “submarino”: sumergirlos de cabeza en el agua pútrida hasta el punto en que comenzaban a ahogarse. Algunos, como Carlos Santucho, murieron de esa forma y una no puede dejar de imaginar su agonía y sus alaridos, que debieron aterrorizar aún más a los presos que se encontraban en la planta alta, donde funcionaban otras dos salas de torturas en las que la picana podía inferir sufrimientos inimaginables. Por más que gritaran, no se escuchaba afuera. Frente a la casa una línea de trenes corta la calle. Cuando el paso de los vagones no ensordecía el lugar, los torturadores mantenían la radio a todo volumen y se beneficiaban, además, de las voces y los juegos de los niños y de las campanadas de la escuela Mauro Fernández, cuyo patio linda con el edificio. Con ese humor macabro que a veces tienen los asesinos, los militares llamaban a este centro El Jardín.
Solo si una va advertida de la historia que allí se oculta, verá el rastro de la sangre que sale del portón y se pierde calle arriba, con rumbo desconocido. De otro modo, nada insinúa que esa esquina es diferente a las demás. Pasa un anciano con un diario debajo del brazo, un borracho dormita en la vereda, el viento agita las hojas del ceibo junto a la línea del ferrocarril, el sol calienta como otras tardes. Pero allí donde no hay tarjas, ni estatuas de mármol, ni monolitos, ni escraches, los historiadores afirman que en 1976 estuvo la sede de la filial argentina de la Operación Cóndor, la transnacional del crimen que concilió en un mismo esfuerzo “antisubversivo” a las dictaduras latinoamericanas durante la década del 70 y principios de los años 80.
De hecho la dirección no le dice nada al conductor que me ha traído por la apartada callecita de ese barrio de clase media de Buenos Aires, hasta Venancio Flores 3519-21, esquina con Emilio Lamarca, en Floresta. Un cartel gastado anuncia que en ese lugar opera un Taller Integral de Automóviles Nacionales e Importados. Hace exactamente 29 años había otro letrero con dos únicas palabras, “Automotores Orletti”, cuya sola mención ha puesto nervioso al taxista: “El que entraba ahí, ¡chao!… Muy poquitos pudieron hacer el cuento de lo que les pasó en Orletti. Vi a uno en la televisión que no lograba entender por qué, si lo habían agarrado y torturado en Buenos Aires, había terminado otra vez torturado en Montevideo”.
El año más productivo del cóndor
El 31 de diciembre de 1976 el diario La Opinión se jactaba de que en un año “la guerrilla” argentina había sufrido 4.000 bajas y que Montoneros, por ejemplo, había perdido el 80 por ciento de sus dirigentes. El Buenos Aires Herald era más cauto: estimaba las víctimas en 1.100 muertos. Un diario clandestino añadía que “hay un muerto cada cinco horas y una bomba cada tres”. Para la periodista argentina Stella Calloni, autora de Los años del lobo, un clásico sobre la Operación Cóndor, todas estas cifras pueden ser verdad. “El 1976 es clave. Fue el año en que se organiza Cóndor, aunque las dictaduras latinoamericanas venían trabajando desde antes con los Estados Unidos, particularmente con el Partido Republicano”.
La cifra de desaparecidos, solo en el Cono Sur, superaría los 50.000. En Centroamérica, Guatemala ostenta el doloroso récord de 200.000 muertos bajo sucesivas dictaduras que provocaron 36 años de guerra, como se desprende del cuidadoso análisis que realizó la Comisión de la Verdad, patrocinada por las Naciones Unidas.
El periodista Manuel Buendía, uno de los más importantes columnistas mexicanos, asesinado en un atentado en 1984 en Ciudad de México, llegó hasta George Bush en la investigación sobre esta trama: “Si bien estuvo un corto tiempo al frente de la CIA —desde el 30 de enero de 1976 al 20 de enero de 1977—, ese tiempo le bastó a Bush para ordenar y apoyar algunos de los crímenes más tenebrosos de esos escasos 12 meses. Como escribió Buendía: ‘Bush encarna la capacidad para la intriga y la acción violenta, hasta los extremos de la matanza…’ En este año la ronda de la muerte no tuvo descanso en América Latina”.
En abril de 1976, Bush ordenó a uno de sus agentes que organizara una reunión para unificar a los grupos terroristas cubanos dispuestos a combatir contra su país. En San José de Costa Rica —Stella está convencida de que hubo dos reuniones, una en Costa Rica y otra en República Dominicana— se constituyó bajo la dirección de la CIA, el Comando de Organizaciones Revolucionarias Unificadas (CORU) con Orlando Bosch como coordinador principal.
En todo este entramado, “Luis Posada Carriles es uno de los hombres de más confianza de la CIA, con un nivel similar al de Félix Rodríguez, el asesino del Che. Los otros eran matoncitos que iban con sus pistolas a Roma o apretaban el control remoto de una bomba o torturaban en Argentina”.
Mientras Cóndor extendía sus alas en el sur del continente en su año de gloria, Luis Posada Carriles estuvo en Chile y en Argentina, antes del asesinato de Letelier y de la voladura del avión de pasajeros cubano frente a las costas de Barbados con 73 personas a bordo. ¿Para qué?
Cubanos en Automotores Orletti
A Orletti lo dirigía el llamado Grupo de Tareas 18, encabezado por Aníbal Gordon, un matón que tenía antecedentes penales por robo a mano armada y obedecía directamente las órdenes del Comandante General de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE), Otto Paladino. Desde junio de 1976 el lugar había sido arrendado por los servicios represivos argentinos y era una de las 300 prisiones clandestinas de la dictadura, pero se destacaba por dos hechos de particular excepcionalidad: funcionaba como base principal de las fuerzas de Inteligencia extranjeras que operaban en Argentina, articuladas en la Operación Cóndor, y estaba diseñado para que nadie pudiera contar luego lo que allí había visto y padecido. De los cientos de presos que pasaron por el “taller”, hay muy contados sobrevivientes.
sh; y al hijo del poeta Juan Gelman. La muchacha de 19 años fue trasladada a Montevideo para que, antes de ser desaparecida, diera a luz a su hijita. De Marcelo Gelman, periodista y poeta como su padre, nada se sabe. Según revela el investigador norteamericano John Dinges en un libro reciente, Los años del Cóndor, presos del MIR de Chile le contaron a Bertazzo en Orletti que habían visto entre esas paredes a dos diplomáticos cubanos, torturados salvajemente por el Grupo de Gordon y por un hombre que vino de Miami solo por un día, para interrogar a los presos de la Isla.
Jesús Cejas Arias, de 22 años, y Crescencio Galañega, de 26, habían sido capturados el 9 de agosto de 1976 frente al parque Belgrano, en un barrio residencial surcado de embajadas y pequeños hoteles de distinguido empaque
Ambos integraban el grupo de jóvenes que custodiaba al embajador cubano en Buenos Aires, Emilio Aragonés, a quien ya habían tratado de asesinar. Asegura John Dinges que conversó con testigos que presenciaron el secuestro de Jesús y Crescencio, cuando caminaban tranquilamente por Virrey del Pino, en el punto exacto donde cruza la calle Arribeños. Unos 40 hombres armados bloquearon con sus Ford Falcón ambos lados de la vía. “Los dos jóvenes ofrecieron una resistencia tremenda. Los argentinos no dispararon sus armas porque los querían vivos. Fueron interrogados por oficiales argentinos y chilenos. Tanto el FBI como la CIA fueron informados de los arrestos y de las interrogaciones”, afirma Dinges.
El 22 de septiembre de 1976, el hombre del FBI en Buenos Aires, Robert Scherrer, envió a Washington un minucioso informe —desclasificado y publicado en el libro de Dinges— con información de “sus fuentes”. El secuestro de los cubanos había sido una operación de la SIDE y el oficial del FBI había recibido un reporte de los interrogatorios. Scherrer comenta al vuelo que el agente de la CIA y de la DINA chilena Michael Townley, involucrado por esos días en el asesinato del diplomático Orlando Letelier, también participó en los “interrogatorios”.
Otro testigo de primer orden, el ex jefe de la DINA, confirmaría esta evidencia. El 22 de diciembre de 1999, durante una entrevista en Santiago de Chile con la jueza federal argentina María Servini de Cubría que investigaba el asesinato de Letelier, Juan Manuel Contreras Sepúlveda ofrecería más detalles de la presencia de la CIA en Automotores Orletti. Contreras declaró voluntariamente que el norteamericano Michael Townley y el cubano Guillermo Novo Sampoll viajaron desde Chile a Argentina el 11 de agosto de 1976. “Allí cooperaron en la tortura y el asesinato de los dos diplomáticos cubanos”, afirmó, y sus declaraciones no solo están en el acta de la jueza, sino que las ha repetido a los periodistas en cada oportunidad que la prensa ha logrado tomarle declaraciones desde entonces.
En su autobiografía Los caminos del guerrero, Luis Posada Carriles incluye el asesinato del espirituano Jesús Cejas Arias y del pinareño Crescencio Galañega entre los éxitos de su lucha contra el “comunismo castrista”. Orlando Bosch se jactó en The Miami Herald de esta operación concertada con la CIA y con las dictaduras de Argentina y Chile: “Nuestros aliados se hubieron de comprometer, y así lo realizaron, en el secuestro de dos miembros de la embajada en Buenos Aires, que no han aparecido jamás”.
Las garras del cóndor
José Ramón Morales y Graciela V. de Morales lograron escapar, heridos y desnudos, una noche de noviembre de 1976. Graciela pudo desanudarse las manos atadas y robarle a su carcelero dos armas, atacándolo por sorpresa mientras dormía. Nadia Urrutia, una anciana que ha vivido en el barrio Floresta por más de 40 años, recuerda el tiroteo y la cacería que se desató ante los vecinos atónitos. “De aquel taller que siempre estaba cerrado salían como ratas los guardias vestidos de civil”, dice. La huida de la pareja obligó a cerrar rápidamente Automotores Orletti, el principal nido de Cóndor en Argentina, pero dejó a esta ave de rapiña en pleno vuelo.
De hecho el Cóndor sigue volando, como si nada, 30 años después. “Cóndor no es un Plan, sino una serie de operaciones con un carácter transnacional que dirige y seguirá dirigiendo Estados Unidos con el uso de mercenarios”, dice Stella, quien no se cansa de advertir que seguimos viviendo en un mundo de terror globalizado, tal vez más sofisticado que el de las décadas precedentes. Automotores Orletti, como las cárceles clandestinas que ahora maneja la CIA en Europa, son guaridas de un mismo pájaro. El cerebro y el corazón de Cóndor son norteamericanos, pero las garras manchadas de sangre suelen tener distinta nacionalidad. Antes, durante y después de 1976 eran made in Miami.
Fecha publicación:03/01/2006
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