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Un cogollo para Bush

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Con frecuencia, los hombres que han alcanzado posiciones de mando o que por alguna causa han sido señeros en su medio o han probado, simplemente, un manejo artístico del diálogo social, se rindieron a la tentación de las grandes formas. Monumentos colosales, sepulcros fastuosos, jardines colgantes, pirámides, murales, o edificios que compiten por su espectacularidad. Un hotel en Dubai, por ejemplo, que es el único en el mundo de “7 estrellas”, donde el cuarto más barato cuesta 1.500 dólares por día. Y cuyo helipuerto, ubicado a 320 metros de altura –que se adaptó como cancha de tenis para una exhibición de Federer y Agassi-  parece una isla navegando en el aire.

La magnitud no sólo se ha buscado en el terreno de lo visual. También las letras y la música han dado muestras de su capacidad para trascender las dimensiones comunes.
Desde la primera poesía que se acompañaba con un sencillo laúd, pudieron separarse y asumir “el desborde”, los cantos homéricos, la Divina Comedia, los Nibelungos, o el Eugenio Oneguin en la forma de Pushkin o de Tchaicovsky. Desde un susurro, una melodía intimista, hasta los mega-recitales de la modernidad.

En ocasiones eso es bueno y es útil. Produce a Mozart o a Guayasamín. Produce Machu Pichu o el parque de Mendoza. Produce “Piedra Infinita” o “La Consagración de la Primavera”. Otras veces es absurdo. Dispone la muerte de miles de cautivos y esclavos para erigir la tumba de un faraón. Promueve la venta de 55 millones de discos de Ricky Martin. O produce el aeropuerto de Anillaco.

El equilibrio se logra cuando el sueño de magnitudes opera en consonancia con el hombre anterior. Y el objeto buscado guarda armonía con las fuentes en que se nutre.

En Cuyo hay una pieza que tal vez en términos académicos sea de “poesía menor”, pero que se revela óptima para medir aquellos equilibrios. A mitad de camino entre los primeros cantos, esos que aún en su simpleza expresaban un profundo sentir colectivo, y los modernos, inscriptos en el espacio aéreo, floral, de la decantación de un lenguaje. Se llaman, simplemente, “cogollos”. Han tomado el concepto de la parte más íntima y dura de una vegetal, en su tránsito a expresar, en cualquier tema, aquello que quiera destacarse.
Así supo decirlo un trovador anónimo:

Mis títeres no se mueven 
si razón no les alcanza;
sin ver la cara que ponen
tiro puyas y alabanzas…
Con su luz, el lamparero
a paso en la noche avanza…

Armando Tejada Gómez, en su arte de acomodar las palabras para alumbrar, con nueva belleza, los más antiguos sentimientos, entre docenas, dijo este:

El viejo viento de otoño,
Compadre de los nogales,
Me trae, cuando regresa,
La dulce voz de mi madre.
De tanto cantar tonadas
Ya soy pariente del aire.
           
El insigne peruano César Vallejo, también los alude, justamente en un poema que se llama “Intensidad y Altura”:

Quiero escribir, pero me sale espuma,
quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita, sin cogollo.
           
Se usan, habitualmente, como “notas al margen” de un tonada, para saludar y agasajar a una persona. Tal vez pudieran usarse para lo contrario. Y decir por ejemplo:

            Ha llegado a visitarnos,
            de gala y tan miserable.
            Con su misa en la mañana
            y sus bombas en la tarde.
            Debajo de la sonrisa
            le asoma negra la sangre.

El autor, que nos ha enviado este artículo, es Profesional en Ciencias Económicas  y Escritor
Editor de
www.alphalibros.com.ar
Columnista diario “Los Andes” (Mendoza – Argentina)
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