La casualidad de mi compromiso humanitario al servicio de los más desheredados de la India ha querido que fuese en un barrio donde vive la miseria de la ciudad india de Bhopal, junto a los supervivientes de la mayor catástrofe industrial de la Historia, donde descubrí las atroces imágenes del 11 de septiembre. Gracias a la televisión, he podido vivir en directo el espantoso atentado terrorista junto a hombres y mujeres que habían vivido un apocalipsis semejante diecisiete años antes cuando, en la noche del 2 de diciembre de 1984, una fuga de gas en una fábrica de pesticidas norteamericana construida en pleno corazón de su ciudad causó entre 16.000 y 30.000 muertos.
Por supuesto esta tragedia no guarda la menor relación con la espantosa agresión de los hombres de Osama bin Laden contra la torres del World Trade Center. Los ingenieros norteamericanos que habían desactivado todos los sistemas de seguridad de su bonita fábrica india con el fin de ahorrar no tenían intención alguna, evidentemente, de matar a nadie. No deja de ser cierto que su loca negligencia causó entre cinco y seis veces más muertos que los atentados terroristas de Nueva York y Washington. Pero, ¿quién se acuerda de Bhopal? ¿Quién se ha puesto a la cabeza de una cruzada mundial para que los responsables de este crimen, porque indudablemente se trata de un crimen, sean llevados frente a un tribunal para que sus víctimas sepan por lo menos cómo y por qué se produjo su desgracia.
A pesar de haber lanzado contra él una orden de arresto, Warren Anderson, presidente de Union Carbide en el momento de la catástrofe, ha abandonado su retiro en Florida. Las autoridades no se preocupan de saber dónde se esconde y las víctimas de Bhopal no tienen esperanza alguna de obtener un día su extradición. Por otra parte, ninguna instancia internacional apoya sus esfuerzos. Es normal. ¿Qué vale una vida india? Un día, un gran periódico norteamericano, el Wall Street Journal, intentó explicarlo. «Sabiendo que una vida norteamericana vale aproximadamente 500.000 dólares, y que el PNB de la India no representa más que el 1,7% del de los Estados Unidos, se puede estimar que una vida india sólo vale 8.000 dólares».
De todas maneras, los mártires de Bhopal no han tenido nunca oportunidad alguna de conmover la conciencia del universo. ¿No son víctimas de lo que se llama púdicamente un «accidente industrial», mientras los mártires del World Trade Center lo son de un acto terrorista deliberado contra un país? Sobre todo, los mártires de Bhopal tienen la desgracia de ser, en su inmensa mayoría, pobres. Y es bien sabido que la voz de los pobres no tiene mucho peso en el concierto de las preocupaciones del mundo. Un mundo donde mil millones de hombres, de mujeres y de niños no tienen acceso a agua potable. Un mundo donde una cuarta parte de sus habitantes dispone de menos de un dólar diario para su supervivencia. Un mundo donde un niño de un país rico consume lo mismo que cincuenta niños del Tercer Mundo.
Hay que ir a trabajar a los comedores populares de la Madre Teresa instalados en los barrios donde vive la miseria de Londres, Nueva York, París, Roma o Río de Janeiro para darse cuenta del estado de desesperanza extrema en el que se encuentra toda una parte de nuestra humanidad. Creo que ha sido en el mismo Nueva York, a menos de una hora de metro de las torres del World Trade Center, en ese barrio del Bronx que se parece a una ciudad bombardeada, donde he sufrido el verdadero impacto de la Miseria con M mayúscula, la miseria peor que la simple pobreza, la que hace que unos seres puedan de repente encontrarse sin ningún punto de referencia, seres sin identidad, sin religión, sin nacionalidad, sin familia, sin pasado ni porvenir.
¿Cuántos son en todo el universo, esos parias que sólo tienen el derecho a la existencia? ¿Cómo extrañarse de que algunos, fanatizados por fuerzas maléficas que actúan bajo el disfraz de ideales religiosos descarriados, no duden en su afán de venganza en atarse barras de dinamita en la cintura para hacerse explotar en medio de muchedumbres inocentes? ¿O que secuestren aviones de pasajeros para lanzarlos sobre objetivos que encarnan los valores que aborrecen? No veo razón alguna para que las voces de la paz prevalezcan sobre las fuerzas de la violencia mientras no hayamos resuelto el problema de la pobreza y de la injusticia en dos tercios de nuestro planeta. En este principio de nuevo milenio, el inmenso y primerísimo desafío al que Occidente se ve enfrentado es el de compartir más y mejor sus riquezas con los países menos favorecidos. Tarea inmensa y difícil.
En efecto, ¿cómo conseguir que ese reparto se lleve a cabo sin que los ricos de los países pobres se hagan todavía más ricos, y los pobres cada vez más pobres? Habrá que inventar nuevas estructuras para que esta nueva generosidad llegue a sus verdaderos destinatarios. Ojalá lo consigamos antes de que sea demasiado tarde. Porque sólo cuando millones de desheredados de nuestro mundo hayan conquistado su derecho a la dignidad y a la felicidad quizás se pueda vislumbrar el amanecer de una auténtica paz entre los hombres.
29 de octubre del 2001
Tomado del periódico electrónico Rebelión
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