Cae en mis manos el libro de Agustín Squella Deudas intelectuales (Ediciones UDP, 2013), en el que escribe sobre cuatro personajes notables: Hans Kelsen, Norberto Bobbio, Jorge Millas y Carlos León. Squella les reconoce y agradece su pensamiento superior que ha influido considerablemente en sus propias ideas y en el modo de ejercer su labor intelectual.
Leyendo las páginas dedicadas al filósofo Jorge Millas, descubro que este año, el 17 de enero, se cumplió el centenario de su nacimiento. No recuerdo haber leído una sola línea en nuestros medios informativos al respecto.
La sociedad chilena es muy ingrata con sus pensadores. No salda las deudas contraídas con ellos. En los últimos cuatro años han fallecido tres grandes filósofos nacionales: primero Félix Schwartzmann, en febrero del 2014, luego Humberto Giannini, en noviembre del mismo año, y finalmente Juan Rivano, en abril del 2015. A la muerte de Schwatzmann se escribieron muy pocas notas y hoy prácticamente no se le menciona en ninguna tribuna cultural. De Humberto Giannini se escucha un poco más: un grupo pequeño de seguidores se ocupa de poner su nombre en el tapete cada cierto tiempo; además el año pasado se editó el libro Giannini público (Editorial Universitaria, 2015), que reúne entrevistas, columnas de opinión y artículos de su autoría. La muerte de Rivano no la informó ningún medio; se tardó más de una semana en que se publicaran artículos sobre él (y solamente en diarios digitales) y hoy su nombre casi no suena. Al año de su fallecimiento tres de sus discípulos, entre los que me cuento, editamos un libro —Miradas sobre la filosofía de Juan Rivano (Bravo y Allende Editores, 2015)– que, con muy escasas excepciones, la prensa cultural chilena ignoró.
Jorge Millas Jiménez murió cuando podía dar mucho más de él todavía, a sus 66 años de edad, en 1982. Squella dice que durante el último tiempo de su vida la desgracia cayó sobre él. En efecto, perseguido y agredido por el autoritarismo imperante por denunciar, en defensa del libre oficio intelectual, las consecuencias de la intervención militar en las universidades, se vio obligado en el año 1981 a abandonar la Universidad Austral en donde ejercía labores académicas desde hacía varios años. Fuera de las aulas, resistiendo su infortunio a través de clases particulares de filosofía que daba en su casa, su existencia fue apagándose poco a poco en medio de la desesperanza, de la carencia y de la insolidaridad.
Asistí a sus funerales el 10 de noviembre, junto a una multitud de intelectuales, profesores, políticos y discípulos. Recuerdo que entre los que cargaron su féretro estaban Miguel, su hijo adoptivo, su tío Juan Gómez Millas (ex rector de la U. de Chile) y Humberto Giannini.
Pocos días después, en la revista HOY del 17 al 23 de noviembre de 1982, Giannini escribió un artículo: “Jorge Millas, o del difícil ejercicio del pensar”, en que expresaba que, empujado por los hechos al primer plano de la vida nacional, Millas había levantado la voz a nombre de los miles de seres silenciosos que no se atrevían a hablar, y que tal hazaña le costó abandonar la universidad, el espacio más nutricio para el pensamiento, y dejar su alma vagando en el exilio.
Jorge Millas fue, pues, un defensor indiscutido del pensamiento libre, de esa reflexión profunda y vigilante que no se deja enceguecer ni por credos, ni por ideologías ni por fanatismos. Desde su convicción del papel responsable que debe jugar el filósofo cuando la sociedad atribulada necesita de su tarea esclarecedora, no renunció a enfrentar los riesgos que significaba oponerse a la figura irracional de la “universidad vigilada”, la “universidad-cuartel”.
También Juan Rivano le rindió un homenaje póstumo. Exiliado en Suecia, envió una carta a la revista HOY, la que se publicó poco tiempo después de la muerte de Millas (1 – 7 diciembre 1982). Escribió allí:
“(El filósofo Jorge Millas) fue mi profesor entre los años 52 y 55. Le debo mi conocimiento de Husserl y Hartmann, mi contacto con la corriente neopositivista, popular todavía en esos años, y mis lecturas de ese gran maestro neohegeliano que es Harold H. Joachim. Le debo también mi incorporación a la Universidad de Chile en 1954.
De mi relación con él recuerdo más que nada los años en que fui su alumno. Me impresionaban sobre todo la elegancia y la plasticidad de su estilo y la coherencia siempre triunfante de su discurso. Aprendí de él el examen riguroso de los textos, aunque nunca alcancé su ecuánime postura que solo a ratos ensayaba el delicado manejo pedagógico de la ironía. Tuve la amable experiencia de colaborar como su profesor auxiliar en la cátedra de Teoría del Conocimiento en los comienzos de mi carrera universitaria. Nunca me hizo sentir su superioridad y pacientemente supo cultivar mi seguridad con su confianza. Pocos igual de afables que él.
La reforma universitaria nos separó. Dejó la Universidad de Chile en ese entonces, mostrando que le sobraba virtud para enfrentar las implicaciones prácticas de sus postulaciones. Y no deja de resultar paradójico, pero también enaltecedor, que un filósofo idealista de su cuño se viera más adelante, en años muy difíciles de nuestra historia, en el deber de descender a enfrentar la entera adversidad sin más armas que su palabra y su devoción al argumento legítimo. Esta parte final y pública de su vida, que para algunos puede aparecer como su frustración, me la represento yo como su lustre y cumplimiento”.
*El autor es Licenciado en Filosofía, U. de Chile y Académico de la Universidad Diego Portales
*Fuente: Diario UdeChile
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