17 de marzo de 2023
Publicado originalmente el 11 de marzo de 2023
La caída de la reforma tributaria puede relatarse como una sucesión de contingencias: un gobierno que sacó mal las cuentas, un ministro que “levantó la voz”, carreritas de último minuto al baño. Esas pequeñas historias explican los dos votos faltantes, pero iluminan poco el fondo del asunto; es que, aunque hubiera superado la valla de esta semana, la reforma no tenía buen pronóstico en los trámites que seguían.
La gran historia, en cambio, revela un hecho indiscutible: en las últimas tres décadas (desde el acuerdo Foxley-RN de 1990), ninguna reforma tributaria estructural ha tenido éxito sin antes ser aprobada por el gran empresariado.
Ninguna.
En 1993, según el entonces joven asesor de Hacienda Mario Marcel, el gobierno, “en lugar de dirigirse a la oposición, inició una serie de contactos con el sector empresarial”. Con ellos “se logró un acuerdo básico, que permitió poner en marcha las negociaciones políticas con la oposición”. Este incluyó bajar los impuestos a las rentas más altas.
En 2001, la transacción con la CPC fue subir el impuesto a las empresas a cambio de bajar de nuevo el de las altas rentas, lo que el expresidente Lagos describió como un “caramelo” para el empresariado. En 2002, la “cocina” fue abierta y sin disfraces. La Sofofa presentó una agenda pro-crecimiento, la negoció con el gobierno, ambas partes firmaron un acuerdo y lo enviaron al Congreso.
En 2014, el gobierno Bachelet tenía mayoría parlamentaria, pero aun así negoció su reforma tributaria en 12 reuniones secretas en una oficina particular en la Alameda. De un lado, Hacienda. Del otro, los hermanos Fontaine, directores de empresas de grandes grupos económicos. El acuerdo final se alcanzó en casa de Juan Andrés Fontaine, exministro, consejero de Libertad y Desarrollo, y director de empresas de los grupos Luksic y Said, mientras el ministro de Hacienda comía galletitas.
Es lo que el sociólogo Antonio Cortés Terzi bautizó como “el circuito extrainstitucional del poder”, en que el empresariado, “por su homogeneidad y potencialidad hegemónica”, se constituye “en clase dirigente, aun cuando no ostente el poder formal”.
En 2022, el ministro Mario Marcel presentó una nueva agenda pro-crecimiento a los grandes empresarios. “Gobierno sólo “informa” nueva agenda económica a la CPC”, fue el titular de ExAnte. Las comillas y el adverbio “sólo” destacan el desconcierto de los líderes del gran empresariado, quienes “abrigaban la expectativa de que se reeditaría la Agenda Pro Crecimiento que en 2002 cerraron Hacienda y la Sofofa”.
Marcel, el mismo que describía la dura realidad de los últimos 30 años, parecía confiar en que Chile sí había cambiado. Después de todo, en octubre de 2019 Andrónico Luksic había dicho que “todos debemos reaccionar, y los que podemos, tendremos que ayudar a pagar la cuenta”, aceptando un impuesto a los altos patrimonios. “Necesitamos un pacto social”, añadía el presidente de la CPC Alfonso Swett, quien pedía
“perdón por las orejas chicas que hemos tenido en el pasado y nos comprometemos ahora a tener orejas grandes”.
La reforma tributaria de Marcel atacaba la elusión y la evasión de rentas del capital que, según el exdirector del SII Michel Jorratt, llega a 4,5 puntos del PIB, más que todo el presupuesto nacional de educación. Para ello, siguiendo estándares de Estados Unidos, el Reino Unido, la OCDE y el BID, le daba dientes al SII, flexibilizando el secreto bancario, permitiendo denuncias anónimas y creando un registro de beneficiarios finales para transparentar la madeja de sociedades que oculta a los dueños del capital.
Además bajaba el impuesto a las empresas que invirtieran en innovación; subía el tributo a las rentas personales del 3% más adinerado del país y creaba un impuesto que afectaría a seis mil “súper ricos” con patrimonio sobre cinco millones de dólares: el 0,03% de los chilenos. Estas normas tenían un apoyo ciudadano de 69%, 70% y 77% respectivamente, según Cadem.
La CPC se opuso tajantemente a las normas antievasión (“disminuyen los derechos de los contribuyentes”) y a los impuestos a los más ricos (significan “gravar el ahorro, gravar las utilidades retenidas, que dan el desarrollo económico al país”).
La OCDE, en cambio, respaldó con entusiasmo la reforma, a la que calificó de “ambiciosa, pero factible”, ya que sus ejes “van en la dirección correcta”.
Es que, según la OCDE, los impuestos en Chile “se encuentran entre los más bajos” de esa organización y “la relación impuestos-PIB de Chile es inferior a la de los países desarrollados cuando tenían un nivel de ingresos similar al de Chile”. Nuestra estructura fiscal es “una de las más divergentes de la media”, al centrarse en el IVA, que castiga a los más pobres.
La conclusión de la OCDE es que “hay margen para que Chile aumente su bajo nivel de impuestos y reequilibre su estructura fiscal”, considerando que “son pocos los países que han alcanzado la prosperidad económica históricamente, con una baja relación entre impuestos y PIB”.
Claro, puede que la OCDE obedezca a las oscuras instrucciones del marxismo internacional, y que Mario Marcel, elegido como el mejor banquero central del mundo, sea en verdad un quintacolumnista de La Habana y del K-Pop, dedicado a destruir el capitalismo desde dentro.
Pero, no sé, tal vez la reforma que la OCDE aplaudía era en general razonable, y los dueños del capital la bloquearon porque tocaba sus intereses, tal como lo han hecho con éxito, una y otra vez, por tres décadas.
Para ello, contaron con la complicidad del jilismo, que, actuando de consuno con la derecha, negó los votos decisivos. Tampoco vamos a sorprendernos de verlos en esa vereda. El mismo día que dejaban caer la reforma, Pablo Maltés, pareja y fallido ahijado político de Jiles, copiaba textualmente la minuta del Partido Republicano, acusando al gobierno de “feminismo de cartón”.
Después de rechazar que los más ricos financien el aumento de las pensiones, asignaciones familiares y presupuesto en salud pública, Jiles volvió a lo suyo: un “sexto retiro” para que la gente se gaste sus propios ahorros en salvarse sola.
La vida sigue igual. ¿Reaccionar? ¿Pagar la cuenta? ¿Pacto social? ¿Orejas grandes? Nah, ya pasó la vieja.
*Fuente: LaTercera
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