Colombia: La premonición del presidente Petro
por David Adler (Inglaterra)
2 años atrás 21 min lectura
06 de agosto de 2022
El lunes 27 de junio, Gustavo Petro concedió su primera entrevista a la prensa internacional como presidente electo de Colombia. Recostado en el sofá de su casa en los suburbios del norte de Bogotá —con jeans, mocasines y un nuevo corte de pelo, flanqueado por fotografías de su esposa e hijos— Petro exudaba la confianza que le dio su convincente victoria electoral sobre su oponente Rodolfo Hernández una semana antes. Sus respuestas, sin embargo, pesan en el ámbito “¿Por qué ha tardado tanto Colombia en tener un presidente de izquierda? ¿No siente que, si Usted falla, se van a cerrar las puertas a otros candidatos en el futuro?” “Si yo fallo, vienen las tinieblas que arrasarán con todo,”, respondió Petro. “yo no puedo fallar” agregó.
La premonición de Petro refleja la fragilidad del momento político. ¿El establishment colombiano —el partido del presidente saliente Iván Duque, los reguladores en el Consejo Nacional Electoral, las fuerzas armadas y los sindicatos paramilitares, el Departamento de Estado de EU y el Comando Sur— realmente lo dejó ganar? Durante el último medio siglo, prácticamente todos los países de América Latina han visto una victoria de la izquierda, desde proyectos revolucionarios en Nicaragua y Venezuela hasta gobiernos de la Marea Rosa en Brasil y Argentina.
No es así en Colombia. Los candidatos de izquierda que estuvieron cerca del poder —Jorge Eliécer Gaitán en 1948, Luis Carlos Galán en 1989, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez en 1990— fueron abatidos. Y Petro fue una excepción fallida por un pelo. Durante una de sus primeras candidaturas presidenciales, allá por 2018, unos pistoleros abrieron fuego contra su automóvil tras un acto de campaña en la ciudad de Cúcuta. Sólo los refuerzos antibalas de las ventanas le salvaron la vida.
“El espectro de la muerte nos acompaña”, dijo Petro a la Agencia France-Presse en febrero. Tres semanas antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Petro se vio obligado a suspender su campaña tras recibir un aviso sobre un intento de asesinato por parte del grupo paramilitar de derecha La Cordillera. A partir de entonces, apareció en el escenario rodeado de guardaespaldas con escudos antibalas. Las amenazas de los paramilitares siguieron llegando, no sólo dirigidas a Petro, sino a la coalición más amplia del Pacto Histórico que lo respaldaba.
En febrero de 2021, el Pacto consiguió por primera vez reunir a las fragmentadas fuerzas de centroizquierda del país en un único vehículo electoral, que abarcaba a liberales y verdes, socialdemócratas y comunistas, activistas indígenas y movimientos sociales. Aprovechando la energía del Paro Nacional de 2021 —cuando millones de colombianos salieron a las calles para protestar contra las reformas de austeridad del presidente Duque y se enfrentaron a la violenta represión de la poli—, el Pacto se impuso en las elecciones legislativas de marzo y se convirtió en la mayor fuerza del Congreso. Los paramilitares estaban desesperados por vengarse. Al comienzo de la campaña presidencial de Petro, los narcoterroristas de las Águilas Negras advirtieron que “los exterminaremos como las ratas que no dejan de ser”.
Es tentador ver estas amenazas como una intervención externa en el proceso democrático. Pero la violencia ha sido durante mucho tiempo un principio estructurador de la política colombiana. Después de la guerra civil de 1948-1958 —La Violencia, en la que liberales y conservadores se enfrentaron hasta llegar a un punto muerto— los dos partidos acordaron establecer el Frente Nacional: un acuerdo antidemocrático en el que el poder rotaría entre ellos. Esto desencadenó una serie de guerras de guerrillas, en las que grupos de izquierda como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) lucharon para ampliar la participación política y promover los intereses de las comunidades campesinas marginadas.
Estas fuerzas, que controlaban amplios sectores del campo, se enfrentaron al gobierno colombiano y a sus asociados paramilitares, que regularmente atacaban y asesinaban a sindicalistas, defensores de la tierra y defensores de los derechos humanos. Sólo recientemente hemos conocido la verdadera magnitud de estas atrocidades; el mes pasado, la Comisión de la Verdad de Colombia publicó un informe exhaustivo que documentaba 450.000 muertes en total, más del doble de la cifra citada habitualmente.
En 2016, después de años de negociaciones en La Habana, el entonces presidente Juan Manuel Santos negoció los Acuerdos de Paz con las FARC que precipitaron su transición a la política parlamentaria bajo el nuevo nombre de Comunes (mientras las conversaciones con el ELN se rompieron, y el grupo juró seguir luchando). Sin embargo, lejos de poner fin al conflicto, esto creó un vacío en los antiguos territorios de las FARC que desde entonces han llenado los paramilitares de derecha, decididos a repudiar el acuerdo de paz y a continuar su guerra sucia contra la izquierda. Según el Instituto de Estudios para el desarrollo y la Paz, más de 1.300 líderes sociales han sido asesinados desde la firma de los acuerdos de paz, incluidos casi 300 de los propios firmantes.
Sólo este año se han producido más de 85 asesinatos de este tipo. Esto se debe en gran medida al presidente Duque, que hizo campaña con la promesa de desmantelar los acuerdos. Aunque Duque no pudo derogarlos oficialmente, se negó a cumplir sus estipulaciones. Una coalición de 275 ONG colombianas le acusó de “renunciando a los diálogos de paz con el ELN, dejando de lado la lucha contra el paramilitarismo, y generando condiciones para el aumento de la impunidad y la presencia de actores armados ilegales en todo el país”.
Desde hace años, los inversores en Colombia habían advertido de la existencia de una «cláusula Petro» especial en sus contratos, que estipulaba su intención de incumplir sus obligaciones y huir del país si Petro ganaba la presidencia. Su campaña de 2022 trató de calmar sus nervios. El 18 de abril, Petro convocó a periodistas a una notaría donde firmó un juramento que comprometía su propuesta de transformación para este país: “no se fundamenta ni incluye ningún tipo de expropiación”.
Más tarde, comenzó a tuitear informes del Bank of America que legitimaban su programa de gobierno, junto con los avales de Noam Chomsky y Slavoj Žižek. Este fue el punto de encuentro ideológico que llevó a Petro al poder. “Es que yo ya no divido la política entre izquierda y derecha, como se hacía en el siglo XX”, dijo Petro en una entrevista el año pasado, “La política en el siglo XXI está atravesada por otra inquietud diferente (…) Hay dos grandes campos que son la política de la vida y la de la muerte», afirmó.
Esta arquitectura de la violencia política es en parte el resultado de la colaboración entre Bogotá y Washington. En la ceremonia de la Comisión de la Verdad, se hicieron públicos documentos desclasificados del Archivo de Seguridad Nacional que revelan el alcance de la complicidad de la CIA en el asesinato selectivo de trabajadores, campesinos y guerrilleros. Un informe de la CIA de 1988 transmite información de inteligencia sobre una masacre de trabajadores agrícolas sindicalizados, coordinada por militares colombianos.
Otro informe de 1997 detalla la violencia paramilitar organizada por empresas petroleras privadas y patrocinada por las fuerzas armadas colombianas. Un memorando secreto del Pentágono dirigido a Donald Rumsfeld en 2003 mencionó «Éxitos recientes contra el FARC colombiana» donde se jacta de que las unidades de comandos entrenadas por los EU «rindieron frutos» en forma de 543 asesinatos selectivos sólo en los primeros siete meses de ese año.
Bajo la presidencia de Bill Clinton, Estados Unidos firmó el llamado «Plan Colombia» para enviar armas a los militares colombianos bajo la bandera de la “Guerra contra las Drogas”. Su presupuesto de 7.500 millones de dólares debía destinarse a entrenar y equipar a las fuerzas armadas colombianas para erradicar la producción de cocaína. De hecho, ocurrió lo contrario: la producción de cocaína está floreciendo en las zonas rurales con 1.228 toneladas métricas sólo en 2020 y un aumento del 10% respecto al año anterior. En lugar de acabar con el tráfico de drogas, las armas estadounidenses encontraron un propósito diferente: proteger los intereses de los inversores extranjeros.
La relación inversor-Estado en Colombia viene de lejos. Ya en 1928, el ejército colombiano mató a varios cientos de trabajadores de la United Fruit Company en huelga en la ciudad de Ciénaga, en lo que se conoció como la Masacre de las bananeras. Cincuenta años más tarde, se descubrió que la misma empresa había pagado más de 1,7 millones de dólares a un grupo paramilitar de extrema derecha para aterrorizar a las comunidades y torturar a los sindicalistas en las regiones bananeras del país.
En la actualidad, estas actividades continúan en las regiones mineras, madereras y de perforación petroleras de Colombia, todo ello con el respaldo tácito del gobierno estadounidense. Como me dijeron los miembros de la organización de derechos humanos Coordinación Colombia Europa Estados Unidos (CCEEU), «nada ocurre en Colombia sin el conocimiento y el consentimiento de los gringos».
Si la violencia política de Colombia es alimentada por actores extranjeros, también se exporta al exterior. En septiembre de 2019, dos ex miembros de las fuerzas especiales del ejército estadounidense se asociaron con ex soldados venezolanos que se entrenaban en Colombia para liderar un fallido intento de golpe de Estado contra Nicolás Maduro. Tres meses más tarde, según el secretario de Defensa de Trump, Mark Esper, la Casa Blanca volvió a considerar la posibilidad de intentar derrocar a Maduro con mercenarios entrenados por Estados Unidos en Colombia.
Al año siguiente, el presidente haitiano Jovenel Moïse fue asesinado en Puerto Príncipe por un grupo de ex soldados colombianos disfrazados de agentes de la Agencia Antidroga de Estados Unidos (DEA por sus siglas en inglés). El Departamento de Defensa de Biden reveló posteriormente que varios de los mercenarios habían recibido formación militar en Estados Unidos.
Es la centralidad de Colombia en la historia hemisférica lo que hace que la victoria de Petro sea tan improbable como importante. A finales de la primera década del Siglo XXI, Colombia desempeñó un papel fundamental en la obstrucción de la integración regional de los gobiernos progresistas, utilizando su poder de veto en la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) para frustrar las ambiciones de construir instituciones que disminuyeran su dependencia de Estados Unidos.
Una década más tarde, al comienzo de la siguiente Marea Rosa, Colombia siguió siendo un saboteador comprometido de la izquierda latinoamericana. Durante las elecciones presidenciales ecuatorianas de 2021, la administración derechista colombiana participó en una operación de falsa bandera contra el candidato izquierdista Andrés Arauz. Se publicó en Internet un vídeo que parecía mostrar al ELN declarando su apoyo a Arauz. El gobierno de Duque afirmó entonces haber obtenido portátiles pertenecientes al ELN que contenían pruebas de que el grupo guerrillero estaba financiando ilegalmente la campaña de Arauz.
El Fiscal General de Colombia llegó a volar a la capital ecuatoriana para entregar estos portátiles —sólo para que toda la historia fuera desmentida por un ornitólogo que reconoció que los sonidos de las aves en el vídeo, supuestamente del ELN, no eran nativos de Colombia—. Sin embargo, el daño a Arauz ya estaba hecho. Menos de un mes después de la visita del Fiscal General de Colombia, el oponente de Arauz —el banquero y evasor de impuestos Guillermo Lasso— ganó por menos de 5%.
La perspectiva de una intervención extranjera acechó la campaña presidencial de Petro. Durante meses, el Departamento de Estado de EU había expresado su «preocupación» por la posibilidad de que Rusia interfiriera en las elecciones para ayudar al candidato de izquierda. Apenas nueve días antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el Secretario de Defensa de EU, Lloyd J. Austin III, recibió al Ministro de Defensa colombiano, Diego Molano, en el Pentágono para anunciar un nuevo plan de «profundización» de los lazos militares entre los dos países. Tres días más tarde, Biden designó oficialmente a Colombia como «principal aliado de Estados Unidos fuera de la OTAN».
Uno podría perdonar la lectura de estos gestos ejecutivos como una amenaza velada. “Colombia se enfrenta al momento más peligroso de su historia moderna», declaró la congresista republicana de EU María Elvira Salazar el mismo fin de semana de las elecciones colombianas. “Petro es un ladrón, un terrorista y marxista… Nosotros, en la Comisión de Asuntos Exteriores, decimos contundentemente… El comunismo es una amenaza y la mayor amenaza en este momento existe en Colombia”.
Pero si los temores a la intervención de Putin eran exagerados, también lo eran los del «comunismo» de Petro. Nacido en el seno de una familia humilde en una pequeña ciudad del norte de Colombia, a los diecisiete años Petro se unió a otros estudiantes y activistas en la formación del movimiento guerrillero urbano M-19, donde almacenó armas robadas y ayudó a coordinar una campaña por los derechos democráticos. El M-19 se ganó su infamia con el asedio al Palacio de Justicia en 1985, en el que los guerrilleros tomaron 300 rehenes dentro de la Corte Suprema. En 1990, el M-19 firmó un tratado de paz y se desarmó; un año después, su recién fundado partido político ayudó a redactar la Constitución del país, y Petro comenzó su carrera parlamentaria en la Cámara de Representantes.
En 2010, Petro lanzó su primera campaña presidencial. Sólo obtuvo el 6% de los votos, pero consiguió el premio de la Alcaldía de Bogotá. Allí, en la capital del país, Petro suscitó la ira de la derecha colombiana por haber destapado una gran corrupción en el sistema de contratos municipales. El presidente Santos intentó destituirlo, alegando errores administrativos en el sistema de recolección de basuras, para luego restituirlo un mes después por orden de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
“Durante mi mandato tuvimos los niveles de empleo más altos jamás vistos en Bogotá y altos niveles de inversión extranjera», dijo Petro al Financial Times. “Los inversores extranjeros no se asustaron sólo porque el alcalde se llamase Gustavo Petro». Petro ha confesado: «he estudiado con alguna profundidad a Marx», pero su programa presidencial se despojó de este radicalismo para centrarse en reformas socialdemócratas básicas de los servicios de salud, educación y pensiones. (En todo caso, cuando se trata de filosofía, Petro dice: «en filosofía me aparto de la dialéctica y prefiero a Foucault»).
No hay representante más potente del primer bando que Francia Márquez. Criada en la empobrecida aldea tropical de Yolombó, Márquez ha participado activamente en la lucha contra el extraccionismo desde los trece años, cuando se unió a la exitosa lucha contra las corporaciones mineras que pretendían desviar el río Ovejas que sostenía su comunidad. En 2014, cuando mineros respaldados por la fuerza paramilitar descendieron sobre su región en busca de oro, Márquez organizó una marcha de mujeres desde las altas montañas del Cauca hacía la capital, Bogotá.
El gobierno nacional la calificó de “Amenaza para la seguridad nacional”; pero la marcha continuó y sus participantes establecieron un campamento frente al Congreso hasta que consiguieron una reunión con el viceministro. “En nombre del desarrollo nos esclavizaron y ahora en nombre del desarrollo nos expulsaban de nuestras tierras», dijo Márquez a los manifestantes. Ese diciembre, llegó a un acuerdo con el gobierno para desmantelar la minería ilegal en la región y crear una fuerza especial para combatir su aumento en todo el país.
En 2022, Márquez anunció su candidatura a la presidencia en la Convención Nacional Feminista. En las primarias presidenciales del Pacto que siguieron, Márquez obtuvo más de 750.000 votos, asegurando su lugar en la candidatura de Petro. Juntos, cubrieron un terreno considerable para el Pacto en su lanzamiento al país. A menudo oí la misma palabra para describir su candidatura entre los activistas: encarna, tanto literal como figurativamente, las luchas contra la esclavitud, el colonialismo y la explotación. No es de extrañar que Márquez se enfrentase a tantos abusos racistas y clasistas a lo largo de la campaña.
¿Qué puede ser más ofensivo para la sensibilidad colonial de la clase suburbana colombiana que una antigua trabajadora doméstica caminando orgullosa por el Palacio de Nariño? Pero la noche de las elecciones, los «nadies» —el cariñoso apelativo de Márquez para referirse a los colombianos marginados— votaron más que sus élites. Los índices de participación se dispararon en un 5%, 6% y 7% en las regiones del Pacífico, el Caribe y la Amazonia de Colombia. En un país dominado durante mucho tiempo por las ciudades del corazón andino, estas elecciones señalaron el ascenso de las periferias.
En los días previos a la segunda vuelta de desempate, Petro abandonó los grandes actos de campaña para centrarse en estas regiones olvidadas. Pasó la noche en la casa de un pescador, cortó caña de azúcar por la mañana, recogió café por la tarde y compartió un trago con camioneros y taxistas la noche siguiente. Todo ello contrastó con su adversario Hernández. Un septuagenario con mucho botox y pelo implantado, que se presentó como un magnate de la construcción tan rico que nunca podría ser corrompido por un cargo político, una afirmación socavada por la investigación en curso sobre su corrupción como alcalde de Bucaramanga, lugar donde había construido un personaje político basado en el ingenio rápido, el mal genio y la lealtad absoluta a la reforma neoliberal. («Era el verdugo de los trabajadores”, comentó un sindicalista al New York Times).
Hernández, un auto publicista, propenso a meter la pata, que una vez había dicho a un entrevistador «Yo soy seguidor de un gran pensador alemán que se llama Adolfo Hitler», no ha sido la primera opción del establishment. El ex alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, ganó el respaldo de todos los partidos tradicionales; sin embargo, su reputación como sucesor ungido de Duque, junto con su falta de carisma y su plataforma política poco convincente, sellaron su derrota en la primera vuelta, donde sólo obtuvo el 23% de los votos.
La responsabilidad de mantener a Petro fuera del Nariño había recaído sobre Hernández, que se negó a conceder entrevistas, asistir a debates o celebrar actos políticos. En su lugar, confió en un joven gestor de redes sociales y en un software llamado Wappid, que utiliza técnicas de mercadeo estilo Ponzi para registrar a sus seguidores y activar sus redes de WhatsApp. “[Hernández] no llena las plazas públicas, declaró con orgullo el director general de Wappid. “Él va y crea su red [digital] y la red hace el trabajo por él”.
Diez días antes de las elecciones, Hernández llevó este ausentismo al extremo al abandonar el país. “Por mi seguridad […] he tomado la decisión de cancelar todas mis apariciones públicas de aquí a las elecciones”, afirmó desde Miami, Florida. El momento de su salida, sin embargo, tuvo menos que ver con las preocupaciones de seguridad que con las prioridades de sus aliados conservadores para despejar el camino para su último intento de sabotear a Petro. Apenas dos días después, se filtró a la prensa un enorme alijo de grabaciones secretas de reuniones privadas de la campaña de Petro.
Rápidamente bautizada como los «Petrovideos», la filtración supuestamente exponía varios delitos y faltas del Pacto. En la semana previa a la votación, la prensa de derecha publicó una serie de noticias que esperaban escandalizar a la opinión pública. “Colombia no había vivido un escándalo de la magnitud de los ‘petrovideos’, en sus campañas presidenciales”, escribió la revista derechista Semana sobre su propia primicia.
Pero el contenido de las grabaciones fue menos sensacionalista que su presentación. Se habló mucho, por ejemplo, de una reunión de campaña en la que la esposa de Petro lo describió como «terco». Este fue un caso de Pastorcito mentiroso: publicaciones como Semana habían calumniado a Petro tantas veces a lo largo de los años —photoshopiando su rostro sobre criminales, inventando acusaciones de terrorismo— que el público se mantuvo en gran medida impasible. (Durante la campaña de Petro en 2018, Semana llegó a reproducir el rumor de que la actriz pornográfica Mia Khalifa era, de hecho, la hija del candidato).
Hernández regresó al país justo a tiempo para que un Tribunal Superior emitiera un fallo en el que ambos candidatos debían asistir a un debate presidencial para exponer sus propuestas políticas. Cuando él negó asistir, su reputación no se recuperó. Petro se convirtió en el candidato de la transparencia, mientras que Hernández parecía escurridizo y evasivo.
A las 16:20 del 19 de junio, apenas veinte minutos después de empezar a contar los votos, Petro sabía que había ganado. La participación récord en las regiones más pobres coincidió con la disminución de la participación en los centros conservadores. Hernández se vio atrapado en un aprieto fatal: para presentarse como un insurgente populista, necesitaba distanciarse del establishment y rechazar sus ofertas formales de coalición. Se presentó a las elecciones como independiente respaldado por una alianza «anticorrupción» que se había establecido a toda prisa.
Sin embargo, para ganar, también necesitaba reunir en gran número a los partidarios de los principales partidos de derecha, para compensar la base galvanizada de la campaña de Petro-Márquez. Este acto de equilibrio requería un nivel de habilidad estratégica que no pudo alcanzar Hernández. Su destartalada coalición no podía competir con el Pacto, construido con cuidado y esfuerzo durante sus años en la oposición.
Petro se prepara ahora para tomar las riendas del gobierno con tres prioridades programáticas: «paz, justicia social y justicia medioambiental». Espera convocar un nuevo proceso internacional que pueda cumplir con la promesa de los acuerdos de 2016, llevando a la guerrilla, los paramilitares, los campesinos y las fuerzas armadas de nuevo a la mesa para negociar los términos del desarme y la redistribución de la tierra. También tiene previsto aumentar los impuestos a la élite colombiana —para financiar las pensiones de los ancianos, los planes de bienestar familiar y la educación universitaria gratuita—, al tiempo que encamina a Colombia hacia una transición de una década, alejándose de los combustibles fósiles y pasando a una cartera de exportaciones legales, sostenibles y económicamente viables.
“Nuestros tres principales productos de exportación, son tres venenos”, ha dicho Petro sobre el carbón, el petróleo y la cocaína. Su promesa es sustituirlos por industrias de alto valor y cultivos de marihuana, y hacerlo rápido: “las reformas se hacen en el primer año o no se hacen”.
La apuesta de Petro es juntar a todos sus oponentes en una mesa. En los días siguientes a su elección, Petro convocó lo que llamó un «Gran Acuerdo Nacional» para establecer un nuevo rumbo para Colombia. En este pacto ha acogido a rivales del Partido Conservador y del Partido de la U, estrechando la mano de figuras como Hernández y el ex presidente Álvaro Uribe. También ha nombrado un equipo de transición con candidatos ministeriales de la izquierda, el centro y la derecha conservadora. Si la coalición del Pacto Histórico requería un cruce ideológico, los planes de gobierno de Petro llevarán esta táctica aún más lejos.
Los aliados del presidente electo presentan estos gestos interpartidistas como muestras de fuerza. Los críticos los califican de clientelismo disfrazado de diplomacia. La verdadera cuestión es si funcionarán. Incluso si el Acuerdo Nacional no se desintegra, no está claro qué tipo de concesiones tendrá que hacer Petro para sobrevivir en un entorno político tan hostil. El bastión más eficaz contra la capitulación es el movimiento popular que llevó al Pacto al poder, que seguirá luchando contra el extractivismo y la violencia paramilitar en toda la Colombia periférica.
Sin embargo, esta lucha no puede tener éxito sin aliados internacionales que se opongan a los intentos de Estados Unidos y sus aliados de neutralizar la Petropresidencia y asegurar sus rentas de recursos. Durante siglos, los restos se han acumulado en Colombia: los muertos y desaparecidos, los «nadies» descartados en el curso de su desarrollo desigual. Ahora, por fin, llega una tormenta desde el paraíso. La tarea de la izquierda —junto con Petro y el Pacto— es garantizar que la tormenta no traiga la oscuridad y lo arrastre todo.
*Traducido al castellano por: Tony Phillips y Clara Cardona
*Fuente: SurySurpublicado originalmente por The Guardian
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