Se estrecha el Marco de la candidatura de Enríquez-Ominami
por Cristian Joel Sánchez (Chile)
15 años atrás 12 min lectura
El asunto de las encuestas en Chile ha venido a convertirse en un quebradero de cabeza para todos los candidatos presidenciales sin excepción, tanto los favorecidos como los perdedores. Y eso porque en materia de consultas previas a las elecciones, el electorado chileno siempre se ha comportado de manera veleidosa, aparentemente errática, jugando a su capricho con los “expertos” que pretenden emular a la desventurada Casandra. Los que hoy encabezan las cifras, en poco tiempo, es decir en la próxima encuesta, pueden verse sumidos en la más amarga de las caídas sin que ni unos ni otros, triunfadores del ranking de hoy y perdedores del de mañana, acierten a sacar conclusiones correctas y perdurables de los guarismo que arroja cada consulta. Sin embargo predecir el resultado de las elecciones presidenciales en Chile, no digo las cifras ni los porcentajes, sino vaticinar quién será el que el 11 de marzo siguiente a cada elección recibirá la banda de su predecesor, había venido siendo muy fácil, pan comido, como reza un viejo proverbio. Y si no lo cree basta marcar la tecla del Google —que hoy ha llegado a ser más omnisciente que el propio Dios— para comprobar los detalles que convierten lo que voy a decir en una aseveración del mítico asturiano Pedro Grullo. Más simple: una verdad de Perogrullo.
A partir de 1989, cuando la Concertación gana las elecciones con Patricio Aylwin, hasta el triunfo de Bachelet, se han realizado decenas de encuestas, si acaso no cientos, con los más disímiles resultados, hoy gana uno, mañana gana el otro, y de vez en cuando, incluso el que está tercero aparece triunfador si monta su propio sondeo manipulándolo de manera descarada. Pero invariablemente la lógica de lo que se mueve en el trasfondo de la sociedad chilena vuelve a darse, haciendo caso omiso de los encuestadores cuya única contribución es amenizar un poco esta anquilosada y aburrida política nacional. Infaliblemente, llegado el balotaje, y hasta por el mismo margen, la Concertación ha conseguido hacerse con la presidencia quedándole a la derecha sólo el amargo trago de ir por la tarde a saludar al triunfador de turno salido de las filas del oficialismo. El 11 de marzo del 2010 debiera ocurrir lo mismo, querido lector; y vamos a tratar de demostrar por qué… a menos que algo extraordinario surja en el trayecto.
En honor a la verdad, las razones que queremos argumentar las resumió hace un tiempo Carolina Tohá en una sorprendente frase que resulta admirable ya que la damita no se destaca por su brillantez política. Dijo más o menos así al referirse a los resultados de las encuesta que demostró un estancamiento de Piñera y el reposicionamiento de Frei en segunda vuelta luego que partiera esta carrera con muy bajos porcentajes: “La derecha ya tocó techo… Esta encuesta (la del CEP) muestra claramente que en Chile la derecha no es mayoría; está muy lejos de ser mayoría". Cierto, muy cierto. No existe nada nuevo en las pretensiones de la derecha que la distinga de las cuatro derrotas anteriores, así como tampoco existe nada trascendental en la postulación concertacionista que la diferencie de los cuatro triunfos obtenidos hasta la fecha, salvo una sucesión de chambonadas que, de continuar, podrían repercutir en los porcentajes de primera vuelta, aunque como dijo la presidenta este domingo, no cambiará que los contendores del balotaje sean Frei y Piñera.
Nada nuevo bajo el sol
¿Cómo que no hay nada nuevo?, dirá usted, querido lector ¿Y la aparición de la candidatura de don Marco Enríquez será verdura cocida? Cierto, no es verdura cocida, o al menos no lo fue hasta algún tiempo. Pero dejemos para el final las probables razones por las cuales, al menos de manera momentánea, la encuesta CEP lo relegó a un lejos tercer lugar cuando sus esperanzas, y las de muchos observadores, se empinaban incluso a desplazar a Eduardo Frei dejándolo a él como el seguro competidor con el candidato del pinochetismo. Previamente veamos por qué la derecha chilena pudiera estar encaminándose a su quinta derrota, o sexta si agregamos la más importante, la de su líder histórico Augusto Pinochet en 1988.
En artículos anteriores he defendido contra todo pronóstico, solitario como el sublime flaco cervantesco, dos verdades —yo creo que lo son— que provocan un gran escozor en cierta parte tanto a la derecha como a la Concertación. Una de ellas es que, camuflado en el fondo del alma histórica de este país, en el subconsciente de un pueblo que fue uno de los más politizados del continente, casi como una herencia genética de la que no se puede prescindir, subsiste la división histórica de los tres tercios: una izquierda de pensamiento intransable, un centro oscilante que siempre teme mojarse el trasero, y una derecha recalcitrante que no gana una elección desde hace más de medio siglo.
Esto, usted lo sabe, principalmente es negado en la Concertación por una dirigencia socialista cómodamente instalada profitando del poder, y por una derecha que desde hace dos décadas se frota las manos regocijante ante el hundimiento, al menos hasta ahora, del comunismo local e internacional. Pero la división histórica permanece ahí, subyacente, camuflada, pero plenamente viva. La otra verdad, negada con la misma vehemencia por muchos interesados con buena o mala fe es aquella que da por superada, enterrada por el devenir histórico, la vieja contradicción de clases, la “anacrónica” sociedad dividida entre ricos y pobres, y más aún, la “añeja” aspiración de construir una sociedad distinta en la que las riquezas esenciales de una nación sean auténticamente repartidas por igual, superando el ordenamiento capitalista que, camuflado a veces con engañosos sobrenombres, sigue plenamente vigente. Esta tesis, la de la superación de la lucha de clases por esta sociedad idílica surgida tras la derrota del socialismo real, es, entre paréntesis, el argumento preferido de los “transversales”, aquellos que pretenden juntar el aceite con el vinagre tras el slogan “somos todos hermanos” apelando al buen corazón del capitalismo y a la resignación de los de abajo.
En Chile a ningún sector, salvo a la izquierda verdadera, le conviene revivir estos dos fantasmas, el de los tres tercios y el de la lucha de clases, que pueden amagar la idílica convivencia que reglamentara la constitución de Pinochet. Sin embargo, la memoria colectiva de los chilenos, que ha subsistido aun bajo la formidable presión de los gobiernos de centro derecha tenidos en los últimos 20 años, es la que ha definido el destino de las elecciones y, por lo tanto, de quienes nos gobernarán para bien o para mal en los próximos cuatro años.
Si nos ceñimos a este análisis, axiomático quizás, pero no por eso menos objetivo, las elecciones presidenciales debiera ganarlas Frei sí o sí, a menos que, como dijimos, algo extraordinario ocurriera en los meses venideros. Si ese factor extraordinario no aparece, tal como viene sucediendo desde hace 20 años, el 54% que votó No en el plebiscito convertirá a Frei en el presidente del bicentenario, independiente de las arcadas que provoque que siempre serán preferibles ante los vómitos que inspira Piñera.
El parto de los montes
Aquí surge usted, paciente lector, con su pregunta tácita: ¿y Marquito no es acaso ese “algo extraordinario” destinado a quebrar el statu quo? Marco Enríquez-Ominami partió bien. Mucho mejor incluso que todos los candidatos que presentó la izquierda real en cada elección de presidente después de recuperada la democracia. Durante un tiempo se pensó en él como el germen del futuro líder que falta desde la muerte de Allende. Su juventud era un “plus” como se dice en la siutiquería televisiva. Mal que mal, Allende fue ministro de salud de Pedro Aguirre Cerda cuando apenas cumplía los treinta años. Su discurso, el de Marco Enríquez, pareció destinado a agrupar a la izquierda, a ese tercer tercio que subsiste a despecho de los que insisten en declarar su defunción marginando a Chile de lo que está ocurriendo en el resto de América Latina.
Había razones de peso para creer en Marco. En primer lugar, era socialista; pero no de aquellos automarginados que abandonaron las filas para desaparecer en el pantano en el que chapotea la izquierda real desde hace mucho. Enríquez-Ominami no sólo estaba dentro del Partido, sino que comenzaba a aglutinar en torno a su nombre a la mayoría socialista que pertenece al tercer tercio, pero que ha debido permanecer latente dentro del remedo partidario manejado por el oportunismo de Escalona, a la espera precisamente de una esperanza que parecía traer, por fin ahora, este joven diputado de sus filas.
En segundo lugar, y no menos importante, pareció reavivar con su discurso del inicio, el entusiasmo de mucha gente que no milita en partido alguno, que vieron también en él la encarnación del renacimiento de la izquierda, un proyecto propio que los liberara del voto útil de segunda vuelta y con el cual cuenta la Concertación para que finalmente Frei gane la presidencia también esta vez. A poco andar, sin embargo, la candidatura de Enríquez comenzó a dar señales de una promiscuidad política bautizada de transversalidad que provocó primero el desconcierto y luego, como es lógico, la decepción en las filas de la izquierda que lo habían considerado un líder en germen con las características señaladas antes.
En la olla ominamista comenzó a cocinarse un pasticho en el que se juntaron los “no conservadores” de derecha y de izquierda, ejemplares de la talla de Max Marambio y Pascal Allende que acompañaron el sueño revolucionario de Miguel Enríquez y Salvador Allende, con especímenes como Paul Fontaine y Rodrigo Danús que acompañaron el sueño fascista de Pinochet y la ultra derecha. Estos visionarios modernos, convertidos en prósperos empresarios sin ojos en la nuca, eran el ejemplo que graficaba, digamos que hoy grafican, que tras la candidatura de Marco Enríquez se juntaran socialista, miristas democristianos, radicales, renovación nacional y gente de la Udi. Esta nueva hermandad “progresista” daba por superado un pasado supuestamente anacrónico y lo demostraron con la promiscuidad de banderas presentes el día en que este nuevo mesías inscribió su candidatura. Sólo faltó, como dijo un lector de “La Tercera” comentando ese escenario, la bandera de Patria y Libertad para que el señor Danús no se sintiera excluido.
La candidatura de Marco Enríquez-Ominami, si se confía en su honestidad que, a mi juicio, es auténtica, adolece de los peores asesores que pudo encontrar en el mercado. Le construyeron pilares de arena cuya mayor debilidad es que están absolutamente enajenados de la realidad política, económica y social de Chile. Me atrevería agregar que, incluso, del mundo. Junto con el error de fondo de creer que se puede “evangelizar” una realidad socioeconómica que no ha resuelto sus contradicciones vitales, Enríquez monto su estrategia sobre varios carriles de los cuales los principales resultan más contraproducentes que favorables. A manera de ejemplo, la presencia cada vez más protagónica de su esposa, una figurita extremadamente “light”, primera dama de los programas más “diet” con los que la televisión hace bajar de peso el cerebro de los espectadores, resultaba muy positiva y sumadora para los 120 mil adherentes de Facebook con los que se ufana contar Enríquez-Ominami, de los cuales el 90% no vota. Pero que sólo ha servido para impregnar su candidatura de un marcado tufillo a farándula entre los que verdaderamente van a decidir las elecciones.
Hace algún tiempo, y refiriéndome a otro de estos pilares erróneos de su candidatura, la de la discriminación generacional, le hice la pregunta sobre su slogan “la juventud al poder” basándola en el siguiente argumento: nunca antes en nuestro país hubo mayor cantidad de jóvenes apoyando una esperanza que cuando se gestó el triunfo y el gobierno de la Unidad Popular; y nunca antes se consiguió una participación tan grande de la juventud como cuando en 1988 hubo que inscribirse masivamente para derrotar a la dictadura en el plebiscito. Pues bien, el líder de la juventud de los años setentas Salvador Allende contaba ya con más de 60 años de edad, y entre los líderes opositores a Pinochet en 1988, además de muchos otros, estaba Patricio Aylwin, luego elegido presidente, y que a la sazón se empinaba sobre los 70 años.
Debo reconocer que en esa entrevista que yo le hiciera para un modesto diario de provincia —razón por la cual sus declaraciones no tuvieron repercusión alguna— el candidato del Facebook reconoció con vehemencia que mi argumento era absolutamente válido, agregando textual que “la juventud no puede adjudicarse el monopolio de las ideas”. Excelente respuesta, pero que, a la luz de los días posteriores hasta el momento en que aparece la encuesta CEP, dejó olvidada junto con otras rectificaciones que debió afrontar cuando aún era tiempo.
Marco Enríquez-Ominami comete un pecado original: no ha entendido que en política existen ciertos parámetros que son esenciales y que, gústenos o no, no son dables de soslayar. Ni en Chile ni en ninguna parte del mundo ha sido posible estructurar un movimiento capaz de cimentarse prescindiendo de las corrientes históricas que dialécticamente se enfrentan en el escenario político mundial. La pretensión de Enríquez-Ominami de elevarse sobre esta verdad mezclando derechistas recalcitrantes, supuestamente “redimidos” por los “nuevos tiempos” con izquierdistas del extremo más puntudo como Pascal Allende o Max Marambio, no sé si también “redimidos” en este escenario de fantasía del candidato del “pasticho”, no sólo lo perjudica en esta elección en la que no pasará más allá del porcentaje asignado por las encuestas, sino que lo estigmatizará para el futuro, si alguna vez pretendiera ocupar el sitial de líder de una izquierda que ha perdido muchas cosas luego del fin de la dictadura, menos la brújula que sostiene con firmeza, incluso a prueba de las sirenas homéricas que le cantan desde babor.
Un “viejo” político de antaño, Radomiro Tomic, que no alcanzó a tener su Facebook, acuñó una frase que a Enríquez-Ominami le habría servido mucho más que su hegemonía cibernáutica: cuando se hacen concesiones a la derecha, sobre todo a su poder económico, sólo es la derecha la que gana.
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