«Con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador»
por Jon Sobrino (El Salvador)
15 años atrás 24 min lectura
En el funeral de la UCA Ignacio Ellacuría dijo: “con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”, y meses después escribió, pensadamente, que fue “un enviado de Dios para salvar a su pueblo”1. Desde esta perspectiva teologal nos acercamos al “Monseñor Romero, Padre de la Iglesia”.
1. La conversión de Monseñor
El asesinato del Padre Grande, raíz de una Iglesia de pobres y mártires. Todo ocurrió en tres años, de 1977 a 1980, en un diminuto país e Iglesia. Comenzó en Aguilares, el 12 de marzo de 1977, cuando oligarcas cafetaleros asesinaron al Padre Rutilio Grande junto con dos campesinos, Manuel, un señor mayor, y el niño Nelson. Era un pequeño universal concreto de lo que se avecinaba al pueblo y a su Iglesia. A Monseñor se le cayó la venda de los ojos y se convirtió.
Había sido amigo cercano de Rutilio y tenía gran aprecio por su actuación sacerdotal, pero no compartía su nueva pastoral, aprendida de Medellín y de Proaño. Ante su cadáver, debió pensar que si Rutilio murió como Jesús es que había vivido como Jesús. No era Rutilio el equivocado y quien debiera haber cambiado, sino él, Oscar Romero. Cambió y se hizo seguidor de Jesús de Nazaret, “asemejándose” a él en todo, y reproduciendo la estructura de su vida desde el Jordán hasta el Gólgota.
De hecho, Rutilio fue para Monseñor el detonante que Juan bautista fue para Jesús. “Apresado Juan, marchó Jesús a Galilea”. “Asesinado Rutilio Grande, surgió Monseñor Romero”3. La comparación no es exacta, pero ayuda a captar desde el inicio el talante jesuánico del nuevo Monseñor: como Jesús empezó recogiendo la antorcha que había dejado Rutilio, y con ella corrió, como Jesús, hasta su propio martirio. En el origen está, pues, in nuce algo fundamental de la Iglesia que engendrará Monseñor Romero. Por eso, al hablar de él -y algo semejante hay que decir de Angelelli o Gerardi- hay que hablar de Padres de la Iglesia latinoamericana “jesuánica y mártir”.
La “conversión” de Monseñor causó gran sorpresa, y de ahí que se hablase del “milagro” de Rutilio. Y fue espectacular e instantánea. Inmediatamente, exigió al gobierno con dureza el esclarecimiento de los tres asesinatos; prometió no asistir a ningún acto oficial mientras no se esclarecieran; y prometió solemnemente nunca abandonar al pueblo. Fue como una poderosa irrupción a la que acompañó un vuelco en la Iglesia4.
“Un cuerpo eclesial”. Es lo primero que ocurrió. Alrededor del asesinato de Rutilio Monseñor convocó a reuniones masivas al clero, religiosos y religiosas, comunidades, colegios católicos, profesionales. El vuelco consistió en pensar entre todos lo que había que hacer, sin antes hablar con obispos, nuncios y curias romanas. Los problemas eran muchos y serios. Qué hacer: ayudar a las víctimas y defender a sacerdotes amenazados de muerte -después, apoyar al Socorro Jurídico, convertir el seminario en refugio… Qué decir: en las homilías y comunicados del arzobispado -después, en cartas pastorales preparadas en equipo. Qué leer y estudiar: los documentos de Medellín, que se publicaban por primera vez en el país; cartas de los obispos brasileños: “He escuchado los clamores de mi pueblo” -después, la Evangelii Nuntiandi, Puebla… Cómo analizar la realidad: primeros análisis de la injusticia, represión y persecución -después, pastorales sobre la violencia, las idolatrías, el diálogo, las organizaciones populares, a cuyos representantes invitaba a las reuniones del clero… Cómo vivir el evangelio, historizado ahora en medio de víctimas y mártires, cómo seguir a Jesús, cómo rezar a Dios. Y lo más novedoso, lo innegociable podríamos decir, cómo acompañar y dar esperanza al pueblo sufriente.
Monseñor estaba presente en todas las reuniones sin rehuír momentos difíciles. Era la expresión del vuelco de una Iglesia piramidal, exageradamente pendiente de curias y obispos, a una Iglesia cuerpo, lo que va más allá de la “colegialidad”. “Cuerpo de Cristo en la historia”, tituló su segunda carta pastoral. De esa Iglesia se marcharon los opresores y los tibios, que buscaron refugio en algunas parroquias y movimientos. En ella se quedaron -y también entraron- los pobres, campesinos, obreros, estudiantes, grupos de profesionales, intelectuales… Fue uno de los grandes logros de Monseñor Romero. En los tres primeros meses ocurrieron muchas otras cosas. Me fijaré en cuatro que fueron importantes.
“La misa única” y la gloria de Dios. Como protesta por el asesinato de Rutilio, en una reunión del clero se propuso la celebración de una única misa en toda la arquidiócesis el domingo 20 de marzo: la misa de funeral en la plaza de Catedral. Monseñor ya había aprobado muchas otras sugerencias del clero, pero le costaba aceptar ésta. “El sacrificio de la misa tiene un valor infinito. Como ninguna otra cosa da gloria a Dios”, dijo honradamente tal como lo veía. Pero el P. César Jerez recordó las palabras de san Ireneo: “gloria Dei vivens homo”, lo que sosegó a Monseñor. Y aprobó la misa única contra el reclamo explícito e indigno de la nunciatura. Tres años más tarde, con experiencia evangélica acumulada, en la universidad de Lovaina reformuló la sentencia de Ireneo: “gloria Dei vivens pauper”. Era su aporte a la teo-logía: ver a Dios desde el pobre y al pobre desde Dios. La intuición le acompañó siempre.
Miles de personas asistieron a la misa única, desafiando el estado de sitio. Nunca tanta gente del pueblo, de comunidades, parroquias, colegios y universidades se habían juntado tan espontáneamente, con rabia y dolor, gozo y naturalidad, desafiando la represión. Se sentía el orgullo de ser cristiano y el paso de Dios por El Salvador. Una nueva iglesia estaba naciendo.
“La misa en Aguilares” y la teología del pueblo crucificado. El 11 de mayo fue asesinado el Padre Alfonso Navarro -después, en vida de Romero, serían asesinados los Padres Ernesto Barrera, Octavio Ortiz, Rafael Palacios y Alirio Macías. El 19 de mayo el ejército entró en Aguijares. Los tres sacerdotes compañeros de Rutilio fueron apresados, maltratados y sacados del país clandestinamente sin defensa legal alguna. Ocupó la ciudad durante un mes, asesinó a muchos campesinos y profanó la eucaristía.
El 19 de junio, el ejército abandonó Aguilares y Monseñor Romero fue a consolar al pueblo. En la homilía mostró su repudio: “quien a hierro mata a hierro muere”. Condenó la profanación de la eucaristía, y les dijo a los campesinos: “Ustedes son el divino Traspasado”. Recordé la distinción de san Agustín: el corpus mysticum, en la línea de la realidad simbólica, es la eucaristía; el corpus verum, en la línea de la realidad real, es la Iglesia. Ahora el corpus Christi era todavía más real: campesinos y campesinas perseguidos y asesinados. Poco después oí hablar así a Ellacuría. Y ambos coincidieron también en llamar al pueblo, oprimido y reprimido, el “siervo sufriente de Jahvé”. Era su aporte a la cristo-logía.
El comienzo de la homilía fue también memorable: “a mí me toca ir recogiendo atropellos y cadáveres”, dijo Monseñor cómo quien estaba redescubriendo su identidad episcopal: era ex oficio defensor de las víctimas, como los obispos de la colonia lo fueron de los indios. Y también fue memorable el final. En la procesión alrededor de la plaza Monseñor iba detrás con la custodia. En un momento, unos soldados apuntaron a la gente, y todos, instintivamente, volvieron la mirada a Monseñor. Éste dijo: “adelante”. Era el pastor que defendía a su gente, y la movía con el ejemplo. Era su aporte a la eclesio-logía: ser obispo a modo de pastor, no de rey, ni menos de mercenario.
Ese día lo vimos con toda claridad. No era Monseñor quien tenía que usar ayuda nuestra, sino al revés: antes teníamos nosotros que usar la suya como salvadoreños y cristianos, y también como teólogos. Así lo dijo Ellacuría en 1985, cuando la UCA le concedió un doctorado a título póstumo5.
“La persecución dentro de la institución” y el Dios mayor que la Iglesia. Con la decisión de la misa única comenzó otro calvario para Monseñor. El secretario del nuncio le reprendió abiertamente ante un grupo de sacerdotes por haber autorizado la celebración de una única misa el domingo. Fue el comienzo de graves problemas con las curias vaticanas6 y con sus hermanos obispos de la conferencia episcopal7. Y también de grandes amistades. En Roma se iba a consolar con Pironio y Arrupe, y al regreso de Puebla, con aprecio y agradecimiento, en la homilía mencionó a don Helder Camara, Proaño y el cardenal Arns8.
En abril de 1977, tras el asesinato de Rutilio, fue a visitar a Pablo VI. El papa le llenó de ánimo y consuelo. “Coraggio”, le dijo. Con Juan Pablo II tuvo una experiencia difícil. En 1979, dada la gravísima situación del país y de la Iglesia, quería hablar con él. En mayo fue a Roma y tuvo que mendigar una entrevista, de la que, según una periodista con quien se sinceró, salió llorando. En el diario escribe educadamente el 8 de mayo: “mi impresión no fue del todo satisfactoria”. El papa no entendía la situación de El Salvador, ni la del país ni la de la Iglesia. No le parecía correcto hablar de persecución a la Iglesia, ni la actitud abiertamente crítica hacia el gobierno. En 1983, muerto Monseñor Romero, Juan Pablo II, sin haberlo notificado al gobierno, visitó su tumba en catedral. Fue una gran sorpresa. Y le alabó como “celoso pastor”.
La tónica de las relaciones con la institución eclesial fue de seria tensión. Ello no sólo le supuso ejercitar virtud, sino algo más profundo: que su fe viviera de otra savia, del misterio de un Dios realmente mayor que la Iglesia. En la Iglesia los obispos no suelen hablar mucho de su fe personal en Dios. Casaldáliga es excepción. “Todo es relativo menos Dios y el hambre”, dice. Algo de eso pienso que vivió Monseñor Romero. Lo absoluto sólo es Dios y los pobres. De nuevo teo-logía.
“Conversión” y la fuerza del ejemplo. A Monseñor Romero no le gustaba que se hablase de él en términos de conversión, y es comprensible. El cambio no consistió en dejar de hacer el mal para hacer el bien. Puede decirse que hizo el bien, pero de modos diferentes: antes menos y después más evangélicamente. La palabra “conversión”, sin embargo, posee una fuerza especial para comunicar la magnitud del cambio. La radicalidad de su “conversión” es comparable a la de san Agustín o a la de Bartolomé de las Casas, ambos padres de la Iglesia. El contenido indudablemente fue distinto. En cualquier caso, nadie en el país, ni pobres ni oligarcas, habían conocido un cambio igual. Monseñor era un salvadoreño y un obispo muy otro.
Había sido piadoso y celoso de las almas, de conducta ética y obediente a la Iglesia. Pero le faltaba la aceptación cordial de Medellín: hacer central el clamor de los oprimidos que llega hasta Dios y la esperanza de liberación de todas las esclavitudes. En términos de pensamiento, Medellín le asustó, y más todavía la teología de la liberación9. En términos de praxis no pensaba que tocase a sacerdotes y obispos enfrentarse a estructuras de injusticia. Ante la violencia, sólo quedaba condenarla y distanciarse de ella.
En sus últimos años de obispo de Santiago de María ya comenzó a sentir la crueldad de la injusticia y su dimensión estructural10. Pero en cualquier caso, fue elegido arzobispo de San Salvador para apaciguar los ánimos liberacionistas de comunidades y parroquias, la CONFRES, la UCA… “No se le eligió para que fuera a ser lo que fue; se le eligió casi para lo contrario”11.
Milagro de Dios, y del pueblo, fue que Monseñor Romero llegó a ser prácticamente lo contrario de aquello para lo que fue elegido. Tenía 59 años, edad en la que los seres humanos han fraguado sus estructuras psicológicas y mentales, su vivencia de la fe, su espiritualidad y compromiso. Y acababa de ser constituido en máxima autoridad de la institución eclesial, lo cual inclina a la continuidad, cuando no a la marcha atrás, y a asegurar el poder. Pronto intuyó también lo que se le venía encima: las iras de la oligarquía, gobierno, partidos políticos, ejército y cuerpos de seguridad; las críticas de sus hermanos obispos y de dicasterios vaticanos; hasta del gobierno de Estados Unidos. Aunque también captó pronto el cariño de los pobres y el respeto de la gente de bien.
Creo que la “conversión” de Monseñor fue admirable para su persona, pero fue también importante para engendrar una “nueva” Iglesia. Y hoy sigue siendo importante tenerla presente. “Conversión” es término muy usado y poco practicado, sobre todo institucionalmente. En Medellín ocurrió audazmente. En Puebla se mantuvo suficientemente. En Santo Domingo palideció. Y en Aparecida sólo se frenó algo el deterioroy se logró mejorar un poco. Hoy, ante el olvido de Medellín y del Vaticano II, hay necesidad de conversión. Recordar que Monseñor comenzó con una sincera “conversión” puede ayudar. Personalmente pienso que si es “Padre de la Iglesia”, si llegó a generar Iglesia de calidad, de peso social y de finura de espíritu, se debió en buena medida a la profundidad de su propia conversión. Muchos aceptaron inmediatamente a Monseñor, y se sumaron a él, pero no por su autoridad de arzobispo, sino por ver en él a alguien que tuvo la honradez de convertirse y de mantenerse honrado con lo real, aun dentro de la estructura jerárquica. Para él, su primera conversión significó quedar abierto a nuevas conversiones, vivir en un proceso de conversión “siempre mayor”, correlato del Deus semper maior.
2. Padre de una Iglesia de profecía y mártires, al servicio del reino de Dios
El seguidor de Jesús. Después de la misa de Aguilares ocurrieron muchas otras cosas: masacres, persecución -en las calles se podía leer: “haga patria mate un cura”-, asesinatos de sacerdotes, golpe de estado y juntas de gobierno, prenuncios de guerra formal, todo ello transido de injusticia, opresión y represión. Y también crecimiento de las organizaciones populares y de la Iglesia popular, nombre que empezaba a ser anatematizado. Ocurrió Puebla y, con López Trujillo, cobró fuerza el movimiento anti-medellín. De una u otra forma, Monseñor Romero estaba en medio de todo ello. Aumentó su responsabilidad, y el reconocimiento nacional e internacional. Y también las amenazas.
Monseñor pudo haberse estancado tras lo ocurrido en Aguilares, por temor o por prudencia eclesiástica, o pudo haber dado pasos pequeños. Pero no fue así. Caminó cada vez con mayor decisión, como seguidor eximio de Jesús, de modo que su vida bien puede ser tenida por una cristología de testigos, que ayuda, por cierto, a entender las cristologías de textos.
Durante tres años su misión fue el servicio al reino de Dios, lo que le llevó tanto a relativizar como a dar máxima importancia a la Iglesia, para ponerla al servicio del reino de Dios. Y siempre con conciencia de tener que luchar contra el antirreino. Hizo una opción por los pobres total. A ellos anunciaba la buena noticia de la liberación y de un Dios liberador, en ellos vio a Cristo crucificado, en ellos escuchó la voz de Dios, y en ellos se encarnó. Eso lo cambió todo: “lo que era una palabra opaca, amorfa e ineficaz se convirtió en un torrente de vida, al cual el pueblo se acercaba para apagar su sed”12.
En ese pueblo encontró la gracia de Dios: “con este pueblo no cuesta ser buen pastor” (18 de noviembre, 1979). Y sin jactancia, sino con gran humildad, dijo cerca del final: “Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño” (marzo, 1980). Y recordemos que Monseñor -como don Helder Camara y Monseñor Proaño, entre otros- no sólo fue admirado, sino entrañablemente querido por ese pueblo.
Veamos ahora tres momentos importantes del seguimiento de Jesús que configuraron la Iglesia que Monseñor ayudó a nacer.
Iglesia de profecía. Decía K. Barth que había que predicar13 con la Biblia en una mano y el periódico en la otra. Monseñor Romero predicaba con la Biblia en una mano y con la realidad en la otra, y, además, estando en medio de esa realidad. Así lo dijo la víspera de su asesinato: “Le pido al Señor, durante toda la semana mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento” (Homilía del 23 de marzo de 1980). Al tomar en serio a Dios y la realidad, su palabra tenía que ser profética, lo que empezaba con la denuncia. Citaremos palabras de sus homilías, pues difícilmente las sustituye la mera reflexión.
”Éste es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada, como un absoluto intocable. ¡Y ay del que toque ese alambre de alta tensión! Se quema” (2 de agosto, 1979). “Se juega con los pueblos, se juega con las votaciones, se juega con la dignidad de los hombres” (11 de marzo, 1979). “Estamos en un mundo de mentiras donde nadie cree ya en nada” (18 de marzo, 1979). “Se sigue masacrando al sector organizado del pueblo sólo por el hecho de salir ordenadamente a la calle” (27 de enero, 1980). “La violencia, el asesinato, la tortura, donde se quedan tantos muertos, el machetear y tirar al mar, el botar gente: esto es el imperio del infierno” (1 de julio, 1979).
Por nombre denunció muchas otras aberraciones. Escribió al presidente Carter pidiéndole que cortase la ayuda militar. Arremetió contra la Corte Suprema de Justicia por haber defendido ilegalidad y atropellos, y terminó: “Esta denuncia me la impone el evangelio por el que estoy dispuesto a enfrentar el proceso y la cárcel, aunque con ello no se haga más que agregar otra injusticia” (14 de mayo, 1978). Denunciaba las idolatrías y a los idólatras. Y hablaba en nombre de Dios con la fuerza de la compasión, la honradez y la indignación. “Esa sangre, la muerte, tocan el corazón mismo de Dios” (16 de marzo, 1980). Su última homilía en Catedral termina con estas palabras:
“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la Guardia nacional, de la policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y, ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!” (23 de marzo, 1980).
Junto a la denuncia, Monseñor Romero exigió la conversión y advirtió del castigo que se avecinaba al país de no convertirse -estalló la guerra y los muertos llegaron a 75.000. Pero lo suyo fue ser profeta de consolación, como el Isaías del “consolad, consolad a mi pueblo”. “Estoy seguro de que tanta sangre derramada y tanto dolor causado a los familiares de tantas víctimas no serán en vano” (27 de enero, 1980). “Sobre estas ruinas brillará la gloria del Señor” (7 de enero, 1979).
En las cartas pastorales daba razón de lo que en las homilías decía proféticamente. Argumentaba con la Biblia, con la mejor tradición de la Iglesia y del magisterio, y con los signos de los tiempos, vividos existencialmente y analizados por las ciencias sociales. Los temas los tomaba de la realidad: el derecho a la organización, la licitud o ilicitud de la violencia, el diálogo, las idolatrías del capital, de la seguridad nacional y de las organizaciones, cuando se absolutizaban. Antes de escribir su última carta pastoral envió una encuesta a las comunidades en la que preguntaba: «¿Quién es para usted Jesucristo?». «¿Cuál es el mayor pecado del país?». «¿Qué piensa usted de la Conferencia Episcopal, del Nuncio, de su arzobispo?»… Y tomó en serio las respuestas.
Iglesia de mártires. Durante los tres años de su ministerio hubo muchos sacerdotes, delegados de la palabra, laicos y laicas que murieron asesinados. Era el martirio de Jesús en nuestros días. Y hubo masacres de campesinos inocentes e indefensos. Era el pueblo martirial, “el siervo sufriente de Yavé”. Al hablar de un sacerdote asesinado explicó con total claridad las razones del martirio: “Se mata a quien estorba… como mataron a Cristo” (23 de septiembre, 1979). Pero también decía lo que no suele decirse:
“Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida” (15 de julio, 1979). “Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo” (4 de julio, 1979).
Monseñor alentó a la Iglesia a ser Iglesia de Jesús e Iglesia salvadoreña, y por esa razón, no por masoquismo alguno, se alegró de una Iglesia martirial. En ella vivió y murió.Aguantó calumnias. “Monseñor Romero vende su alma al diablo”, se llegó a leer en titulares de prensa. Nunca rehuyó la persecución por coherencia y solidaridad, y por no sentir la vergüenza de no vivir lo que predicaba y no ser como su pueblo. “Les quiero repetir lo que ya les dije otra vez. Que el pastor no quiere seguridad mientras no le den seguridad a su rebaño” (22 de julio, 1979). Murió como su pueblo y pensando en la liberación de su pueblo. “Que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad” (marzo, 1980). Fue padre de una Iglesia de mártires.
Todo esto se olvida con facilidad, con pérdida para todos. Por ello, permítaseme la siguiente reflexión. Tal como está la Iglesia, ciertamente es importante remontarse al Vaticano II, y ojalá con éxito. Pero tal como está nuestro mundo de pobres hay que remontarse a Juan XXIII, Lercaro, Himmer y la Iglesia de los pobres, de lo que en el concilio sólo quedaron algunos atisbos. Y tal como está un mundo de víctimas, hay que ir todavía más allá, a Monseñor Romero y la Iglesia de mártires. No ocurre con facilidad, ni siquiera en teología -con notables excepciones. No hay que caer en absurdos, evidentemente, pero Monseñor Romero debe seguir siendo referente para una Iglesia que quiere parecerse a Jesús en un mundo de pecado que produce tantas muertes.
La buena noticia de “la liberación” y de “Dios”. Profecía y martirio fueron reacción y consecuencia de afrontar el antirreino. Pero para Monseñor lo primero y fundamental fue siempre hacer real una buena noticia: la lucha por “la liberación” y el anuncio de “Dios”.
En homilías y cartas pastorales Monseñor Romero propició una Iglesia de “la liberación”, lo que supuso la encarnación histórica del pueblo de Dios en las luchas por la justicia. La opción por los pobres implicaba necesariamente una lucha por sus derechos fundamentales, de modo que no se podía ser Iglesia de los pobres, abandonándolos a su suerte sin participar en sus luchas. El hecho de que se trataba de “lucha” y su ambigüedad no le paralizó ni en el caso límite de la violencia: recordaba la larga tradición doctrinal de la licitud de la violencia, con las condiciones necesarias. La Iglesia no podía dejar de insertarse en la construcción histórica del reino de Dios, en la liberación de la opresión y represión en que vivían las mayorías.
Inserta en ella, la Iglesia debía y podía ser medicina para sanar subproductos negativos. Y podía, con el espíritu de los pobres, de las bienaventuranzas y de Jesús, ser levadura que hace crecer y fermentar la masa. La Iglesia de Monseñor anunció la buena noticia de que podemos vivir como hermanos y hermanas, y trabajó por ella.
Terminamos con “la buena noticia de Dios”. En catedral y en los cantones Monseñor estuvo con su pueblo. Pero vivía en “el hospitalito”, un hospital para mujeres pobres, enfermas de cáncer y desahuciadas, y allí estuvo a solas con Dios. Como Jesús junto al lago o en el huerto, oraba al Dios que ve en lo escondido.
Cuando, poco después de su muerte, me pidieron que dijera unas palabras sobre Monseñor Romero, después de poner un poco en orden las ideas, lo primero que se me ocurrió decir fue: “Monseñor Romero creyó en Dios”14. Su fe era de una profundidad que siempre me sobrepasaba y que, a la vez, me agarraba como de la mano para encaminarnos hacia el misterio de Dios. También Ignacio Ellacuría quedó impactado y afectado por la fe en Dios de Monseñor Romero. Ellacuría se podía sentir más o menos colega de Zubiri en filosofía y de Rahner en teología. Pero al nivel de la fe en Dios nunca se sintió colega de Monseñor Romero. Más bien, su fe era llevada, pienso yo, por la de Monseñor15.
También sobre ese Dios transcendente e inefable habló Monseñor Romero en sus homilías. Cerca del final, en medio de la barbarie, clamando por la justicia y el cese de la violencia, dijo estas palabras con total sencillez: “Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios… ¡Quién me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación de hoy fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y de nuestra pequeñez!” (10 febrero, 1980).
Ese Dios no le movía a abandonar la historia, sino a abrirse siempre a posibilidades mayores. La transcendencia no deshistorizaba los procesos, sino que los historizaba adecuadamente, marcando la dirección que debe tomar la erradicación de todo lo que fuera pecado y la potenciación de todo lo que fuera gracia. Eso se lo decía especialmente, pues en ellas tenía mayor esperanza, a las organizaciones populares. Este ver a Dios así, y estar ante Dios con esta disposición, fácil de decir y difícil de hacer, le fluía a Monseñor Romero con absoluta naturalidad.
3. Padre de la Iglesia latinoamericana y universal
En El Salvador, los pobres y las gentes de honradez y compromiso, “nunca habían sentido a Dios tan cerca, al Espíritu tan operante, al cristianismo tan verdadero, tan lleno de sentido, tan lleno de gracia y de verdad”16. Nunca como en su funeral se ha visto tanta gente en la plaza de catedral alrededor de una persona. Sin esperar a ninguna canonización, Monseñor se convirtió en el salvadoreño más universal. Y es que no son los procesos de canonización los que necesariamente mejor producen en el pueblo y la gente de bien compromiso e ilusión de ser cristianos, sino el impacto de los mártires.
Por lo que toca a Monseñor, don Pedro Casaldáliga poco después de su muerte habló por muchos: “América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini… San Romero de América, pastor y mártir nuestro: nadie hará callar tu última homilía”. En el centro de la fachada de la abadía de Westminster, pusieron una imagen de Monseñor entre Martin Luther King, de la Iglesia bautista, y Dietrich Bonhoeffer, de la Iglesia luterana. En Africa, al arzobispo del Congo, Christophe Munzihirwa, asesinado en 1996 por defender a centenares de miles de refugiados, hoy le llaman el “Romero de Africa”. A Noam Chomsky, defensor de causas nobles, atacado por el establishment, un periodista le preguntó al cumplir 80 años: “a su edad, ¿qué le hace seguir luchando?”. Le contestó: “Imágenes como ésa”. Y apuntó a un cuadro en su despacho en el que se ve al arzobispo Romero y seis intelectuales jesuitas.
Son formas diversas de “canonización”. Y algo parecido hay que decir de la “declaración de padres de la Iglesia”. En definitiva, es el sensus fidei de los pobres del pueblo de Dios el que capta con quién ha pasado Dios por este mundo, y qué Dios es el que ha pasado. En Monseñor vieron el paso del Dios de Jesús de Nazaret.
– El autor, s.j. es teólogo
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