Ante la escasa legitimidad del sistema político chileno es preciso devolver al pueblo su soberanía
por Jorge Franco (Chile)
5 años atrás 4 min lectura
28 de octubre de 2019
Es hoy evidente que la mayor parte de la población, y muy particularmente sus sectores más pobres, no siente que sus derechos, intereses y aspiraciones estén efectivamente representados y cautelados por la actuación de las autoridades del Estado y, por el contrario, tiene respecto a ella una gran desconfianza. ¿A qué obedece esta situación?
La causa profunda de ello no es más que una, pero que en definitiva cobra diversas expresiones o formas de manifestarse. Es el radical divorcio que existe entre, por una parte, la orientación político-programática que guía el accionar de la mayor parte de la casta política y, por otra parte, los derechos, intereses y aspiraciones del pueblo trabajador. En efecto, ese accionar que se caracteriza por:
- Desarrollarse en el contexto de los amarres institucionales antidemocráticos establecidos por el diseño constitucional impuesto por la dictadura de Pinochet, que impide modificar sustancialmente el modelo económico de capitalismo salvaje hoy imperante, fomentando una despiadada superexplotación de los trabajadores y una sistemática depredación del medioambiente, y sin que, por otro lado, tales amarres hayan sido efectivamente cuestionados.
- La cada vez mayor irrelevancia social de los problemas sobre los cuales la acción y decisiones de las instituciones políticas pueden tener alguna incidencia, dado el creciente poder fáctico del gran capital y de las actividades empresariales a través de las cuales se manifiesta. Así, las decisiones económicas claves para el futuro de la vida social, que indudablemente son las decisiones de inversión, se hallan casi exclusivamente en manos de esos poderes fácticos empresariales, asegurándoles con ello una gran capacidad de extorsión sobre el conjunto de la población.
- La total ausencia de mecanismos de control y ratificación ciudadana de lo actuado y decidido por las autoridades que supuestamente expresan y representan la voluntad popular, lo cual restringe la participación ciudadana a la mera posibilidad de elegir cada cierto número de años a dichas autoridades. Esto es algo que contraviene el principio básico de un sistema efectivamente democrático: que en él, como lo dice el propio concepto (demos = pueblo; kratos = poder) el único soberano es el pueblo.
- El sistemático y reiterado fraude que supone para la mayor parte de los ciudadanos la actuación ulterior de las autoridades electas, la cual suele estar completamente divorciada de las promesas realizadas y de los compromisos contraídos en el curso de las campañas. Ante este fraude descarado, que se reitera una y otra vez, el pueblo trabajador no tiene más posibilidad que acumular impotente una rabia y una desconfianza cada vez mayor en la casta política.
- La connivencia de la mayor parte de las autoridades políticas, incluidas las que se presentan a sí mismas como «progesistas», con los grandes poderes empresariales que suelen financiar sus campañas y destinar luego una parte de sus suculentas ganancias a sobornarlas, obteniendo a cambio de ello leyes, reglamentaciones y decisiones administrativas hechas a la medida de sus intereses en materia tributaria, comercial, financiera, laboral, salarial, judicial, etc.
- Los vergonzosos privilegios de todo tipo que los «representantes» se dan a sí mismos a expensas de un presupuesto fiscal que, por su sumisión a los grandes poderes fácticos empresariales, es principalmente financiado por el pueblo trabajador a través de un sistema tributario profundamente regresivo. Privilegios que contrastan frontalmente con las carencias de todo tipo –salariales, educativas, médicas, previsionales, etc.– que agobian al pueblo en su vida cotidiana.
Todos estos aspectos no son más que expresiones de la realidad político-institucional que inevitablemente acompaña, como su sombra, a un sistema económico-social de carácter plutocrático, en el que el poder real no radica en la ciudadanía sino en el reducido puñado de individuos que, en el ostensiblemente inescrupuloso contexto del régimen de Pinochet, lograron convertirse en los verdaderos dueños del país.
Es este sistema plutocrático el que, invocando como principio rector la subsidiariedad del Estado –que desconoce los derechos sociales básicos y los convierte en jugosas oportunidades de negocios para unos pocos– es celosamente resguardado y fomentado por el diseño institucional de la Constitución de Pinochet que actualmente nos rige.
Es por eso que la satisfacción del conjunto de las demandas populares necesariamente pasa por devolverle al pueblo lo que la dictadura le arrebató: el hecho de ser el real poder constituyente, es decir el único soberano posible en un sistema político-institucional verdaderamente democrático. La Constitución y las leyes solo son legítimas si son una real expresión de la voluntad popular.
De allí que el único juez capaz de ofrecer una salida efectiva a la actual crisis política es el propio pueblo que ha exteriorizado su profundo descontento con el rumbo que ha tenido hasta ahora el país. La manera de dar satisfacción a su exigencia de cambio es consultarlo directamente, es plebiscitar su demanda de convocar a una Asamblea Constituyente para elaborar una Constitución democrática que cautele sus derechos e intereses básicos.
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